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Carla lo vio abrazar a su padre. El hombre casi se desintegró en sus brazos, empequeñecido. Intercambiaron unas palabras. Luego fue hacia su madre. El trato resultó más frío. Un beso en la mejilla, una caricia de mujer. Diego asintió un par de veces. Volvió a mirarla y siguió hablando con su madre, o escuchándola. Finalmente ella se retiró, con la cabeza baja.

Y su hijo se quedó solo.

Mientras el viejo Seat se ponía en marcha y el señor Venancio quedaba a un lado, esperándolo, Diego caminó por fin hacia donde se encontraba su novia.

Carla lo esperó.

Por última vez.

– Cariño…

El abrazo fue demoledor, capaz de liberar toda la tensión almacenada en aquellos días. Y lo fue el calor, la pasión, la forma en que besó su cabeza mientras repetía:

– Cariño, cariño, cariño… Gracias…

Carla no se movió.

Ni una mano.

Y cuando él buscó sus labios, apartó el rostro.

Diego frunció el ceño.

– ¿Qué… te pasa?

– Ya eres libre -dijo ella.

– Gracias a ti.

– Sí.

– Dios, fuiste… -intentó besarla otra vez, y de nuevo la chica apartó la cara de sus labios.

– Carla… -balbuceó él.

– He venido adespedirme, Diego.

– No… entiendo.

– Te dejo.

Creyó que le costaría más decirlo. Mucho más. Y sin embargo, las palabras fluían con una sencillez pasmosa.

Tal vez aquellos tres días de espera sí habían valido la pena.

– ¿Qué? -consiguió articular Diego, venciendo su incredulidad.

– No hubiera podido hacerlo estando tú en la cárcel, porque no quería fallarte aunque me hubieras fallado a mí. Ahora es distinto. Ya no me necesitas.

– ¿Cómo que no te necesito? Sin ti…

– Diego -Carla dio un paso atrás, apartándose de su abrazo-. Tu vida no es mi vida. Te quiero, pero no deseo que me arrastres cuando caigas.

– ¡Yo no caeré!

– La vez de las drogas, la del coche robado, ahora esto… Siempre habrá un Gustín dándote pastillas, y una noche en la que perderás la cabeza porque yo no estaré, porque no puedo estar siempre pegada a ti, como una sombra, vigilándote, preocupada. Es así, Diego. Me duele, pero es así. Ahora sé, más que nunca, que soy diferente, y si lo soy es por algo y he de aprovecharlo. Quiero estudiar, aprender, y que alguien me apoye, que no se ría de mí por leer libros, que me entienda como mujer y como persona y me acepté más allá de si soy guapa o no.

– Espera, espera -quiso volver a cogerla, y ella levantó las dos manos con fuerza, casi con rabia. El ímpetu lo desarboló y también alzó las suyas, en señal de paz, o tregua-. ¿Me estás castigando por lo de esa noche? ¿Es eso? ¿Porque me acosté con ella? ¿Sólo porque cometí un error?

– No te castigo, Diego. Bastante lo has hecho ya tú mismo. Lo único que hago es liberarme.

– ¡No puedes! -gritó él.

– ¿Por qué?

– ¡Te quiero!

– Quieres muchas cosas, y yo sólo soy una de ellas. Pero te diré algo: el amor es mucho más que querer. ¿Te das cuenta de que esa es una palabra posesiva? Querer. La gente dice «te quiero» en lugar de «te amo».

– ¡Entonces te amo, y te necesito!

– Eso último es cierto, pero, ¿ves? Yo ya no te necesito a ti.

El lamento de la despedida.

– Carla, estás enfadada y… No… no lo entiendo… -la desesperación fue apoderándose de su voz y de sus gestos. Su padre, lejos, parecía una figura perdida en el decorado-. Estoy libre por ti, ¡tú has luchado para sacarme de aquí y darme una esperanza! ¡No puedes quitármela ahora! ¡No puedes hacerme esto! ¡Me quieres! ¡Me amas!

– Ya no, Diego. Ya no -su voz fue un canto a la tristeza-. De hecho, ¿sabes cuándo decidí dejarte sí salías de aquí? El mismo día que vine a verte. Fue en ese momento, aunque no me di cuenta entonces. Tal vez por eso he luchado tanto para sacarte, porque era la única forma de poder decirte esto y sentirme también libre yo misma.

– Carla…

– Teníamos algo bueno y lo echaste a perder, Y no se trata de perdonar. Es mucho más que eso. Te perdoné hace días. Tú no mataste a esa chica, cierto, pero esa noche sí mataste algo al actuar como actuaste, al llevarla a tu cama en nuestro aniversario, al acostarte con ella, al hacerlo sin tomar precauciones, al faltarme al respeto y despreciarme sólo porque tenía que estudiar. Fuiste incapaz de entenderlo, y te rebotaste. Esa noche mataste nuestro amor, Diego.

– Si me dejas… no sabré qué hacer.

– Lo siento.

– Tomaré drogas, me meteré en problemas…

– No me uses de excusa, por favor. Dices que me necesitas, pero sólo te necesitas a ti mismo y ya te tienes. Cuando descubras que no es suficiente, comprenderás por qué hago esto -Carla dio un segundo paso atrás-. A pesar de todo, te deseo suerte. La mejor de las suertes. Y ojalá esté equivocada.

Con el tercer paso se dio la vuelta.

Se sintió orgullosa.

Ni una lágrima.

Todas por dentro, pero ninguna por fuera.

– ¡Carla!

Posiblemente nunca se había sentido más sola.

Pero tampoco más dispuesta a seguir.

Esta novela está dedicada a la persona que me la inspiró, uno de los seres más bellos, en todos los sentidos, que he conocido a lo largo de mi vida. Ningún personaje salvo ella es real, y cualquier parecido con hechos o acontecimientos que hayan sucedido es por completo accidental.

Punta Cana (Santo Domingo) y Vallirana, junio y julio de 2005.

Jordi Sierra I Fabra

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