– Hija… -el hombre extendió los brazos hacia ella.
Se dejó abrazar. Fuerte. Le dio su calor y correspondió a su cariño. Llegó a hacerse daño en el labio inferior y consiguió su propósito de no verter ni una lágrima. Luego el señor Venancio se separó de ella y la hizo entrar.
Sus pasos resonaron perdidos en los confines del piso, extrañamente vacío, como si al faltar Diego faltara también el calor que lo hacía habitable. Pasó por delante de la puerta de la cocina sin volver la cabeza en su dirección. Pasó por delante de la puerta de la habitación de Diego con la misma actitud. La diferencia era que la primera estaba abierta y la segunda cerrada. Al llegar a la salita de estar se sintió igual que si hubiera corrido una maratón, agotada al límite.
Entonces se enfrentó al dueño de la casa.
– ¿Cómo está? -fue lo primero que le preguntó.
– Mal -no le restó intensidad el hombre-. Deprimido, desmotivado… No aguantará ni un mes, ni una semana más, y menos si le condenan. Es como si ya estuviese muerto. Dios… -el señor Venancio alzó las dos manos a la altura de las caderas, con las palmas hacia arriba, mostrándoselas tan desnudas como su conciencia-, ¿en qué nos equivocamos?
Carla no supo qué hacer o decir. Tampoco sabía si aquel plural se refería a él y a su esposa o si era por ella misma.
– No vas a dejarlo solo en la cárcel, ¿verdad?
Tragó saliva.
– No -se oyó decir.
– Diego siempre ha estado solo -su padre siguió hablando, como si no hubiera intercambiado palabra alguna con nadie en horas o días, como si contara aquello por primera vez-. Su madre nunca le prodigó una caricia. Jamás. Pero al menos estaba aquí -miró la salita vacía-. Aquí hasta que… se fue y…
Sin saber por qué, pensó en sus padres, en la amenaza de su madre de separarse de él.
La angustia se apoderó de ella.
– Yo creo que por eso necesitó estar siempre rodeado de… -se la quedó mirando con la irresistible sensación de haber metido la pata.
– Puede decirlo -suspiró Carla-. Por eso necesitó estar siempre rodeado de chicas, novias…
– Diego no ha dejado de buscar desesperadamente el amor, la compañía, alguien con quien compartir…
– Era lo que tenía conmigo, señor Venancio.
– Lo sé, ¡lo sé! -apretó los puños y dio un paso hacia ella.
No quiso que la abrazara de nuevo. No estaba segura de poder resistir una segunda vez. Se movió en dirección a la ventana, cerrada, y la abrió de par en par para que el aire renovara el ambiente. El padre de Diego se quedó en mitad de la salita tan perdido como un pingüino en un desierto.
– Ni siquiera entiendo qué pasó esa noche, por qué no estabas con él, y por qué trajo aquí a esa chica.
– Yo tenía que estudiar -se defendió sin necesidad.
La conversación pareció súbitamente muerta. Dos extraños colocados a ambos lados de un abismo. Carla deseó salir corriendo.
Pero había ido a buscar su ropa.
Y también estaba allí atraída por un macabro morbo, ahora lo sabía.
Venció sus últimos miedos, sus escrúpulos, y se encaminó a la cocina. El hombre tardó en reaccionar. Pensó que iba a la habitación de Diego y se sorprendió mucho al verla abrir la puerta frontal a ella. Cuando la alcanzó, Carla observaba el lugar desde el quicio.
– No he podido volver a entrar ahí -le dijo él-. Por eso estaba la puerta cerrada.
En aquel lugar se habían besado tantas veces…
En toda la casa.
– ¿Fue ahí? -señaló el suelo.
– Sí.
– Los periódicos dicen que ella estaba boca abajo, que las puñaladas fueron todas por la espalda.
– Sí.
