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Porque otra vida había sido arrancada de este mundo.

Se detuvo en otro párrafo, pero éste ni siquiera se vio en la necesidad de leerlo. Le bastaba con cerrar los ojos y recordar, estremecerse. Aquella noche, apenas un mes y medio después de conocerse…

– Va, mujer, pruébalo.

– No, Diego.

– No seas tonta, que no pasa nada. Yo controlo.

Y ella miraba aquel polvo blanco, tan aterrador, como una puerta abierta al más allá.

– Me da igual que tú controles. Yo no me meto nada. Te lo dije. Y te dije que si tomabas tú…

– Una vez.

– Nunca es una vez.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo he leído.

– Mucho lees tú.

– Eso es lo que me hace ser como soy, y se supone que me quieres por eso, ¿no?

– Te quiero porque estás buenísima.

– Diego…

– Y me pones a mil…

Había querido atraparla, besarla, pero no como le gustaba a ella, sino como si fuera a devorarla. Lo rechazó casi con violencia.

– ¡Diego!

– ¿Qué te pasa? -le había preguntado en tono quedón, alargando la ese.

– ¡No!, ¿qué te pasa a ti?

– A mí, nada.

– Me voy a ir, ¿sabes?

– ¿Adonde?

– De tu lado. Se acabó.

– No puedes.

– ¿Por qué no puedo?

– Porque me quieres.

– Yo quiero al Diego que no está aquí ahora, que no tiene eso -señaló la droga-. El Diego que sabe llegarme al corazón.

– Claro que estoy aquí, nena. Y te llego. Pero con esto… Ya verás. Te deja los sentidos al límite.

– ¡No!

Se lo echó todo al suelo, y luego se puso a correr, sin parar, como una desesperada, sintiéndose traicionada. No se detuvo hasta llegar a su casa, y allí se puso a llorar creyendo que era el fin. Pero también lloró de miedo, por ella y por él. Una noche atroz.

Al día siguiente, Diego estaba allí, esperándola.

Creyó que la mataría, por haber tirado las dosis.

Y en lugar de eso…

– Perdona, fui un imbécil.

– No vas a dejarlo.

– Sí, te lo juro. Por ti, cariño. Por ti lo hago. Va en serio. Se acabó.

– Diego…

La había besado de verdad, y hasta la emocionó con aquel abrazo, mientras seguía susurrándole al oído que lo dejaba, que no tomaría más, que ella era lo más importante, lo mejor, lo único que valía la pena en su vida. Hablaba en serio.

Se le olvidaba pronto.

– Carla, nos vamos -oyó la voz de su madre al otro lado de la puerta.

– Vale, hasta luego.

Cerró el diario, como si ella pudiera verlo desde el pasillo.

Diego no volvió a tomar drogas duras, al menos delante de ella, pero sí pastillas. Decía que eso no era droga.

No pudo convencerlo de que eran peores, porque destruían el cerebro.

Jamás volvió a ofrecerle nada.

Por eso la mentira había durado tantos meses.

Veinte

Lo estudió una vez, y otra con la segunda pasada. Estaba segura de que no había error posible, pero aún así, al detenerse ante él, se lo preguntó:

– Perdona, ¿eres Dimas?

– Sí.

– Me han dicho en tu casa que estabas aquí sentado.

– ¿Quién eres?

– Carla, la novia de Diego.

– Oh, sí.

Hizo ademán de levantarse y ella lo evitó. Se inclinó sobre el chico, le dio un beso en cada mejilla y no esperó a que él la invitara. Se sentó en una de las sillas libres de la mesa mientras él dejaba el libro que estaba leyendo.

– No nos conocíamos, ¿verdad? -indagó inseguro Dimas.

– No.

– Es que a veces soy un despiste.

Carla le observó. Tenía pinta de intelectual. Veintidós, veintitrés, cabello algo largo, gafas negras de concha, un poco de barba, un poco de bigote, sonrisa franca, piel blanca, manos de poeta.

