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– Si quiero ayudarle, sí.

– ¿Cómo vas a ayudarle?

– Descubriendo la verdad.

– Pues entonces no sé qué decirte, porque no hay más. Alberto les dijo que se fueran al cuarto, porque nos estaban poniendo los dientes largos a todos, a qué negarlo, pero Diego dijo que no, que éramos capaces de entrar a la mitad y fastidiárselo. Por eso se fue a su casa.

– ¿Y su amiga?

– ¿Quién?

– Aquí no vino ninguna amiga -manifestó Lucas-. Llegaron solos, Gustín, Diego y ella.

No supo qué significaba eso.

Pero la última pregunta murió en sus labios sin llegar a ser formulada.

Siete

Utilizó su móvil nada más salir a la calle, sin dar siquiera un paso. Esperó una respuesta procedente del otro lado. Pero no llegó.

Desconectado.

Gustín debía de estar en pleno reparto.

Se resignó, lo guardó y echó a andar hacia su izquierda, orientándose por el dédalo de callejuelas del barrio. Cuando consiguió salir a una avenida reconocible, continuó caminando a buen paso, decidida. Intentaba no pensar, pero le era difícil.

Veía a Diego, su Diego, con aquella chica, la tal Gabi.

«Se morrearon, se magrearon…», escuchó la voz de Lucas en su cabeza.

Apretó los puños.

El Diorama era un bar como tantos, pero a su favor tenía dos cosas: una situación envidiable, en la placita, con una amplia terraza llena de mesas que, por lo general, por las noches mostraban el más saturado de los overbookings; y unos precios más asequibles que en otros lugares para todo lo que fuera comida, desde bocadillos a tapas o montaditos. Su aspecto cutre, antiguo, ayudaba a que la flora y la fauna de sus parroquianos se desmarcase también de los asiduos a otros bares más fríos, de diseño, o simplemente más recientes.

Carla se sentó en la barra. No había mucha gente por la mañana. Los primeros vermuts se mezclaban con las últimas cervezas, rescoldos de los desayunos tardíos. Escrutó el panorama y resistió las miradas de los dos hombres que la flanqueaban, una de ellas insistente y desnuda. Estaba acostumbrada, pero de vez en cuando aún se sentía molesta, agotada por parecer indiferente. Inclinó la cabeza hacia adelante y su cabello cayó un poco a ambos lados, protegiéndola.

Ya no esperó mucho más.

Llamó al camarero, y cuando éste se detuvo al otro lado de la barra, ella se acercó para hablarle.

– Me llamo Carla -se presentó-. ¿Puedo hacerte una pregunta?

El camarero también la había estado mirando, aunque, más acostumbrado a ver clientes de todo tipo, la suya había sido una mirada ocasional. Tendría unos veintitantos, el rostro picoteado por los restos de una epidemia de granos, la nariz prominente y los ojos vivos. Se le avivaron todavía más al asentir.

– Yo soy Nacho.

– Nacho -no sabía si era mejor dar un rodeo o ir de cara y optó por ir de cara-. ¿Estabas aquí la noche que mataron a esa chica, Gabi, de la que hablan los periódicos?

– No -se mostró un poco esquivo, situándose a la defensiva-. Yo tengo el turno de mañana y tarde.

– Necesito hablar con alguien que la hubiese visto, a ella y… al chico ese.

– ¿El hijoputa que la mató?

Tragó saliva.

– Aún no está claro que lo hiciera.

Nacho la miró unos segundos. Luego se encogió de hombros. La magia desaparecía rápido. Otro parroquiano lo llamaba con la mano para pedirle una nueva consumición.

– Fernando sí trabajó esa noche -señaló en dirección al camarero que en este momento atendía a las mesas de la terraza-. Habla con él.

– Gracias. ¿Qué te debo?

Pagó su consumición y salió afuera. Dada la hora, Fernando no estaba lo que se dice agobiado de trabajo. Esperó a que cobrara el importe a una pareja de turistas escandalosamente vestidos y se aproximó a él cuando vio que se detenía muy cerca de ella oteando el panorama exterior.

– ¿Fernando?

Era diferente de Nacho. Más alto, más recio, más incisivo. Por debajo de la camisa blanca se intuían unos músculos cuidados. Por debajo de la mirada se adivinaba el perfil del seductor. Ser camarero era un escaparate. La miró de arriba abajo, sin disimulo, y esbozó una media sonrisa que tanto podía ser de curiosidad como de suficiencia.