Pasó la vista por el pequeño espacio. Todo estaba como siempre, los armarios, la mesita, las dos sillas, el fregadero, la nevera, la ventana… Los segundos sonaron como aldabas en su mente.
– Es tan extraño, ¿verdad? -surgió la voz del señor Venancio a su lado-. Nadie forzó nada, nadie escuchó nada, la puerta cerrada, y ellos dos solos. Las palabras la atravesaron igual que si fuera transparente.
– Si alguien más tuviera una llave, pero sólo la tenemos nosotros… -continuó el hombre.
Una llave. Carla cerró los ojos. El vértigo pasó. La atropello y pasó. Se quedó en blanco.
Luego cerró la puerta de la cocina.
– Tu ropa está aquí -el señor Venancio le mostró la habitación de Diego, con la puerta abierta.
Carla no quiso entrar.
Tuvo que hacerlo.
– Sobre la cama. Mira sí está todo. Yo no sé…
Dos blusas, una camiseta, unos vaqueros… ¿Tanto? Ni lo recordaba. Sólo eran algunas cosas para estar cómoda cuando se quedaban en casa solos, cuando no tenían dinero para ir a ninguna parte, o cuando bebían cada minuto hasta emborracharse de sí mismos. Cosas para cambiarse y estar limpia, tener un recambio si le apetecía o si buscaba sentirse sexy sin tener que salir de casa vestida con ello. Su madre aún protestaba.
– Creo que… falta una camiseta, roja, muy holgada -consiguió decir sin apenas aliento.
El padre de Diego bajó las cejas hasta que formaron una delgada línea oscura sobre los ojos.
– ¿Muy grande? -preguntó despacio-. ¿Con unas letras amarillas por delante…?
– Sí.
– ¿Era tuya?
Carla no comprendió el alcance del comentario.
– ¿Cómo que si era mía?
La respuesta del señor Venancio cayó sobre ella como un mazazo.
– La llevaba puesta esa chica, cariño. Era todo lo que llevaba encima. La mataron con ella.
Veinticinco
No supo si era más fuerte la sospecha que la intuición. En cualquier caso ambas intensidades actuaban sincronizadas, formando dos partes únicas de un mismo poliedro. El yin y el yang en tres dimensiones.
Lo llevaba instalado en su cerebro desde que había salido de casa de Diego.
No cargaba con la ropa. No había podido con ella. Necesitaba tener las manos libres y la mente despejada. Le dijo al señor Venancio que volvería y había echado a correr. Una vez en la calle el tráfico la sepultó y el vértigo hizo que se detuviera para vomitar. Apenas si llevaba nada en el estómago, pero sacó hasta la última gota de bilis.
La cocina, una llave, la ropa, su camiseta roja tres tallas mayor…
Gabi.
Cuando se detuvo frente al edificio ni siquiera supo cómo había llegado hasta él. ¿A pie? ¿En taxi? ¿En autobús? Ni idea. Era incapaz de recordarlo. Pero estaba allí.
Y eso era lo único que contaba.
El portal estaba abierto.
Subió hasta el piso y llamó a la puerta. Nadie abrió. Una voz de mujer, al otro lado de la hoja de madera, le preguntó quién era. Se puso delante de la mirilla óptica, para que pudiera verla bien, y dijo de la forma más clara posible:
– ¿Está Solé?
La puerta se abrió. Dos cerrojos. Precauciones. En el recibidor de la casa, bañada por una tenue luz cenital, se dibujó la forma de una mujer parecida a su madre, aunque más bajita y redonda. Llevaba un delantal y tenía todo el aspecto de estar inmersa en una limpieza general de su casa. Carla comprendió que lo primero que tenía que hacer era serenarse.
– ¿Está Solé? -repitió.
– No, ahora no.
– Es muy importante, señora. ¿Es usted su madre?
– Sí, pero ya te digo que no está.
– ¿Cuándo regresará?
– Ha ido a un mandado, no creo que tarde, aunque tal y como es ella, a lo peor no viene hasta la noche.