Para ella, unas manos largas y finas eran manos de poeta.

– No quiero molestarte -se excusó.

– Qué va -la cubrió con una mirada de ensoñación que resultó demasiado transparente, a caballo de una timidez palpable y un cierto toque de seguridad por aquello de la edad-. ¿Dices que has ido… a mi casa?

– Sí, tu madre es muy amable.

– Lo es con todas las chicas -hizo un gesto expresivo.

– Pues lamento haberte puesto en un compromiso.

– Bueno, me haré el misterioso.

Liberaron un poco los nervios riendo al unísono. Carla no quiso prolongar los prolegómenos. Un camarero se les acercó para preguntar si querían algo más y ella se apresuró en decir que no. La cerveza de Dimas estaba a la mitad.

– Quería hablar contigo, hacerte unas preguntas.

– ¿Conmigo?

– Sobre la noche en casa de Lucas y Alberto.

– ¿Y por qué a mí? -mostró su sorpresa.

– Me ha dicho Alberto que tú llevaste a Diego y a esa chica a casa de él.

– Sí, bueno…

– Sé todo lo que pasó, tranquilo -manifestó con calma-. Sólo intento reconstruir los últimos pasos de Diego y ella.

– ¿Por qué?

– Porque él no lo hizo.

– ¿Ah, no?

Lo dijo como si se hubiera perdido algo.

– No -quiso dejarlo claro Carla.

No hubo respuesta, ni reacción, salvo que Dimas alargó la mano derecha, agarró el vaso de cerveza y le dio un largo sorbo.

– Pues no se qué puedo contarte que no te imagines tú -volvió a dejarlo en la mesa-. Los vi tan a tope que como me venía de paso… me ofrecí a llevarlos, nada más.

– ¿Cómo fue el trayecto?

– Pues…

– Sé que iban pasados de vueltas, que montaron el número en el piso y probablemente en tu coche, pero necesito estar segura.

– Es que… no es agradable.

– Ya.

– ¿Aún eres… su novia?

– Sí, y déjame decirte algo: hablé con Diego en la cárcel, y con Gustín, con Lucas, con Alberto… Con todos. Sólo quiero entender qué pasó y ayudarlo. Tú fuiste la última persona que los vio, ¿no?

Dimas se puso pálido.

– ¡Joder! -suspiró.

– Cuéntame qué hicieron en tu coche, si estaban felices, si se pelearon…

– Sólo los llevé, bastante hacía con conducir mientras gritaban y…

– ¿Se sentó él contigo y ella detrás?

– No, no, los dos detrás.

– ¿Y? -se vio obligada a arrancarle las palabras.

– Bueno, si lo sé no los llevo -se resignó Dimas.

– ¿Tan fuerte fue?

– Casi lo hicieron en el coche. Tuve que decirles que no se pasaran, que si nos paraba la policía yo no quería marrones, que encima de que les hacía un favor, se esperasen.

– Así que les dejaste a punto.

– Sí.

– Muy a punto.

– Como para no llegar a la cama -suspiró Dimas.

Carla tragó saliva.

– Lo siento -dijo él.

– Yo he preguntado, no lo sientas. ¿Dijeron algo?

– Aparte de las burradas que se dicen en estos casos… no, que yo recuerde.

– Algo, lo que sea.

– Inteligible… -hizo un esfuerzo-. Diego le preguntó cómo estaba sola una tía como ella, y ella le contestó que había tenido novio, pero que le acababa de dar puerta, por plasta y celoso.

– ¿Celoso?

– Sí.

Recordó a Brandon el guaperas. Cuando habló con él en la tintorería le había parecido todo menos celoso.

Claro que Gabi, su ex, estaba muerta. Y él tenía que aguantar el tipo.

– La chica dijo que él aún la llamaba a todas horas, pidiéndole que volviera, y que a veces la seguía.