– ¡Carla!
Le había prometido a su madre no decirle nada a Herminia, y bastante se estaba delatando. Plegó velas. No era el momento. Tal vez fuese algo grave, e inminente, pero no para discutirlo por la mañana, con su hermana a punto de ir a trabajar.
– Bueno, es que… como todo el mundo se ha vuelto loco -suspiró insegura.
– ¿Tú has visto a papá? Aparte de que es un trozo de pan… Tampoco tiene veinte años ni está como a los treinta.
– Ya, vale, lo siento.
Herminia la taladró con los ojos.
Carla la sintió explorando su mente.
– Vas a llegar tarde -le dijo mientras salía de la cocina.
Catorce
Salió a la calle bastante después de quedarse sola, un tanto insegura tras del conato de ¿conversación? con Herminia. Estaba harta de escuchar siempre lo mismo. Harta de que vieran en ella la edad, no la cabeza. Y encima, sujeta a la promesa hecha a su madre y a su miedo, no había tenido valor para compartir con su propia hermana la nueva incertidumbre que se cernía sobre su hogar.
Se dirigía al parque, para estar sola y a salvo. Hubiera podido hacer la llamada desde casa, pero su madre era la que controlaba el teléfono y el gasto, así que habría visto el día y la hora al llegar la factura. Prefería utilizar su saldo antes que arriesgarse. Envuelta en sus pensamientos, apenas si se dio cuenta de nada.
Sabrina apareció ante ella igual que un fantasma emergiendo de un pasado muy cercano.
Se quedó muy quieta, tensa. Podía esperar cualquier cosa de ella. Que en las últimas semanas, quizás dos o tres meses, hubiera cesado en su hostigamiento, no significaba nada. Estaba loca. Loca de amor, de celos, de lo que fuera, pero loca al fin y al cabo.
La ex de Diego era peligrosa.
– Hola, Carla -le cortó el paso.
Intentó eludirla, pasar de ella. No pudo. Sabrina se le puso delante por dos veces. La determinación de su cara era feroz. Su bello rostro, porque aun así era muy guapa, quedaba surcado por los ramalazos de ira y la animadversión de la mirada. Tenía la misma estatura que ella, cabello muy negro, lo mismo que los ojos, de mirada fría, nariz perfecta, de punta algo respingona y labios sugestivos, muy marcado el superior y muy carnoso y abierto el inferior. Los tres años de diferencia también se hacían notar. Era mucho más mujer, pecho firme, cuerpo estilizado.
Diego y su buen gusto.
– ¿Qué quieres? -le preguntó Carla cruzándose de brazos, más como protección que por ganas de plantarle cara.
– Me han dicho que fuiste a verlo.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– ¿Fuiste o no?
– Sí.
– ¿Cómo está?
Estuvo tentada de decirle que ya no era cosa suya, que no le pertenecía, que su historia había muerto y punto. Tentada de recordarle que Diego y ella habían terminado un año antes. Comprendió, de pronto, que eso era muy fuerte. Si Sabrina continuaba amándolo, y así era, debía de estar pasándolo tan mal como todos. Ese atisbo de piedad la desarboló.
Sabrina, sin embargo, interpretó su silencio como una negativa.
– Necesito saberlo, por favor -la súplica estuvo inmersa en dolor-. Está contigo, de acuerdo, pero hay cosas que no se olvidan. Cerdo o no, es Diego.
– Sigues enamorada de él -no fue una pregunta, fue una aseveración cansina.
– Sí-la desafió Sabrina.
– ¿Por qué?
– ¿Me lo preguntas en serio? -sonrió expulsando su amargura a través de su sarcasmo-. ¿Crees que el amor se acaba cuando uno de los dos quiere? ¿Y el otro, qué?
– Escucha, Sabrina…
– No, escucha tú. Te lo dije. Cuando se le caiga la venda de los ojos contigo, volverá a mí. Tú no eres más que una fantasía. Yo soy su mujer.
– No volverá -no quería ser dura, ni hacerle daño de forma deliberada. Sólo exponía una realidad que, para sí misma, era abrumadora y amarga-. Está acusado de asesinato.
– Saldrá, y entonces sabrá quién ha estado de su parte y quién no. Y si fuiste a verlo es porque sabes que él no lo hizo, que nunca haría daño a nadie.
