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El español necesita vivir en multitud, en olor de multitud, aunque sea olor de café, no porque sea extravertido, sino porque es introvertido hacia afuera, ya que lo que el español lleva siempre al café, a la tertulia, a la reunión, al cóctel, no son banalidades, como el francés o el inglés, sino cuestiones tremendas: la guerra, la honra, el alma, la muerte. O cuestiones tremendizadas, como los toros.

Y si no, ahí está ese español tipo, don Miguel de Unamuno, debatiendo en el café nada menos que la inmortalidad de su alma. El español no ya al café a solazarse, como el inglés al club, sino a jugarse la vida, la inmortalidad o el triunfo de su torero. Café ha sido la famosa cacharrería del Ateneo madrileño y café es casi todo para el español que se sienta -el clásico habló de «la cólera del español sentado»- a arreglar el mundo mientras toma café.

El escritor en su rincón de Pombo

Otro español-tipo, como Unamuno, pero todo lo contrario, es Ramón Gómez de la Serna, que no va al café a debatir cuestiones tremendas, pues sabemos que ha renunciado a ellas, pero sí a jugarse cada noche de sábado su genio y su figura en el café. Habló Oscar Wilde de hacer de la propia vida una obra de arte, como habló Baudelaire de ser sublime sin interrupción. Heredero de estas posturas románticas, romántico todavía en eso, Ramón tiene conciencia de su vida literaria, de lo literario de su vida, y el espejo baudeleriano ante el que quiere vivir y morir es el espejo de Pombo o el cuadro de Solana, que fue espejo eterno para todos los contertulios. El café, que ya hemos visto lo que supone para el español medio, es para el español egregio ese sitio donde encontrarse con su propia gloria, mejor que en la gacetilla fría de los periódicos. En el café cada uno ejerce de sí mismo y Ramón, después de haber demostrado en libros y artículos que era Ramón, tienen que demostrarlo en el café.

Otro ingenio al que hemos citado bastante en este libro, porque no está tan lejos de Ramón como ambos creían -y me refiero a Eugenio d'Ors-, repetía oralmente en el café su glosa del periódico de la mañana porque, como él decía: «Tengo conciencia de que no se me lee.»

En este país de cultura poco sólida y de prestigios sometidos periódicamente a iconoclastia, el hombre público necesita ir al café a tomar la temperatura de su fama. Cosas semejantes me parece haber escrito hace años en un libro sobre Valle-Inclán. Hemos dicho que el español no es extravertido, sino introvertido hacia afuera, ya que lo que hace es dejar las entrañas sobre el mármol del café, y de esto no se salva el hombre público, el hombre famoso, el escritor.

No es fácil imaginarse a un grupo de escritores ingleses o daneses dejando su vida, su talento y su obra en los cafés, como nuestro 98. Ramón, que tiene la atención de las vanguardias europeas y la expectación -a veces malévola- de España, necesita ir al viejo café de la calle de Carretas a igualar con la vida el pensamiento.

Para el hombre de la calle, el café es la más alta ocasión de lucimiento, quizá la única. Para el hombre famoso, el café es una corroboración necesaria en la vida española. Para Ramón y los escritores de su raza, dispuestos a hacer de su biografía una obra de arte, el café es el sitio donde coinciden vida y obra, porque el cuarto de trabajo o la alcoba de la amante son ámbitos mágicos, pero irreconciliables. El café es el ámbito donde vida y obra se encuentran delante de un espejo, delante de un pintor. Donde vida y obra se dan cita. Este me parece que es el sentido de Pombo en Ramón.

El Rastro es otro redondel que traza Ramón dentro del gran redondel madrileño. Otro mundo en el que salvarse. 

Hay dos dimensiones fundamentales del Rastro ramoniano, del Rastro visto por Ramón. El Rastro, mundo al que dedica uno de sus más hermosos y originales libros.

