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Neruda, poeta sin intimidad, dije yo una vez. Pero el caso es que Neruda también habla mucho de sí mismo. El fenómeno es idéntico en Neruda, en Ramón y en tantos otros: la belleza congela todo lo que dicen, de modo que la emoción estética suplanta en el lector a la emoción humana.

No en vano las vanguardias son hijas naturales de Baudelaire, y han tomado de él el dandismo de decirlo todo cínicamente, pero de decirlo con tanta belleza que la estética sustituye al pudor burgués. «Hay que ser sublime sin interrupción -dice Baudelaire-, el dandi debe vivir y morir frente al espejo.» La escritura vanguardista quiere ser sublime sin interrupción, contra la vulgaridad del realismo decimonónico. El espejo baudeleriano congela la imagen de todos sus herederos, entre ellos Ramón. Ya hemos visto cómo la novela de Cocteau se le congela de belleza y por eso es una novela fingida.

De modo que Ramón se pasa la vida escribiendo de sí, y culmina esta confesión perpetua con su catedralicia Automoribundia, pero siempre nos deja la impresión de un pícnico extravertido que vive en sociedad, habla de los demás y de lo que le rodea y no tiene intimidad.

Y no es que no la tenga porque la exhiba, claro, sino porque lo que exhibe es una intimidad estética, prefabricada, de muñeca de cera y bolas de cristal, y, sobre todo, porque la más dolorosa confesión se la hiela inmediatamente la nieve de greguerías que nieva siempre sobre su prosa.

El tormento de este tipo de escritores confesionales es que no llegan a confesarse jamás. Hace pocos años di a leer a Ramón a un joven y patético escritor español, kafkiano. Yo siempre en mi vergonzoso misoneísmo ramoniano.

– Es apasionante -me dijo-. Pero me gusta más cuando se confiesa sencillamente que cuando está brillante.

El joven escritor ignoraba a Ramón, como es norma entre los jóvenes escritores españoles, mucho más preocupados de descubrir un último poeta mediocre y esnob de la cuenca del Amazonas. Y lo que más le llegó del ramonismo fue, naturalmente, lo que conectaba con su Kafka en carne viva: el Ramón tardío del Diario póstumo y las Páginas de mi vida y Nuevas páginas de mi vida. Tenía toda la razón el joven escritor kafkiano, desde el punto de vista de hoy. En esos libros finales, Ramón, convertido en monografía de sí mismo, atiende a los síntomas de su enfermedad, de la vejez y la muerte que le van habitando, cuenta la soledad de un viejo desterrado, pobre, triste. Y cuando no hace greguerías, llega a su alucinante precisión en lo pequeño, en lo minutísimo. Y se sabe que sólo lo diminuto y concreto despierta y comunica emoción verdadera.

Ramón no es un escritor sin intimidad, sino un escritor que inmediatamente hace una metáfora de su emoción más secreta. Y la publica. Hay que haber leído mucho a Ramón para pasar de la emoción estética a la emoción humana, para saber que aquel fabricante de belleza es un primitivo que está expresando en su lenguaje estético -el único que tiene- todo lo que le pasa. Porque el fondo de la cuestión está aquí: no en que Ramón tenga un lenguaje demasiado literario, sino en que no tiene otro.

Visto esto así, ya no es Ramón el ser millonario y superdotado que nos abruma con su riqueza de palabra e imágenes, sino el ser indigente que no tiene más que un dialecto -el de la belleza- para explicar el atardecer o el dolor de hígado. Ramón es un escritor dialectal -lo cual le subraya como primitivo-, puesto que sólo puede escribir de una forma, y esto se ve claro cuando trata de que hablen sus personajes, en el teatro o la novela, y todos se expresan en greguería, lo cual, aparte de irritación, produce angustia, ahogo, porque entonces comprendemos que el autor está confinado en sus tesoros y los arrastra como cadenas de oro, no puede deshacerse de ellos.

Todo estilo literario propio es un dialecto del idioma en que está hecho. Pero esto en Ramón llega a ser angustioso, ya digo. De ahí también el cansancio que comunica al lector no incondicional. Nada más contrario al tópico del Ramón proteico. Ramón es siempre el mismo y hace siempre lo mismo. Además de monográfico y monotemático, como hemos dicho, es monocorde y a veces monótono, y esa monotonía es su genialidad.

