– ¿Y eso qué significa?
– Pues que Diego estaba enfadado porque yo me quedé a estudiar, y al aparecer una loca potente que le recordó a mí…
– ¿Lo estás excusando?
– No, no.
– Sí, lo estás excusando.
– Que no, que no es eso.
– ¿Qué más has averiguado?
– Que el ex novio de Gabi era muy celoso pero tiene una coartada perfecta, que la amiga de Gabi se enfadó con ella por montárselo con Diego y plantarla, y que Gustín trató de ligarse a la chica en un momento dado, en casa de Lucas y Alberto. No paró de darle pastillas a Diego y pienso que era para sacarlo de la circulación, aunque él tiene mucho aguante.
– Ese tío es un cerdo.
– Lo sé, pero es su amigo, y para él ni tocarlo. Sin embargo, Gustín iba a por Gabi, y Gabi prefirió a Diego. Luego he sabido que un tal Dimas los llevó en coche hasta su casa y los dejó allí. Según él, iban lanzados, como para no llegar al piso y montárselo como quien dice en la escalera.
– O sea que…
– O sea que es imposible que ella dijera que no en el último momento, que lo hizo consintiendo.
– ¿Y no usaron preservativo?
Carla desvió la mirada.
– La amiga de Gabi, Solé, me dijo que ella siempre llevaba uno encima. Puede que se les rompiera, o se le olvidara, o no lo llevara esa noche porque no pensaban más que en pasarlo bien ellas dos, o que lo utilizaran una vez y luego volvieran a liarse… No sé. Diego me dijo que lo hicieron y nada más. No hablamos de preservativos.
– Está loco.
Carla no dijo nada.
– Perdona -susurró su amiga.
– No, yo también se lo dije -suspiró abatida-. Juramos que nos seríamos fieles, y así, de esta forma, no habría riesgos como el de pillar el sida. Diego se hizo un análisis cuando empezamos a tener relaciones, para demostrarme que estaba limpio.
– No lo sabía.
– Claro.
– Nunca me contaste nada del pasado de Diego, de sus detenciones y todo eso.
– No hay mucho que contar. Viene a ser la crónica de una mala suerte anunciada -parafraseó a García Márquez-. Diego es el super colega, ¿entiendes? Para él los amigos han sido más importantes que la familia. Una madre pasota y medio loca, un padre sin agallas… Creció muy solo, en la calle, y se las ingenió para sobrevivir más que para vivir, como muchos. La primera vez que lo detuvieron fue por hacerle un favor a un colega. Llevó un paquete con drogas a una dirección sin saber que la policía estaba siguiendo a toda la red. Lo pillaron y no hubo excusas. La segunda fue por conducir un coche robado, pero él no lo sabía. El que lo acompañaba apareció con el vehículo, le dijo si quería probarlo, Diego se puso al volante y a los dos o tres kilómetros los paró la policía. Teniendo antecedentes, ¿quién se cree a un tipo que dice que no tenía ni idea de que el coche fuera robado?
– Y éste es el tercer delito.
– Aja.
– En Estados Unidos, por tres delitos creo que te meten veinte o treinta años, o la perpetua.
– Esto no es Estados Unidos, afortunadamente -repuso Carla-. Aquí hay gente con setenta detenciones que está en la calle.
– Qué bien -Lorena miró en dirección a la calle.
Carla, a su lado, hizo lo mismo.
Su amiga le pasó un brazo por encima de los hombros.
– Al principio de salir Diego y yo -musitó como en un rezo-, hubo una pelea en un bar. Una pelea muy violenta. ¿Sabes que hizo Diego? Pues tratar de separar a los dos contendientes. Fue el único. Nadie se movió, sólo él. Y entonces uno de los que se peleaba se le rebotó. Tuvo que defenderse y por poco lo mata. El tipo cayó hacía atrás y se golpeó la cabeza. No pasó nada, pero fue de un pelo. Ni siquiera lo denunció, porque la pelea la empezó él y llevaba una navaja.
– El atrapalíos -comentó Lorena.
