Nadie se fijó en ella. Era una más.
A pesar de su estatura, su cabello rubio, el poderoso imán de su imagen.
Buscó un banco apartado y lo encontró en una zona todavía a la sombra. Cuando el sol empezaba a pegar duro, los ancianos se mudaban. Pero mientras fuera liviano, aprovechaban cada minuto. Extrajo el móvil y marcó el número despacio, para no equivocarse. Tratándose de una llamada a larga distancia, a otro país, un error era imperdonable y se pagaba caro. Quizás necesitase de todos sus ahorros, aunque aún no sabía para qué.
Diego, Diego, Diego…
El zumbido le llegó alto y claro a través del pequeño auricular. Cerró los ojos y los contó. Uno, dos, tres… La voz de su padre apareció justo al iniciarse el cuarto.
– ¿Papá?
– ¿Carla? ¡Hola, cielo! -y al instante la duda-: ¿Sucede algo?
– No, no, tranquilo.
– Ah, menos mal. Nunca me llamas y el número que tenía en la pantalla era el de tu móvil, ¿no?
– Sí, quería hablar contigo, eso es todo.
– Vaya -el tono recuperó la inquietud, la experiencia paterna de no tenerlas todas consigo-. ¿Qué quieres?
No supo cómo empezar.
– Te echo de menos.
– Yo también -la respiración fue audible a través de la línea-. ¿Te han suspendido alguna?
– Ya sabes que no.
– Es broma -quiso disimular.
– ¿Te pillo conduciendo?
– No, no, tranquila. No habría cogido el móvil, ya lo sabes, que aquí las multas son de dos pares de narices. Estoy repostando.
– ¿Dónde?
– En Saarbrücken.
– ¿Y dónde está eso?
– En Alemania, cerca de la frontera con Francia y a una hora de Luxemburgo.
– Creía que venías por el norte.
– Parte de la carga iba a Francfort.
– Ya, claro.
No sabía muy bien de qué le hablaba. Su padre enunciaba ciudades y países con toda naturalidad, igual que ella hablaba de una calle u otra. Antes, cuando era más niña, se entretenía en coger un mapa y ver los trayectos, cada itinerario. Primero, su padre la ayudaba. Luego lo hizo sola, a modo de juego. Rastreaba Europa país a país, y cada país ciudad a ciudad. Él la ayudaba llevándole postales de todas las partes en las que había estado, hasta que de tanto repetirlas ya no le trajo más.
En aquellos días ella también quería ser camionera.
Ahora no.
Sólo quería estudiar, aunque aún no tuviese claro su futuro.
– Carla, ¿estás bien?
– Papá, ¿cuándo volverás? -se dejó llevar por el último suspiro.
– Ya estoy de camino, cielo.
– Pero ¿cuánto es eso? ¿Mañana, pasado?
– Me estás asustando, ¿sabes?
– Mamá estaba llorando anoche -se rindió.
– ¿Por qué?
– No lo sé -tuvo que mentirle-, pero, por favor, vuelve pronto. Y tráele algo bonito esta vez. Por favor.
– Claro, Carla. Claro.
– Es que…
– Cariño, lo siento.
– Ella dice que es la menopausia.
– Puede ser. Lleva unos días rara.
– Te necesita, papá.
Más que una declaración, fue una rendición. Se dio cuenta de que temblaba y de que estaba aferrada al teléfono como si él fuese lo único que la mantuviese en pie, o colgada de un limbo extraño. Nunca le había hablado así a su padre. Era igual que dar un enorme salto al vacío de golpe. Ahora sí era una mujer.
– Volveré cuanto antes.
– Nosotras también te necesitamos, Hermi, yo…
– Te quiero mucho, hija -la emoción también fluía del otro lado.
Parecía todo dicho, pero no era así. Quería que él también supiese el resto.
– Fui a ver a Diego.
– ¿A la cárcel?
