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– ¿Puedo localizarla? ¿Tiene móvil?

La mujer se inquietó.

– No quiere que le dé el número a nadie si no lo da ella, así que… ¿Pasa algo?

– ¿Podría ver una fotografía de su amiga Gabi?

– ¡Ay, Señor! -la madre de Solé se santiguó.

– ¿Puedo, por favor? -insistió Carla.

– No sé donde tiene las fotos, ysi le revuelvo las cosas de la habitación luego se me enfada. No, no, vuelve cuando ella esté -venció la sorpresa que le producía la petición de su visitante y preguntó-: ¿Quién eres tú?

– Me llamo Carla.

– ¿Eres amiga de Solé?

– Soy la novia del chico que mató a su amiga Gabi.

Fue una reacción instintiva. La mujer se puso en guardia. Enderezó la espalda y endureció la mirada. Su gesto fue el de ir a cerrar la puerta de inmediato.

– Llama esta noche -dijo.

– Por favor, es muy importante, ¡por favor! Sólo necesito ver esa foto para estar segura…

No supo qué hacer. La puerta ya estaba a la mitad del recorrido.

Entonces sonó otra voz, subiendo la escalera, casi en su rellano.

– ¿Mamá? ¿Qué está pasando aquí?

Carla volvió la cabeza.

Solé.

Se quedaron mirando con fijeza. Solé en el último tramo, Carla desde arriba. La puerta del piso ya no llegó a cerrarse. Por el quicio apareció la madre de la aparecida con cara de susto, pero sin abrir ya la boca. Su hija subió los últimos peldaños que la conducían hasta su casa, sin apartar los ojos de Carla. La pregunta fue directa, y sin simpatías.

– ¿Qué estás haciendo aquí otra vez?

– Necesito ver una foto de Gabi.

– ¿Por qué?

– Para estar segura de una cosa.

– ¿Qué cosa?

– Por favor…

La escena se congeló un par de segundos. Las miradas eran divergentes. Una de súplica. Otra de recelo. La madre de Solé continuaba en la puerta, igual que una fiel celadora. Alguien bajaba por la escalera en ese momento, y la amiga de Gabi acabó reaccionando.

– Pasa.

Entraron en el piso. Solé besó a su madre.

– Tranquila, mamá -le dijo-. No está loca, sólo lo parece.

Solé la precedió hasta su habitación. Le franqueó el paso y, cuando ella hubo cruzado la puerta, la cerró. El lugar era pequeño, como cualquier habitación de cualquier chica, salvo por la ausencia de libros. Compactos, un reproductor, recuerdos, algunas fotografías y pósteres por las paredes… Nada fuera de lo común.

– Y ahora dime, ¿qué buscas? -Solé se le cruzó de brazos.

– Aún no estoy segura.

– ¿Para qué quieres ver esa foto?

– Dijiste que parecíamos hermanas, y Brandon casi lo mismo.

– Bueno, ¿y qué?

– No puedo explicártelo -se sintió perdida.

– Eres masoquista, ¿vale? -Solé se rindió-. Te estás comiendo el tarro con lo de que tu novio se lo montara con Gabi. ¿Qué quieres? ¿Imaginar la escena al completo?

No esperó la respuesta de su visitante. Se dirigió al armario, lo abrió, se agachó y extrajo una caja del fondo. La depositó sobre la cama y le quitó la tapa. No tuvo que buscar demasiado. Encontró la imagen que buscaba y se la tendió a Carla.

– Es reciente -le dijo-, y se la ve bastante bien.

Tomó la fotografía. Un primer plano de ellas dos, Solé y Gabi, sonrientes, vivas. No era una imagen pequeña, sino relativamente grande, una ampliación. Se veía a la perfección a las dos.

La belleza de Gabi, su cabello, sus ojos, sus labios, su complexión…

Hermanas.

– Dios… -gimió.

– No vas a llevártela -la previno Solé.

Se la devolvió. No hacía falta más. Bajo la luz de la habitación, su palidez era un sudario.

Casi todo encajaba.

