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– No, pero ya tienes bastante con los demás.

– Lo que digan los demás no me importa. Lo que digas tú sí.

– ¿Y qué quieres que te diga yo?

– Estaba con otra. Eso no ha podido negármelo. Con otra en su casa, en su cama, y lo hizo con ella, por eso tenía su semen dentro.

– Si ya había hecho el amor, ¿para qué matarla?.

– Lo hiciera o no… se acostó con una desconocida, en nuestra noche.

La mano de Gonzalo ya no se movía. La miró hasta llenarse de su dolor, y entonces sí, la deslizó hasta acariciarle el pelo. Fue un diálogo mudo, más intenso que otro expresado con palabras. Las dos lágrimas cayeron a ambos lados del rostro de Carla. Le secó una con el pulgar.

Sólo una.

– ¿Qué es lo que más te duele -quiso saber él-, que se acostara con otra o que le acusen de asesinato?

– No lo sé.

– Carla…

– No lo sé, Gonzalo. No lo sé -el torrente fue imparable. Ya no hubo forma de detenerlo.

Luego ella se incorporó un poco, lo justo para que él la abrazara fuerte, muy fuerte, apretándola con toda su energía adolescente y su calor de amigo.

Cinco

Gustín era su apodo. No lo tenía porque sí. Su verdadero nombre era Agustín. Bastaba con quitarle una letra al nombre de una persona para retratarla, en lo bueno o en lo malo.

Carla lo despreciaba.

O quizás la palabra más exacta fuese odio.

Nunca había odiado a nadie, al menos lo suficiente como para que ese sentimiento la ahogara o la sepultara bajo la losa de su peso infinito. Pero en el caso de Gustín había mucho de ello. Era el mejor amigo de Diego. Los inseparables… hasta que ella apareció y él se enamoró. Durante un año, Diego no había dejado de moverse entre dos aguas, a caballo de la amistad de Gustín y ese amor capaz de volverle el cerebro del revés.

Para ella, él era la peor influencia de Diego.

Para él, ella era la culpable de que Diego ya no fuese el mismo.

Se toleraban, mantenían las distancias, pero la guerra no había decrecido en ningún momento, y lo sabían. A Carla le constaba que Gustín le comía el tarro a Diego cada vez que estaban solos. «Esa cría», «Acabarás mal, tío», «Esa se queda preñada y tú a tragar, porque es de las que se empeña en pillarte y te pilla, y se empeña en joderte y te jode», «Está buena, vale, pero no es la única», «Las tías pasan, pero los colegas quedan», «De vez en cuando ponla en su sitio, que no se olvide de quien manda», «Mucha carita de ángel y mucho cuerpo, pero es como todas.» Y a Gustín le constaba que ella hacía lo mismo. «No es tu mejor amigo, es un jeta, siempre tendrá problemas, y te arrastrará a ti», «Está celoso, ¿es que no lo ves? Él nunca tendrá algo tan bonito como lo que tenemos nosotros», «Siempre está metiéndose porquerías, y bebiendo. Tú no puedes acabar así»…

Diego en medio. Contemporizaba. Carla sabía que la defendía de los ataques de Gustín, de la misma forma que defendía a Gustín de sus ataques. En el fondo, y en ese sentido, Diego era la inocencia. Quería a su amigo. La quería a ella. Su amigo era un santo. Ella, su amor.

Punto.

Sólo que las cosas no eran tan simples.

Carla vaciló por última vez. Necesitaba hacerlo, pero sabía que podía resultar nefasto, una prueba de resistencia. Con Diego en la cárcel, Gustín no iba a ponérselo fácil. Ya no había necesidad de disimular.

– Gustín -lo llamó.

El muchacho se detuvo. Llevando el guardapolvos del supermercado no parecía ni tan alto ni tan resuelto ni tan duro ni tan nada. No era más que eso: un chico que trabajaba en un súper, repartiendo cajas de comida a las señoras del barrio, sonriéndoles para que soltaran una buena propina, inundándolas de lisonjas para hacerlas sentir mejor. Era un maestro en eso.

– ¿Qué quieres? -la recibió con hostilidad.

Carla tuvo deseos de abofetearlo.

