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– Yo diría que aún lo somos -retomó el nivel de su sorpresa anterior tras la revelación de su vecino-. Espera, espera, no te vayas por las ramas. ¿Me estás diciendo que te gusta Lorena?

– Sí.

– Nunca me lo dijiste.

– Te lo digo ahora.

– ¿Y por qué no lo intentaste con ella?

– ¿Para qué?

– ¡Para probar, digo!

– No me habría hecho caso.

– ¿Y tú qué sabes?

– ¿Te dijo alguna vez…?

– No, pero…

– ¡Bah, déjalo! -puso cara de circunstancias y trató de cerrarse en banda-. ¡Dios!, hemos hablado más de nosotros en cinco minutos, de pronto, que en todo este año. ¡Menudo confesionario!

Un nuevo Gonzalo. La misma Carla.

¿O no?

Lo miró largamente, de perfil, sus ojos, su nariz, su boca. Sí, unos años antes los había tenido en su cuerpo. Unos años antes eran niños, sin cortapisas, sin excusas. Y él había estado enamorado de ella. Y ella… Ni lo sabía. Diego había borrado cualquier rastro anterior. Pero ahora Gonzalo era otro, y Lorena, su Lorena, su mejor amiga…

No, no era feo. Era normal.

Gonzalo y Lorena.

– Cuéntame cuándo te enamoraste de ella, va.

Trece

Se levantó temprano, incapaz de continuar en la cama. Una de sus mayores aficiones, la pereza, parecía haber sido relegada por la urgencia. Durante la noche había soñado mucho, despertándose inquieta una y otra vez. En una de sus muchas vigilias y duermevelas se vio atenazada por pensamientos, ideas, algunas negativas, algunas positivas.

El día anterior no había hecho más que escarbar.

Si quería seguir, debía ponerse las pilas.

Todo menos perderse en aquel verano tan cargado de negrura.

Se duchó, se despejó, se miró en el espejo en busca de rastros de su pésima noche y descubrió que no tenía ninguno. Cansada por dentro, luminosa por fuera. A veces estaba segura de que era por no fumar. Algunas de sus compañeras de instituto tenían la piel de cartón, olían a tigre, y si se hacían un corte, tardaban en recuperarse.

Pese a todo, cuando salió de su habitación, ya vestida, su madre había salido. Quedaba Herminia, acabando de recoger los platos del desayuno, siempre aplicada, siempre al quite. A veces la desesperaba.

– Vaya madrugón -se la quedó mirando mientras frotaba una taza con mucha energía.

– Tampoco es tan temprano.

– No has de ir al cole, y a ti se te pegan las sábanas.

– No he dormido muy bien. El calor -no supo si decirle que estaba haciendo preguntas aquí y allá-. Y no lo llames cole, por favor.

– Usted perdone: el instituto.

– Vale -alargó un poco la primera vocal.

– Ayer no se te vio el pelo.

– Estuve haciendo cosas.

Su hermana dejó de lavar los platos.

– ¿Algo relacionado con Diego?

Podía mentirle, decirle cualquier cosa. Pero necesitaba apoyos. Y Herminia, para bien o para mal, estaba allí, siempre trataba de ayudarla. Aunque la edad fuera marcando diferencias, era su hermana mayor.

– Estuve hablando con los que vieron a Diego esa noche.

– ¿Ah, sí? -su frente se arrugó de golpe.

– No tiene sentido, Hermi -se dejó caer en una de las sillas de la cocina-. No tenía por qué violarla, y aún menos matarla.

– Eso ya lo dijiste.

– Piénsalo, por favor. Te caiga o no te caiga bien, tú lo conoces.

– No es lo mismo. ¿Cuántas veces lo he visto? Y no es que hayamos hablado mucho, ni de temas importantes.

– ¡Olvídate de lo que piensas, de los prejuicios! ¡Dime de verdad lo que sientes!

– Siento que metió la pata, Carla -lo dijo con tristeza no exenta de cansancio-. Estaríamos hablando el resto de nuestras vidas y, por encima de todo, seguiría pensando que metió la pata. Tenía novia, ¡te tenía a ti!, y ha de irse con una que acaba de conocer. Pasara lo que pasara en casa de Diego, hazte una pregunta: ¿y si ella, de repente, dijo no?