– ¿Sí?

– Me llamo Carla. ¿Tienes un minuto?

– Tengo los que quieras -hizo un gesto en dirección a la terraza-. Mientras no me llame uno de esos.

Carla no le dio la menor concesión.

– Soy la novia de Diego.

No tuvo que decirle más, ni el apellido ni nada relativo a la noche. Aquella noche. La policía debía de haber hecho su trabajo. Los periódicos el resto. Diego era Diego. La cara de Fernando sufrió una metamorfosis. Primero, el parpadeo; después, la perplejidad, y, finalmente, la ceniza.

– Lo siento -expresó lo primero que se le ocurrió, igual que quien da el pésame en un entierro.

– Yo también.

La pausa fue muy breve. Los ojos de Carla se estrellaron en los del camarero. Los de Fernando naufragaron en los de ella. Una barca a la deriva, sin timón, bajo la calma de unas aguas procelosas.

– Quería hacerte unas preguntas.

– ¿A mí?

– Por favor…

– No sé qué puedo decirte yo.

– ¿Qué recuerdas de esa noche?

– Nada, ¿qué quieres que recuerde? El bar estaba lleno, a tope, con gente de pie por todas partes. Bastante trabajo tenía yo con ir de aquí para allá.

– ¿Te fijaste en ellos?

– Mujer, eso sí.

– ¿Los conocías?

– De vista. Sobre todo a Gustín. A él sí.

– ¿Y a las chicas?

– ¿Gabi y Solé? También. Venían a veces.

– ¿Hablabas con ellas?

– Bueno… -soltó un bufido al aire-, eran de las que no pasan desapercibidas. Sobre todo Gabi.

– De rompe y rasga.

– Sí. Aunque estaba tan loca como buena.

– ¿Y su amiga?

– Más normal, ya sabes, de esas que van un poco a la sombra de la que manda. Aquí la que se lo montaba era Gabi, y lo que sobraba…

– ¿Solé se llevaba las migajas?

– Puede decirse así.

– ¿Y eran amigas?

– Inseparables.

– ¿Viste cómo empezaban a hablar?

– No. De pronto estaban los seis juntos, las dos y ellos cuatro. Es todo lo que puedo decirte. Ni oí de qué hablaban, aunque se rieron mucho y fuerte, ni sé nada más, porque se marcharon al poco.

Un hombre que llevaba el periódico bajo el brazo ocupó una de las mesas libres. Se arrellanó en la silla de plástico y lo extendió ante sí. No lo buscó, ni le llamó. Fernando tampoco se lo tomó con prisas.

– ¿Sabes dónde vive Solé?

– No, ni idea.

– ¿Alguien que pueda decírmelo?

Hizo memoria menos de dos segundos. El hombre movió la cabeza buscándolo.

– Al final de esa calle, a unos cien metros, en la tintorería -indicó el camarero-. A uno de los que trabaja ahí lo había visto algunas veces por aquí con Gabi. Puede que él lo sepa.

– ¿Cómo se llama?

– Ni idea, pero es un guaperas. No tienes pérdida.

El hombre del periódico lo llamó.

– ¡Camarero!

– ¡Voy! -se puso en movimiento.

– Gracias -le dijo Carla.

Eso le hizo detenerse. Por primera vez le dirigió una mirada de simpatía, revestida con una sonrisa amigable y dulce.

– Suerte -le deseó.

Ocho

Elguaperas de la tintorería era uno de los dos dependientes que atendían en el mostrador. Y, desde luego, Fernando no se había equivocado. Era un chico de molde único, entre los veinte y los veintidós, cabello perfecto, color caoba, con leves ondas, nariz recta, labios muy marcados, ojos azules, mandíbula cuadrada con un ligero orificio en la barbilla, cuerpo atlético y cutis bronceado, a pesar de que el verano no había hecho más que empezar. Lo primero que pensó fue que no le gustaba, para nada. Pero de haberse topado con él en una fiesta, un bar o una discoteca, lo más seguro fuera que sus amigas le dijeran que era «el chico perfecto» para ella, como si los guapos tuvieran que ir con las guapas y los altos con las altas.