– Tú ven, y echas un vistazo.
Acabó arrojándole el cojín.
Luego fue ella la que saltó sobre su visitante.
Carla no la esperaba, así que se vio reducida, sometida. Lorena la agarró de las manos y, aunque forcejearon, la ventaja era de la que estaba encima. La propia risa de una y otra hizo el resto.
Acabaron abrazadas, haciéndose un hueco en la butaca, muy juntas.
Recuperándose la una a la otra.
– ¿Cómo estás? -le preguntó entonces Lorena.
– Llena de miedo -dijo Carla-. Aunque no sé de qué, si es sólo por Diego o hay algo más.
Diecisiete
Se le escapaba algo.
Tenía un montón de piezas sueltas en su cabeza, y aunque todas parecían encajar, sabía que no era así, que algo seguía suelto, algo oculto y sin embargo presente.
Tan solapado que…
Diego y Gustín. Luego ellos más Nando y Quique. Después Gabi y Solé con los cuatro. Primer punto de fricción. Dos chicas, una de ellas de bandera, y cuatro chicos a cual más salido. Escarceos. Miradas. Roces. Bromas. Y la «selección natural», la teoría de Darwin aplicada al presente en una noche de marcha: Diego y Gabi. A continuación la parada decisiva, en casa de Lucas y Alberto. Sólo Gustín, Diego y Gabi. ¿Por qué Gustín? ¿Para no dejarlo solo? ¿Para aprovecharse? Diego y Gabi ya pasaban de todo. Con la liberación de los sentidos, el acto final, la escapada, a tumba abierta.
Colocados.
Muy colocados.
Marcó el número de Gustín en el móvil, pero tuvo la misma suerte que el día anterior. Debía de ser la hora del reparto. O eso, o Gustín no lo llevaba conectado en horas de trabajo, por si se le escapaba una buena propina o una solitaria señora dispuesta a dejarse seducir por su morro.
Gustín le daba asco, y sin embargo llevaba también una buena carrera.
No quiso resignarse a esperar. No tenía nada mejor que hacer. Se orientó, localizó una parada de autobuses y tomó el que podía dejarla más cerca del supermercado en el que trabajaba el amigo de Diego. De tanto darle vueltas a la cabeza a sus escasos ingredientes, casi se le pasó la parada en la que debía apearse.
Cuanto más sabía, más le dolía.
Y cuanto más averiguaba, peor se sentía.
Pero ya no iba a detenerse.
Aunque en la noche de su primer aniversario Diego estuviese con otra, engañándola, arrastrándola en aquella absurda caída a los infiernos.
No quería llorar. Estaba harta de llorar.
Gustín no estaba. Tenía un extenso reparto a cuestas. Incluso iba en la camioneta. Tal vez tardase media hora, o más. Carla se retiró a una prudente distancia, dispuesta a esperarle. Lo peor de momentos así era el alud de sus pensamientos cayendo en cascada, atropellándose unos a otros. Acababa agotada.
De forma deliberada, fue hacia atrás.
Hasta el comienzo.
Aquella noche mágica, la del encuentro, ella estaba deslumbrante, verdaderamente hermosa. Ni de broma aparentaba su edad. Diego había surgido de las sombras, igual que un fluorescente iluminando la oscuridad. En una película que recordaba había una escena parecida: West Side Story. María y Tony coincidían en el baile y, al verse, todo se ralentizaba, los danzantes se movían a cámara lenta, abrían un pasillo multicolor de extremo a extremo para que ellos avanzaran hasta tocarse. Magia pura.
O era ella, romántica.
Demasiado.
Y los dos sucumbieron. No fue primero él o primero ella. Los dos. Sucedió de forma rápida, brutal y fascinante. Hablaron y se desearon con los ojos. Bailaron y jugaron. Al dejarla en casa, el primer beso los catapultó al abismo. Ya no hubo vuelta atrás. Sus mentes se volvieron del revés. Ella jamás lo hubiera creído. Ni aunque se lo juraran los dioses. Nunca se hubiera sentido capaz. Novio a los quince años. Las dos semanas que le faltaban para los dieciséis no importaban nada.
