No lo hizo.
Escupió al suelo, con fuerza, la despreció con la mirada y continuó su camino.
Con Diego en la cárcel y todo lo sucedido, ya no cabía el esfuerzo de disimular.
Era una guerra.
Dieciocho
El piso de Lucas y Matías estaba igual que en su primera visita. Más aún: Lucas llevaba la misma ropa que el día anterior, la camiseta sucia y vieja, sin mangas, y los pantaloncitos cortos haciendo juego en el mismo estado. El olor a tíos solitarios la golpeó de nuevo nada más abrirse la puerta.
– Vaya -la saludó Lucas con renovada sorpresa.
– Perdona…
– No seas tonta, mujer. Pasa.
Como el día anterior, también le llegó aquella náusea inquietante. Se dio cuenta de que no sólo era por el olor, y más aún el del tabaco, sino porque allí mismo había tenido lugar la antesala de la tragedia por la que Diego estaba en la cárcel.
Había fantasmas vivos en el ambiente.
– Hoy sí tomaré un vaso de agua, por favor.
– Enseguida.
No tuvo que preguntar por Alberto. Obviamente, no se encontraba en la casa. Miró el trabajo que Lucas estaba haciendo, muy bueno, algo de publicidad, y se volvió al regresar su anfitrión con el vaso de agua. Bebió la mitad de inmediato y se quedó con él en la mano sin saber donde dejarlo.
– ¿Qué tal todo? -le preguntó Lucas.
– Ayer olvidé algo.
– Ya me imaginaba que no venías por mí -quiso hacer una broma.
Carla bajó los ojos.
– Perdona -se excusó él-. ¿Qué… olvidaste?
– Me ha dicho Gustín que cuando Diego y la chica se marcharon, Alberto bajó a abrirles la puerta.
– Sí, es posible. No lo hice yo, así que lo más seguro es que fuera él.
– ¿Sabes cómo se marcharon?
– No entiendo.
– Estaban muy colocados, así que a pie no irían.
– Pues… no sé. -Lucas puso cara de no haber pensado en ello-. Tendrás que preguntárselo a Alberto, si fue él quien los dejó en la calle.
– ¿A qué hora puedo verlo?
– Estará aquí en… -miró su reloj- una media hora.
– ¿Lo espero?
– Claro, ponte cómoda -Lucas quitó un montón de libros de una butaquita desvencijada-. La encontramos en un contenedor y no está nada mal. Bueno -se echó a reír-, todo lo que tenemos aquí lo hemos sacado de contenedores. La gente rica tira cosas casi nuevas. Uno puede amueblarse el piso si ronda de noche por las calles.
No podía estar dos días seguidos sin ir a comer, así que confío en la previsión de Lucas acerca de que Alberto llegaría en media hora. Con su madre tan susceptible, su presencia en casa se hacía necesaria. Pero ya que estaba allí, no iba a marcharse, aunque también podía regresar por la tarde.
Seguía con el vaso de agua entre las manos. Le dio un segundo sorbo.
Lucas se sentó en su mesa, pero no hizo ademán de reanudar su trabajo. Se la quedó mirando súbitamente serio.
– No quiero molestarte. Si tienes trabajo…
– No, tranquila -se mordió el labio inferior.
Transcurrieron cinco incómodos segundos.
– Hay algo que no te dije ayer -volvió a hablar Lucas-. Tampoco es que pensara en ello, pero…
– ¿Qué es?
– Esa noche, después de que Gustín le diera más pastillas a Diego…
– ¿Llevaba encima la farmacia, o qué?
– Parecía una tienda, sí. Las sacaba de los bolsillos como si fueran caramelos.
– Sigue, ¿qué ibas a decirme?
– Pues que Diego se fue al lavabo, no sé si a mear o a vomitar, no tengo ni idea, y entonces Gustín intentó montárselo con la chica.
– ¿En serio?
– Se le notó mucho, sí. Iba ciego, pero por ella. La tal Gabi empezó a bailar, ella sola, y puso a la peña como motos. Se movía de una forma… Y se le marcaba todo, ¿entiendes?, por aquí, por aquí… -se llevó las manos al pecho y a la entrepierna-. Yo no recuerdo una descarga erótica tan fuerte. Pienso que Gustín lo que esperaba es que Diego no pudiera con ella.