– Borde como siempre, y ahora sin máscaras -movió la cabeza de un lado para otro, sintiéndose tan rabiosa como impotente.

– Anda y que te den, nena.

– He venido a hablar contigo -resistió el primer insulto.

– Tengo trabajo -fue escueto.

Continuó cargando las cajas que iba a llevar.

– Te digo que he de hablar contigo, y no voy a marcharme.

– ¿De qué?

– Ya lo sabes.

– ¿Te refieres a Diego? ¿Al tipo que jodiste?

– ¿Yo?

– Era un tío sano antes de conocerte.

– ¿Sano para qué, para emborracharse, tomar pastillas y ligar? ¿Para eso?

– Déjame en paz, Carlita.

– Me da igual -se abrazó a sí misma-. Ahora ya no se trata ni de ti ni de mí, sino de él. Puede que nos necesitemos.

– ¿Tú y yo? ¿Qué pasa, que con él fuera de circulación vas a por mí?

Pasó de su comentario machista y grosero. Se centró en lo que había ido a buscar.

Información.

– Fui a verlo.

Consiguió su propósito. Gustín dejó de cargar las cajas en la carretilla. Frunció el ceño y la atravesó con la mirada. No era guapo, pero tenía éxito. A la sombra de Diego, pero éxito al fin y al cabo. Y era casi un año mayor que su novio.

– ¿Cuándo fuiste a verlo?

– Ayer.

– ¿Cómo es posible…?

– Se lo pidió a su abogado, y él hizo los trámites. Quería verme.

– ¿Cómo está?

– ¿Cómo quieres que esté? Mal, fatal.

– Mierda… -el muchacho cerró los puños y bajó la guardia.

– Me dijo que él no lo hizo -se lo soltó Carla.

– ¡Pues claro que no lo hizo! -saltó Gustín.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– ¡Coño, Diego no tenía por qué violar a ninguna tía! ¡Se lo ha montado con quien ha querido, siempre!

– ¿Y matarla? -trató de que las palabras de Gustín no le hicieran daño.

– Eso menos. Es más inocente…

– ¿Qué pasó?

– Y yo qué sé.

– Tú estabas allí.

– ¿Dónde?

– Antes de que se fueran a casa de él a montárselo.

El amigo de Diego sostuvo su mirada. Más que dura, estaba llena de desprecio. La consideraba «una cría». Así de sencillo. Si hubiera tenido dieciocho o diecinueve años, ningún problema. Pero la conoció con quince. Al diablo que fuese a cumplir dieciséis en dos semanas. Tenía quince.

– ¿Qué te contó? -preguntó con sequedad.

– Lo sé todo, incluso que se acostó con ella.

– ¿Te lo dijo él?

– Eso no hacía falta, porque lo han dicho los periódicos. El semen de uno no va a parar a donde fue a parar por arte de magia. Pero sí, me lo dijo él.

– ¿Y no estás cabreada?

– Eso es cosa mía.

– Lo estás -sonrió con superioridad.

– Si sale, lo mato y en paz -dijo ella-. Pero no se trata de eso.

– ¿De qué se trata?

– Si no lo hizo él, ¿quién lo hizo?

Gustín evaluó sus palabras. En sus ojos vio la determinación, el carácter que siempre le negaba. Creía que era un florero, una guapa sin más, una tía a la que le daba por estudiar y leer. Una listilla. El barrio era otra cosa. El barrio era lucha, calle, supervivencia.

– Yo no estaba allí -confesó, rindiéndose.

– Antes sí, con ellos. ¿Qué pasó?

– ¿Qué quieres que pasase? ¡Lo de siempre! ¿Para que sale la peña de marcha? ¡Para pasarlo bien!

– ¿Qué hicisteis?

– ¡Joder, Carla! ¡Bebimos, fumamos, nos pegamos unas risas…!

– ¿Tomó muchas pastillas?

– ¡Y yo qué sé! ¿Crees que estoy controlando lo que hacen los demás? ¡Bastante tengo con lo mío!

– ¡Tú eres el proveedor, Gustín, no me vengas con chorradas! ¡Las pastillas siempre las compras y las traes tú, por eso de que «tienes contactos»!