La genialidad es siempre una monotonía, un ser uno igual a sí mismo.

Cuando hemos comprendido esto, que Ramón no es un apóstol con la lengua de fuego sobre la cabeza, sino un tartamudo genial que de esa tartamudez hace su estilo egregio, es cuando abarcamos su riquísima limitación y entonces ya consideramos la intimidad y el drama de su vida como tal in-timidad y tal drama, con toda su problematicidad humana.

No es un esteticista, sino un hombre que está diciéndonos con su media lengua de trapo -de oro-, como un niño, todo lo terrible que le pasa. Ramón hizo una estética de su intimidad, como todos sus queridos dandis a los que tanto admiraba y biografiaba (con frustración de gordo, quizá), pero por debajo de eso está la intimidad y el drama del hombre que no sabe ni puede ni quiere expresarse sino mediante la estética.

En su Automoribundia y en sus citados libros tardíos nos da el drama del vivir, de la pobreza, de la soledad, de la vejez, y la expresión es más desnuda en la medida en que la edad le va transformando, le va agotando, y se vuelve lacónico como los enfermos. Pero hay casi siempre un sobredorado de belleza, un estofado de imágenes en todo lo que escribe. Lejos de mí considerar esto un adorno, pues sé que el adorno es la literatura misma, que no hay más literatura que la de adorno, porque para decir las cosas fundamentales y urgentes ya están los discursos de los políticos y los telegramas. El escritor llega a decir su verdad mediante la palabra certera e insólita, constituye su verdad o su dolor en la palabra, y no se le pueden exigir lugares comunes en nombre de la autenticidad. Su autenticidad es no ser común.

Ahora bien, ¿cómo es la intimidad y el drama de la vida de Ramón? Eso interesaría más en una biografía estricta. Ramón es un hombre de metal optimista, que se propone ser feliz y no entrar en el rito de los adultos. Todos los traumas y dramas de su intimidad nacen del encuentro de ese propósito con la realidad cerril -«el realismo que descalabra»- que le obliga a replegarse, a huir o a transformar la frustración en literatura. Al margen de familias, amores, éxitos y fracasos que él mismo ha contado mucho y que no son de este libro, él conflicto existencial de Ramón es que no le dejen ser feliz. ¿Es este el conflicto de cualquiera? No, porque la singularidad de Ramón es que él sí había nacido para ser feliz.

21. MINUCIA Y BAGATELA

Ortega lo diagnosticó certeramente al decir que Joyce, Proust y Ramón estaban descubriendo lo microscópico en literatura. Su hallazgo de la vida cotidiana lo hace Ramón muy sencillamente mediante su capacidad para la minucia. La greguería es la atomización del discurso y la entronización de la minucia. Proust había lentificado la literatura para siempre, parando el ritmo histérico de la acción que domina en Balzac. Proust, mirando el mar a través de un rosal, descubre el tiempo infinito que tarda un barco en lontananza en pasar de una rosa a otra. Esta imagen me parece tan representativa de Proust como la del té, o mucho más. La imagen del té nos da la dimensión de Proust hacia el pasado. La imagen del barco y la rosa nos da la dimensión de Proust viviendo el presente, su capacidad de lentificar el tiempo que está fluyendo. Se ha insistido mucho en el descubrimiento del pasado y la memoria por parte de Proust. Habría que señalar su otra dimensión magna, mucho más aprovechada por la literatura posterior: la facultad de parar el tiempo novelesco.

Joyce llena páginas y páginas para contarnos un solo día en la vida de Dublín y los dublineses. La novela moderna es un gran frenazo de trenes, un parón genial a la novela tradicional, en la que siempre tenían que estar pasando cosas. Después de los dos grandes nombres, vienen Musil, Faulkner y tantos otros, donde las cosas ocurren ya con infinita lentitud, o no ocurren nunca, porque, como dice Sartre de Faulkner, no le interesa la acción, sino la preparación y el recuerdo de la acción.