– ¿Para beneficiársela él?
– Fijo -asintió Lucas-. Yo le dije que era un cerdo, que si estaba con Diego, estaba con Diego, y Gustín me contestó que lo hacía por ti, para que él no metiera la pata. Pero no era verdad. A Gustín le iba la tía cantidad. Nos iba a todos. Claro que a Diego…
– ¿Qué? -le apremió al ver que se detenía.
– En un momento dado me dijo que se parecía tanto a ti…
– No eres el primero que me lo dice.
– Tampoco es una excusa, lo sé. Además, ella era mayor. Otra historia.
– Tranquilo.
– Tú me pareces una tía muy legal.
– Gracias.
– Lo que estás haciendo por Diego, lo que aguantas…
– ¿Qué hizo Gustín cuando Diego y Gabi se marcharon?
– Emborracharse.
– ¿A qué hora se fue la gente de aquí?
– Ni idea. Yo acabé en la cama y… bueno, ya no sé.
Sólo llevaba allí cinco minutos, pero tuvo suerte. Se escuchó el ruido de la puerta del piso al abrirse y, acto seguido, una voz recia anunciando.
– ¡Hola!
Lucas puso cara de circunstancias.
– Ahí lo tienes -dijo.
Alberto apareció en la salita con aspecto sudoroso. No tenía casi nada que ver con su compañero de piso. Más alto, más fornido, más de todo. Alzó las dos cejas al encontrársela allí sentada. Miró a Lucas. Y lo hizo con cara de sospecha.
– Carla ha venido a preguntarte algo -le informó.
Ella se levantó para darle dos besos a los que él correspondió. Mientras, Lucas siguió hablando, poniéndolo al día.
– Vino ayer a preguntar por lo sucedido esa noche. Me olvidé de decírtelo. Está intentando atar cabos.
– ¿Para qué? -Alberto miró con fijeza a Carla.
– Para saber quién mató a Gabi.
El silencio se hizo grave. Alberto puso cara de no creérselo. No reaccionó, ni a favor ni en contra. Se quedó allí, de pie, y se limitó a preguntar:
– ¿Y qué quieres saber?
– Me han dicho que tú bajaste con ellos cuando se fueron, para abrirles la puerta de la calle y que pudieran salir.
– Sí, fui yo.
– ¿Cómo estaban?
Alberto desvió los ojos hacia Lucas.
– Lo sabe todo, no hace falta disimular. Díselo.
– Sé que iban colocados -le ayudó Carla-, que se pasaban un montón, que… Lo que me interesa es saber cómo llegaron a casa de Diego. No pudieron ir a pie. ¿Los viste coger un taxi?
– No, no, nada de taxi. Los llevó Dimas.
– ¿Dimas? ¿Quién es Dimas? -quiso saber Carla.
– Uno de los Salcedo; se enrolla bien.
– No los conozco.
– Bueno, ya -se encogió de hombros Alberto.
– ¿Cómo sabes que tos llevó él?
– Yo estaba en el portal, con Diego y la chica, diciéndoles precisamente que por aquí no pasan taxis y que no iban a llegar muy lejos, cuando bajó Dimas. Aprovechó mi viaje para no tener que hacerme bajar otra vez, a mí o a Lucas. Les dijo que si iban para casa de Diego, él pasaba cerca y los llevaba. Es un buen colega, así que les hizo un favor.
– ¿Tienes sus señas?
– Sí.
– ¿Puedes dármelas?
– Oh, sí, claro.
Alberto reaccionó. Fue a una habitación, probablemente la suya, y regresó con una agenda. Todo estaba dicho.
Ahora lo único que quería Carla era salir de allí para poder volver a respirar aire puro.
Diecinueve
Lacomida era silenciosa. Las tres mujeres apenas sí hacían ruido. Masticaban despacio, cortaban el pan a cámara lenta o bebían agua sin que el vaso tintineara lo más mínimo en la mesa. Sus ojos tampoco se encontraban. Si una miraba a las otras dos, éstas desviaban la suya hacia algún lugar, el plato, la fuente con la ensalada o la servilleta.