– Oye, ¿estás bien? -le preguntó Solé.

– Sí -logró articular.

– ¿Me dirás qué…?

– No puedo, todavía no, pero gracias -susurró ella con una voz muy débil.

– Entonces, vete, por favor.

Era lo que quería. Irse.

Para ordenar sus ideas, serenarse y saber por fin quién había matado a Gabi.

Veintiséis

Tuvo que sentarse en un bordillo porque las piernas se le doblaban. Sentía una demoledora excitación nerviosa, capaz de aplastarla. Por su cabeza estaban pasando tantas cosas que no lograba centrarse en una sola; eran cometas, iban a toda velocidad dejando estelas a su paso. Le resultaba imposible atrapar uno y examinarlo. A veces chocaban entre sí, y el estallido la aturdía interiormente.

La danza de todos los partícipes en la gran comedia también formaba un aquelarre dantesco.

Veía sus caras.

Tenía casi el nexo final.

Casi.

Y uno de ellos se reía en falso.

Cerró los ojos, hundió la cabeza entre las manos y atemperó sus nervios. No lo consiguió del todo. Permaneció sentada en el bordillo quince o veinte minutos, hasta que se levantó para ir a casa, rendida. Le dolía el cuerpo, cada terminación nerviosa y cada articulación, sometidas a la brutalidad de aquella presión.

Era como estar en la oscuridad, tendiendo las manos, sabiendo que el culpable estaba allí.

– Tú no la mataste, Diego -apretó los puños.

Toda aquella rabia se convirtió en un grito.

– Maldito idiota… -tragó la bola que se acababa de formar en su garganta.

Su casa no estaba cerca, pero no le importó. Caminó despacio, abrazada a sí misma, con la cabeza caída sobre el pecho, mirando el suelo, a sus pies, paso a paso. En un semáforo alguien le dijo algo relativo a su cabello rubio y su belleza, «lo bien que estaba». Lo fulminó con una mirada, igual que si fuese un videojuego. Toda ella era un fuego abrasador.

Y lo que más necesitaba era la frialdad final para llegar a la última verdad.

Si el motivo era el que sospechaba…

La oscuridad, su mano, el culpable que se le escapaba pese a rozarle…

Llegó a su barrio, a su calle, a su casa. Pensó en lo grato que sería encerrarse en su habitación, tenderse en la cama y pensar con más calma. Visualizar todas aquellas caras y, mentalmente, preguntarles una a una quién mató a Gabi.

Aunque luego, si llegaba a saber la maldita verdad, ¿quién la creería?

Era la novia del asesino.

La novia.

Otra vez aquel grito en su interior.

– La novia… -exhaló a media voz.

Sacó las llaves de su casa, y entonces ya no dio un paso más.

Las miró, una a una.

Las llaves. La novia. Las llaves. La novia.

– Mierda… -se estremeció.

Y de pronto era tan evidente…

Estuvo a punto de gritar. Miró a derecha e izquierda. No era más que una chica sola en mitad de una calle cualquiera. Cada cual tenía su propia historia, su propio drama. Cada cual cargaba con el suyo.

Sí, tan evidente…

Quiso gritar de rabia, de felicidad, de pánico, pero ni siquiera pudo moverse. Estaba helada. Titiritaba. Extrajo el móvil del bolsillo posterior de sus vaqueros y buscó el número guardado en la memoria, el del abogado de Diego. Lo marcó y esperó.

– Despacho de García, Fuentes y Gómez, ¿dígame?

– Soy la novia de Diego Sepúlveda -se presentó-. ¡Por favor, páseme con el señor Fuentes!

– Ya no hay nadie en los despachos, y yo me disponía a salir. De todas formas, él no ha estado aquí en toda la tarde, señorita. Si quiere dejarme el recado.

– Oiga, es muy, muy urgente.

– Lo siento, pero hasta mañana por la mañana…

– ¡Pero he de hablar con él!

– Le repito que está fuera.

– ¿Y su móvil? Por favor, ¿puede darme su número?

– No, no estoy autorizada para…