– Si subió al piso no fue para decir no.

– Pero ¿y si lo dijo? Los tíos, cuando están salidos, no aceptan un no por respuesta.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Las quebró el silencio, agresivo el de Carla, a la defensiva el de Herminia. Luego llegó la resignación.

– No, claro, yo no sé nada.

– Va, no te enfades conmigo tú también -se sintió fatal por lo que acababa de decir.

Su hermana reemprendió lo que estaba haciendo y lavó el último plato.

– Sólo te lo diré una vez, ¿de acuerdo? -lo frotó como si quisiera sacarle el esmalte-. Si sigues con él serás una desgraciada. Acabe o no acabe en la cárcel ahora. Si se libra, por la razón que sea, habrá una cuarta vez, y una quinta, tenga o no la culpa. Sucederá, tú lo sabes, ¿y entonces qué? Unos nacen con estrella y otros estrellados. ¿Quieres ser una heroína? ¿Te sientes bien siendo la novia de un chico que está en la cárcel, aunque sea inocente? ¿Vas a esperarle diez años si lo encierran por lo de esa chica?

– ¡Aún seré joven!

– ¡Carla, no digas burradas, por Dios! ¡Diez años, o quince, o aunque sólo fueran cinco! ¡Es tu vida!

Se levantó dispuesta a irse. No era la mejor forma de empezar el día. Y con quien menos quería discutir era con su hermana. Bueno, de hecho no quería discutir con nadie. Después del palo de su madre al llegar a casa la tarde anterior…

Su madre.

– No te vayas -le pidió Herminia.

– ¿Y para qué quieres que me quede?

– ¿Te crees que sólo tú necesitas a los demás?

Le sucedía algo. Estaba blandita. Pero no pudo precisar el motivo. Volvió a pensar en su madre.

– No quiero que esto os afecte a vosotros -dijo Carla.

– Si tú estás mal, todos estamos mal. Esto es una familia, ¿recuerdas?

– Entonces, apoyadme.

– Es lo que hacemos, aunque no te lo creas.

– ¿Diciéndome que deje a Diego?

– Tú lo quieres. Los demás vemos cosas. No estamos ciegos.

– Hermi, que lo detuvieran dos veces no significa…

– Dos, Carla -se lo reiteró-. Dos.

– Vale, ¿cómo crees que me sentiría si lo dejara ahora, en la cárcel, solo, sin nadie?

– Eso es lealtad, no amor.

– Eso es respeto por mí misma, Hermi.

– Dios -su hermana esbozó una sonrisa-, a veces me da rabia que seas tan lista. Siempre tienes la palabra adecuada.

Volvían a dialogar, abortado el conato de furia y gritos. Carla lo aprovechó para sacar lo que empezaba a quemarla por dentro.

– Ya que has hablado de la familia, quería preguntarte algo, entre tú y yo, ¿de acuerdo?

– ¿De qué se trata?

– ¿Cómo ves a papá y mamá?

– ¿Por qué?

– ¿Notas algo raro en ellos?

– No.

– ¿Seguro?

– ¿Me he perdido algo? -dijo Herminia.

– Mamá está triste.

– Mamá siempre ha estado triste -puntualizó-. No es lo que se dice la alegría de la huerta.

– Pero ahora…

– La menopausia. Eso crea un cambio hormonal.

– Eso me dijo ella.

– ¿Has hablado con mamá de eso?

– Sí, anoche.

– ¿Y te dijo eso?

– Pienso que tiene una depresión, y con papá siempre fuera…

– Es su trabajo.

– Hermi -sacó fuerzas de flaqueza-, ¿crees que papá hace paradas por ahí?

– ¿Qué clase de paradas?

– Ya sabes.

– No, no sé.

– Paradas para no estar solo.

– ¿Papá? -Herminia abrió los ojos de par en par-. No, qué idiotez.

– ¿Ni crees que pudiera tener una amiga fija, a medio camino?