Después, un año entero de amor, pero también de problemas, luchas, recelos y energías agotadas. Carla oía su propia voz restallando en su cabeza: -¡Sé que no tenemos nada en común, sé que somos distintos, sé que me hará llorar… pero lo quiero!
Y la había hecho llorar.
¿Era eso el amor, sufrir, lamentar, sentir que no se está completa sin la otra persona, que te falta el aire mientras vives un vértigo doloroso?
Vio aparecer la camioneta de reparto del supermercado y se relajó. Si trataba de reconstruir aquella noche era por amor, por él, por ella, por saber qué pasó.
Al diablo todo lo demás.
Cruzó la calle. No quería que Gustín se metiese dentro. Mejor hablar fuera, por si se enfadaba, le gritaba o se ponía borde. Al verla, el amigo de Diego no ocultó sus sentimientos. Elevó las dos manos al cielo, y también la cabeza, en un claro gesto de cansancio y desesperación, olvidando que en un momento de debilidad le pidió que fuera a verle o le llamara si tenía noticias. Carla prescindió de ello. No se detuvo hasta que se le plantó delante y él la miró con su habitual frialdad.
– ¿Y ahora qué?
– Hago esto por Diego -le espetó.
– ¿No es por verme a mí?
Pasó de su comentario grosero y machista. Ya no importaba. Si tenía que aliarse con el diablo para ayudar a su novio, se aliaría, aunque el diablo se llamase Gustín y fuese un redomado salido hijo de puta.
– La noche de marras -le centró el tema-, Diego, tú y Gabi en casa de Lucas y Alberto. ¿Quién más había?
– Un montón de gente. A la mayoría ni los conocía.
– ¿Era una fiesta concertada o algo así?
– ¿Una fiesta concertada? -lo repitió con cara de asco-. ¿Tú de que vas? ¿En que planeta vives?
– Dame nombres, Gustín.
– ¡Y yo que sé! ¿Qué tiene que ver esto con lo que pasó?
– ¿Quién sabía que Diego y ella se iban a casa de él?
– Tampoco lo sé, ¿o crees que lo anunciaron a los cuatro vientos?
Camino cerrado, o por lo menos vedado momentáneamente.
– De acuerdo -cambió el sesgo del interrogatorio-. ¿Cómo se fueron Diego y ella?
– ¿Qué quieres decir?
Tuvo ganas de preguntarle si era tonto o qué. Extremó la cautela.
– Iban muy colocados, todo el mundo lo sabe, todo el mundo me lo repite. Así que bajan a la calle y… ¿qué? ¿La chica tenía moto, o coche?
– No, nada. Llegamos a casa de Lucas y Alberto a pie.
– Pero de casa de Lucas y Alberto hasta la casa de Diego hay un trecho, y en su estado… No me digas que también fueron a pie, porque no creo que hubieran llegado.
– Oye, Carla -suspiró sin mucha convicción-. Hay taxis, cariño.
– ¿A esas horas, y los dos colocados? ¿Desde cuando los taxistas son tan buenos samaritanos que te paran y te recogen?
– Mira, pregúntaselo a Alberto, ¿vale? -se rindió Gustín-. Fue él quien bajó a abrirles el portal. Es de esas casas que cierran con llave la puerta de la calle cuando es de noche, y hay que bajar siempre porque no se abre desde arriba.
– Así que Alberto fue el último que los vio.
– Sí.
– ¿Tienes su teléfono?
– No, no lo tengo.
– Parece mentira que seas el amigo de Diego -ya no pudo más Carla.
– Y tú parece mentira que seas su novia.
– ¡Yo estoy haciendo algo para ayudarlo!
– ¡Por qué no lo ayudaste esa noche saliendo con él? ¡Si hubieras estado ahí, nada de todo esto habría sucedido!
– ¡Eso no es justo y lo sabes! ¡Fue una noche, una sola noche!
– ¡Bah, vete a la mierda, niña! -le dio la espalda.
Carla no pudo evitarlo. Se agachó, recogió una caja de cartón vacía y se la tiró por la cabeza. No le hizo daño. Fue el efecto, la trasgresión y la rebeldía. Gustín se detuvo, apretó los puños y pareció estar dispuesto a retroceder para enfrentarse a ella.