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Ramón y Chaplin optan por la imaginación (Chaplin, además de eso, se haría comunista). Chaplin viene de la miseria directamente, ya lo sabemos, pero conoce la mediocridad de un hogar de cómicos pobres y borrachos. El que Ramón y Chaplin coincidan algunos años más tarde como miembros de un club internacional de humoristas, es la corroboración anecdótica de lo que venimos diciendo: ambos huyen de la sombra fría de un hogar pequeñoburgués sin más alternativas que la cursilería.

Es fácil emparentar a Ramón con Chaplin. Se ha hecho muchas veces de manera banal. De modo que huiremos de ese emparentamiento. Chaplin acertó a ser el dandi y el payaso, o mejor la frustración de un dandi y la frustración de un payaso en una sola frustración. Ramón intenta el payasismo, pero nos atreveríamos a decir que en todo payaso hay un dandi frustrado (ya lo dijimos al final del capítulo correspondiente), como toda cosa comprende su contrario. Ramón intenta lo insólito con varia fortuna, y la exasperación de lo insólito es en él el payasismo. Pero está, como una constante en su vida, el tirón de lo cotidiano, el encanto manso y dulce de la vida vulgar, que aprendió a observar de niño en los interiores pequeñoburgueses en que transcurrió su infancia. Ramón se libera del origen pequeñoburgués, y lo sublima, más que cuando huye hacia lo insólito cuando mete lo insólito en lo cotidiano, cuando canta la vida pequeña y fluyente de todos los días como sabemos que no es: con una precisión y una luz que sólo él podía darle.

29. SEÑORITO MADRILEÑO

Del origen pequeñoburgués le viene a Ramón su distintivo incorregible de señorito madrileño. Hemos repasado lo que en Ramón hay de bohemio, de vagabundo de la ciudad, de anarquista y noctámbulo, y quizá todo eso se resumiría peyorativamente en una sola palabra: señoritismo. Que para mí no es peyorativa en este caso. Dijo José Antonio Primo de Rivera, cuando nacía el fascismo español, que «el señorito es la degeneración del señor». Pura demagogia, porque ellos iban a hacer una contrarrevolución de señoritos.

Ramón es señorito madrileño, ese señorito sin posibles, de origen burgués o pequeñoburgués, que renuncia a los mermados privilegios de clase, pero tampoco llega a militar en ninguna guerra contra los señoritos. Ramón, sencillamente, gusta de pasear al sol de Madrid, limpiarse los zapatos en los limpiabotas, «que es una cosa muy de domingo», como dijo otro escritor, tomar vermuts y aperitivos, cenar toda su vida fuera de casa, andar mucho de cafés, ser amigo de todos los buenos taberneros de la ciudad y de algunas cómicas, ir a los toros siempre que hay toros y al teatro, a reventar estrenos, siempre que hay un estreno.

Aunque este libro no es para nada una biografía, no quisiera que quedase sólo en él el análisis del escritor y sus razones, la inevitable estilización ensayística de su figura, descuidando lo que Ramón tenía, claro, de señor corriente, muy referido siempre a los usos y costumbres de su clase social, por más que en buena medida fuese un desclasado sin violencia, un tránsfuga de lo cotidiano a lo insólito.

El señoritismo madrileño es una cosa que ahora va desapareciendo por cuanto los señoritos se han vuelto cosmopolitas y ya casi nunca están en Madrid, mientras que los horteras han ascendido a la condición real o fingida de señoritos. Pero en los tiempos de Ramón el señorito estaba todo el día dando vueltas por la ciudad, entre el café y el Casino, entre el juego y el lupanar. El que nacía señorito, era señorito para toda la vida, y se moría de viejo y de señorito. Acertaban los abrecoches y las floristas llamando señorito al señor de ochenta años, porque lo que le tenía en pie era un señoritismo bien o mal llevado.

Había alguien que, por razones políticas o sociales, se hacía llamar señor, pero a todos les iba mejor lo de señorito, porque el diminutivo implica como una cierta juvenilidad ociosa, y realmente aquellos hombres vivían en diminutivo, vivían en petimetres, en pisaverdes, hasta la muerte longeva. El señorito no es la degeneración del señor, sino el que no ha querido llegar nunca a señor, el que ha preferido quedarse toda la vida de señorito, sin hacer nada, gastando el dinero de papá y bebiéndose su coñac.

Nada de esto va por Ramón, naturalmente, en cuanto que es un hombre que en seguida empieza a trabajar en lo suyo, y no presenta ningún odioso rasgo de prepotencia de clase en su trato con el pueblo de Madrid.

Para interpretar aproximadamente y vagamente definir a Ramón como escritor estoy escribiendo este libro. Para definirle como hombre me bastaría con dos palabras: señorito madrileño. Si Ramón no hubiese escrito lo que escribió, nos quedaría de él un señorito madrileño que usa capa en invierno y sombrero de paja en verano. Ramón vive hasta muy tarde del dinero de su padre, pues el periodismo de colaboración que él hace, por entonces no se pagaba a los noveles, y menos un periodismo tan literario y de lujo.

Pasa mucho tiempo hasta que Ramón empieza a vivir de lo que escribe. Pero, aparte este parasitismo económico, tan característico del señorito, Ramón no pierde nunca ese aire ocioso del madrileño de clase media que no tiene nada que hacer. Lo suyo, quizá, todo lo suyo, visto a esta luz, no es sino un señoritismo sublimado, como al fin y al cabo es lo de Proust.

Señoritos que se propusieron el señoritismo como proyectos de vida. Y menos mal que Ramón tiene algo popular y ancho en su facunda humanidad, que con un poco más de dandismo habría quedado señorito en absoluto. Pensemos, a la luz de esta idea, que toda su obra nace del ocio, de la observación del paseo, de los dones del que no tiene nada que hacer o se ha propuesto no hacer nada. Entender este capítulo que estoy escribiendo como peyorativo sería malentenderlo. Aplicarle ahora a Proust, por ejemplo, una mística del trabajo, quedaría cómico. Pero creo que he insistido bastante, a lo largo de estas páginas, y quizá seguiré insistiendo, en el carácter lúdico y hedonista de la obra de Ramón. Esto nace de su voluntario o involuntario proyecto de felicidad, pero nace, más sencillamente, si le aplicamos una especie de interpretación materialista de la Historia, de que Ramón no tiene nada que hacer.

Su musa es el ocio. Ramón es ocioso. Su encanto es el ocio, ahora lo comprendemos. Se propuso siempre jugar, creo que he dicho. Pero la forma de circunferencia que da a su vida no es sino la forma del ocio. El atractivo último o primero de todo lo que escribe está en que nos viene de un fondo de ocio. Es el tío que no está haciendo nada, que pierde el tiempo con las musarañas, y a las musarañas les llama greguerías.

Señorito madrileño, escribe mucho más de los quehaceres ociosos que de los otros, no sólo porque se ha marginado de las estructuras sociales, sino porque sabe que la verdad del hombre está más en el juego voluntario que en el trabajo impuesto.

Parásito como Baudelaire, que tenía una renta, Ramón, incluso cuando tiene que pasarse la noche escribiendo para ganar unos duros, no pierde nunca el aire señorito del que vive Madrid como una fiesta. En el capítulo «Madrid» he dicho que Ramón no hace madrileñismo ni costumbrismo ni localismo ni casticismo, porque su hallazgo es más profundo, es el hallazgo de lo cotidiano universal. Tampoco en su vida diaria condesciende Ramón a ninguna de esas cosas, pero no deja de haber en él un beber los vientos de la calle con alegría y ocio de señorito.