– Sí.
– Dios… Cariño…
– Es inocente.
En algún lugar de Europa llamado Saarbrücken, cerca de la frontera con Francia y a una hora de Luxemburgo, se hizo el silencio.
– ¿Papá?
– Lo siento, Carla.
– ¿Qué es lo que sientes?
– Todo.
– No soy tonta, ni crédula. A veces basta con mirar a los ojos de las personas. Ellos hablan por sí mismos. Metió la pata, y lo está purgando, pero no hizo eso que dicen.
– Sabes que estoy contigo, hija.
– Ahora necesito que estés con los dos, y que confíes en mí.
– ¿Cuándo he dejado de confiar en ti?
– Cuando me dijiste que Diego me traería problemas.
– Soy tu padre.
– Ya lo sé.
Creyó escuchar una voz de mujer al otro lado de la línea. Abrió los ojos. Estaba en el parque, seguía sentada en el banco, lucía el sol y los niños jugaban en los columpios. Una voz de mujer. Podía ser la encargada de la gasolinera, o la que cobraba, o una clienta que hablaba en voz alta junto a él. Podía ser cualquier cosa.
Incluso la dueña de la casa en la que su padre se detenía a la ida y a la vuelta de sus viajes para tratar de recuperar los sueños perdidos.
– Te quiero, cariño.
– Y yo a ti.
– Cuida de tu madre mientras vuelvo, ¿vale?
– Vale.
Fue todo.
Los dos cortaron la comunicación al mismo tiempo y Carla se quedó con el teléfono en la mano, sin muchas fuerzas para volver a ponerse en pie y continuar con todo lo que tenía que hacer ese día.
Dieciséis
No le pregunto quien era, así que, en cuanto abrió la puerta, Lorena se la quedó mirando tan perpleja como todavía somnolienta. Su aspecto era inequívoco, pelo revuelto, cara de sueño, el espantoso pijama de ranas verdes sobre un fondo blanco… Acababa de ser arrancada de la cama.
– Si llego a ser el del butano… -dijo Carla.
– No enseño nada.
Iba descalza, y su cuerpo en plenitud no lo disimulaba ningún pijama, por muchas ranas verdes sobre fondo blanco tras las que se escudase. Los pantaloncitos ya le venían un poco justos. La parte de arriba lo mismo. Había dónde mirar.
Tardaron menos de tres segundos en echarse una en brazos de la otra.
– ¡Tía, tía…! -la apretó Lorena con todas sus fuerzas.
– Hola.
La sensación se mantuvo. No hubo lágrimas, ningún desgarro emocional. Sólo la difusión de toda aquella energía, expandida por sus cuerpos firmemente unidos.
– Anda, pasa – la dueña de la casa fue la primera en separarse.
– ¿Estás sola?
– ¿Te habría abierto yo si llega a estar mi madre aquí?
– Siento haberte despertado.
– ¡Jo, tía, que son vacaciones! ¡A la mierda el despertador!
Lorena arrastró su cuerpo por el pasillo. No se metió en su habitación, de la que acababa de salir. Caminó hasta la sala y allí se derrumbó en el sofá, cuan larga era, como si acabase de hacer un tremendo esfuerzo. Una vez tumbada, recordó algo.
– Oye, si quieres beber cualquier cosa, ya sabes dónde está la cocina, ¿vale?
– ¿Noche de juerga?
– No, que va. Las ganas.
– Ahora no quiero nada -Carla se sentó en la butaca, frente a ella, y la cubrió con una mirada emotiva. Su sonrisa era dulce.
La de Lorena, pesarosa.
– Perdona -le dijo ella.
– ¿Por qué? -se extrañó del comentario su visitante.
– Tenía que haber ido a verte.
– No seas tonta.
– Lo estás pasando mal.
– Un poco.
– Pues eso -hizo un gesto de impotencia-. Y yo ni siquiera sabía qué decirte.