El Rastro, en primer lugar, es surrealismo en acto. Es aquello de Lautréamont, el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de operaciones. Los objetos cotidianos o insólitos, salvados de su contexto y ascendidos a categoría poética por ese mismo rescate. Seguramente Lautréamont formula su receta después de haber visto algo parecido en el mercado de las Pulgas u otro mercado parisino. Lo que Ramón tiene de surrealista -y ya hemos visto en el capítulo anterior que es mucho y poco-, encuentra en el Rastro la fascinación del mundo entendido de otra forma, el mundo de los negocios, el lujo y las costumbres ofreciendo una lectura insólita bajo la luz barriobajera de aquel Madrid.

El Rastro nos da realizadas todas las metáforas surrealistas. Todos los emparentamientos. Ramón no tuvo más que glosar eso. Así es como el Rastro nutre al Ramón debelador de lo insólito. Y luego está el debelador de lo cotidiano. El Rastro es cotidianidad extinguida, cotidianidad redimida, convertida en poesía o en nostalgia por la inutilidad y el tiempo. Habiendo visto el cementerio de cosas que es el Rastro, Ramón comprende mejor la utilidad e inutilidad de las cosas que aún están vigentes. Ve venir la cotidianidad en oleadas de catástrofe mansa, a despeñarse por la cuesta del Rastro, por la Ribera de Curtidores.

Finalmente, hay algo que ya hemos apuntado en uno de los primeros capítulos: Ramón, que odia y teme el mundo de los adultos, el rito, el negocio, la política, retoma todo eso ya caduco, en el Rastro.

Las ropas chapadas por las que se preguntaba Manrique, están aquí, en el Rastro. Ramón, que nunca ha creído en la seriedad de los negocios ni las políticas, encuentra en el Rastro la confirmación de su escepticismo. Todo para en chamarilería y compraventa. En uno de los primeros capítulos de su Automoribundia se dedica al juego delicioso de explicarnos que él era realmente adulto cuando niño, adulto por dentro, lleno de fe en las cosas de los adultos, lo que supone que luego ha dejado de serlo. «Qué caballero de Fornos era yo entonces», dice. A los siete años de edad o así. El niño que se soñó caballero de sombrero y barba, como todos los niños, con fe fanática en la madurez, no quiere ni cree luego nada de eso, se salva en la bagatela y la minucia, en el juego, en los primores de lo vulgar, que dijo Ortega del arte de Azorín.

Pero ese mundo no deseado tiene una última versión lírica cuando ha perdido vigencia. Le llega ya amansado a Ramón, viene a lamerle las manos de comprador y coleccionista en el Rastro. Las cosas ya no son hirientes ni agresivas ni representan nada ni sirven al rito, en el Rastro. Son otra cosa, son tiempo ardido, y ahí es donde Ramón se toma venganza lírica y pacífica del mundo ritualizado y agresivo. Si a Pombo va a saber que tiene razón entre los suyos, al Rastro va para saber que tiene razón frente a los otros, frente a todos los que no son los suyos: frente al mundo.

24. RAMÓN Y LO CURSI

El Rastro, que es la muerte y resurrección de la vida cotidiana, es también la apoteosis de lo cursi. Lo cursi, que luego se ha llamado camp, también por iniciativa de Susan Sontag, es la vida cotidiana endomingada.

Lo cursi es la mediocridad que se cree sublime. Cuenta Julián Marías que en los años cuarenta, a la vuelta de Ortega, fue con el maestro a visitar una sala de conferencias donde éste tenía que hablar aquella tarde. Se quedaron desolados por lo cursi del local, hasta que Ortega reaccionó diciendo:

– Bueno, lo cursi abriga.

La frase es de Ramón, buen amigo de Ortega, y está ampliamente desarrollada en su ensayo sobre lo cursi, publicado en Cruz y Raya. Hasta el punto de que es la tesis, pudiéramos decir, de dicho ensayo. Ramón ve lo cursi como la superación de lo cotidiano. Lo cursi es cursi porque es mediocridad trascendida o prevaricada. Y en el Rastro se ve bien lo cursi que somos, que hemos sido siempre, porque unos objetos, al perder función ganan poesía, pero otros, al perder poesía (lo que en su tiempo se consideró poesía), quedan sencillamente cursis.