– Fui a verlo porque lo quiero.
– Tú no puedes querer -apretó los puños, y Carla temió que tratara de agredirla, como aquella vez. Se calmó tan rápido como había estado a punto de estallar y volvió a la súplica al agregar en otro tono de voz-: Por favor… Por favor, ¿cómo está? Me estoy volviendo loca…
Loca. Esa era la palabra. Nunca cejaría. La suya era una obsesión fatal, llevada al máximo. El amor convertido en pasión, y la pasión, en locura.
– No está muy bien -admitió Carla, rendida-. Lo está pasando muy mal.
– ¡Porque no lo hizo!
– Lo sé, aunque todo lo acuse.
– ¡Es inocente, y la policía tendría que saberlo! ¡Mierda! ¿Para qué están? ¿Te ha dicho su abogado si están investigando más?
– Es un caso cerrado.
– ¡Joder! ¡Joder!… ¡Joder! -con cada expresión aumentó el tono hasta convertir el último en un grito que atrajo la atención de los que pasaban cerca. Una mujer le lanzó una mirada de desaprobación, y ella se encrespó aún más-. ¡Y tú, qué miras!, ¿eh?
La mujer rezongó algo y apartó la vista.
– Sabrina, por Dios -trató de detenerla Carla.
– ¡Métete en tus asuntos, bruja! -le gritó la ex novia de Diego a la mujer, que aceleró el paso más y más avergonzada.
Carla lo aprovechó para continuar su camino.
La zarpa de Sabrina la detuvo.
– ¡Carla!
– Déjame, ¿quieres?
Estaba en su calle, a unos metros de su casa, podían verla los vecinos o los conocidos. No supo qué hacer. Cuando Diego y ella se enamoraron y él dejó a su novia, fue un infierno. Llamadas telefónicas, amenazas, súplicas, gritos, escenas… Diego tuvo que pararle los pies, y no le fue fácil. Era igual que tratar de convencer a una piedra. ¿Cómo doblegar una obsesión? El día que él había ido a su casa para hablarle seriamente, ella llegó a desnudársele en su habitación para «hacerlo por última vez». Sabrina había llegado a hitos de desesperación, rabia, pasión y furia a los que Carla jamás hubiera creído que una mujer pudiese llegar.
No quería que volvieran a reproducirse, y menos a la puerta de su casa.
– Tú no le mereces -exhaló con los dientes apretados.
– Suéltame.
Los ojos de la ex novia de Diego se habían inundado de fuego. Dos volcanes rojos. Carla comprendió que había estado llorando. Y mucho.
– ¿Vas a dejarlo? -la zarpa era de hierro.
– No.
– Tú no aguantarás toda esta mierda.
– Está en la cárcel. No voy a dejarlo -lo expresó con la mayor de las contundencias.
Sabrina forzó una sonrisa amarga.
– Lo harás -dijo-. No tienes lo que hay que tener. Yo sí estuve con él las otras dos veces. A ti esto te viene grande.
Logró soltarse. Tiró de su brazo y la zarpa se deshizo. Quedaron mirándose como dos gatas salvajes, aunque la fiereza de Sabrina era mucho mayor que la suya. Tres años eran tres años.
Acababa de decir que ella era «su mujer».
Se apartó de su lado de nuevo y, ahora sí, consiguió alejarse de ella. Paso a paso. Los dardos fríos que surgían de los ojos de Sabrina se le hundieron en la espalda, fue capaz de sentirlos. No volvió la cabeza.
– ¡Fuiste a la cárcel y lo viste! -le gritó Sabrina-. ¡No lo resistirás, Carla! ¡Ni hablar! ¡Tú no estás hecha para esto!
No, no volvió la cabeza.
Quince
No tembló hasta que llegó al parque, al amparo de los árboles, el refugio plácido de su silencio a espaldas del mundo. Allí, la vida tenía otro color, otro aroma. No había parejas, como al anochecer, pero sí madres y abuelas con niños pequeños, en la zona de juegos, y ancianos al sol, igual que lagartos, absorbiendo energía para el invierno. Los menos, algunos ociosos, leían el periódico o comían un bocadillo, charlaban o se limitaban a ver pasar al personal.