– Esa noche todos tenían motivos menos Diego -dijo Carla-. El ex novio, la amiga, Gustín, cualquiera de los otros que le echó el ojo encima a la explosiva Gabi…
– ¿Y cómo entró el asesino en casa de Diego? Según los periódicos, nadie forzó la puerta o una ventana.
– ¿Y si llamaron y ella le abrió?
– ¿A las tantas? Además, el que habría ido a abrir sería él.
– No, si estaba para el arrastre.
Dejaron de especular. Desde la azotea se veía la calle, el tráfico, la gente que iba para sus casas dispuesta a cerrar el día, las parejas que se despedían con el último beso…
– Fuera quien fuera, debía de odiarla mucho -exhaló Carla.
Odio.
No hubo respuesta.
Siguieron mirando la calle. Casi bajo ellos, a su izquierda, apareció una moto de gran cilindrada con dos personas. El que la conducía era un hombre con traje, aspecto de ejecutivo, elegante. Detrás iba una mujer. Bajaron y se quitaron los cascos. Luego los dejaron sobre los sillines de la moto y se abrazaron en un arrebato de intensidad. Fue ella la que se abandonó con el beso, turbada. La forma con la que puso una de sus manos en la nuca de él tuvo mucho de pasión. Estalló un derroche de energía, como si el aura de su fuego se expandiera a su alrededor.
A Carla se le paró el corazón entre dos latidos.
– Oye, ¿esa no es tu hermana? -le preguntó Lorena.
Herminia.
Se quedó boquiabierta, pero feliz. Muy feliz.
El beso era todo un grito de libertad.
Y amor.
No pudieron comentar nada. Entre la sorpresa de Carla y la expectación de Lorena, de pronto escucharon una voz a sus espaldas.
La voz que estaban esperando.
– ¡Hola!
Se volvieron para encontrarse con Gonzalo.
Carla se olvidó de su hermana. La cara de su vecino era todo un poema al reconocer a Lorena. La de su amiga, de pronto ligeramente roja, otro poema al encontrarse frente a Gonzalo. Los dos reaccionaron bien, rápido. En la penumbra del terrado sólo Carla captó la fuerza de los detalles más sutiles.
Finalmente liberaron la tensión dándose los primeros besos de cordialidad en las mejillas.
El anochecer era joven.
Veintitrés
Llevaba casi una hora en cama, despierta, sin ánimo para levantarse.
Durante dos días había tenido una motivación, un impulso. Ver, saber, comprender, o al menos intentarlo. Dejarse llevar por la inercia que sentía fue el mejor de los remedios para el hundimiento moral que experimentaba desde la detención de Diego. Y más desde su visita a la cárcel. Pero ahora eso ya no contaba. Había desaparecido. No tenía más testigos a los que ver, ni más preguntas que hacer. El resultado final era que se sentía vacía.
El juego de la detective.
Un callejón sin salida.
– ¿Qué te creías -se dijo a sí misma-, que haciendo preguntas asustarías a alguien y resolverías un caso de asesinato? ¡La novia que salva al novio! -levantó las dos manos al aire, igual que si sostuviera un cartel o un rótulo de neón imaginario.
Diego estaba perdido.
Y ella unida a él.
Pasaron otros quince minutos y se resignó, pero más por la necesidad de ir al baño que por otra cosa. Finalmente, saltó de la cama y corrió porque se le escapaba. Se sentó en la taza del inodoro y se vio a sí misma reflejada en el espejo, cómica, ridícula, con el pijama ya muy pequeño y los pies doblados hacia adentro, el pelo revuelto y cara de cansancio.
– Idiota -le dijo a su otro yo.
No regresó a la cama. Se metió en la ducha y dejó que el agua tibia cayera por todo su cuerpo. No se enjabonó. Sólo la ducha. A Diego le gustaba ducharse con ella.
A Diego le gustaba todo de ella.
Pero su última noche libre la había pasado con otra.
Se sintió furiosa, tuvo deseos de arrancar la cortina y gritar. Cerró los puños y alzó la cabeza para que el agua le mojase la cara, y el pelo. Tanto le daba. Permaneció así un rato muy largo, buscando una calma que no existía en su interior, hasta que llenó los pulmones de aire, cortó el chorro de agua y salió de la bañera.