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Ramón, cuyos libros nunca se vendieron mucho, llega a mayor popularidad gracias al periódico y también a la radio, aparte su actividad literaria personal, lo que hemos definido como payasismo. Se ha dicho que Ortega educó a varias generaciones de españoles. Ramón también educa la sensibilidad estética de varias generaciones con sus greguerías y sus artículos. Enseña a mirar y ver la realidad de otra forma.

Si encuentra que en la sección de anuncios del periódico se venden y compran muchos pianos verticales, eso le sirve para hacer un delicioso artículo sobre la clase media filarmónica, tema que viene a dar en el tan querido por él de lo cursi. Hace costumbrismo, sí, pero un costumbrismo lírico, trascendido siempre por el lenguaje y el sentido literario, que nada tiene que ver con los costumbristas.

Perseguidor como es de la vida cotidiana en sus mil matices reveladores, el periódico, con su conglomerado de anuncios, pequeñas noticias y variados sucesos se le ofrece como una ventana desde la que observar y glosar la calle, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.

Ramón no hace sino exacerbar en el periodismo su sensibilidad particular para obtener el tiempo en estado puro, tal y como se encuentra en la vida cotidiana. (El tiempo en estado puro era lo único que quería encontrar Proust.) Ramón colabora en El Sol y en otros periódicos y revistas de la época, protegido por Ortega y por Urgoiti. Nunca dejó de escribir en la prensa española y americana. El Arriba madrileño publicaba dominicalmente sus greguerías ilustradas con fotos insólitas y surrealistas, hasta que un director excesivamente falangista le escribió a Buenos Aires que más greguerías no. Ramón le contestó: «Greguerías hasta la muerte.» Y siguió publicándolas en ABC, también dominicalmente, bien ilustradas con dibujos. Hasta la muerte, efectivamente.

32. LA AVENTURA AMERICANA

Hemos visto en el capítulo anterior lo que Ramón aporta al periodismo: literatura. Pudiéramos considerar, a la inversa, lo que la literatura de Ramón tiene de periodística. Y es, ya lo hemos dicho en otro capítulo, lo que Ramón tiene de cronista. Cronista del tiempo y cronista de su tiempo.

Cronista del tiempo, como Proust, como Azorín en España, porque el tiempo es lo único que realmente le importa y emociona, como a todo lírico. La emoción que no sea afectiva, dramática, visceral, es emoción del tiempo. La pura emoción poética y la poesía pura puede que no sean sino la emoción del tiempo. Y cronista de su tiempo, Ramón, porque, como ya hemos visto, está atento a todo lo que pasa en su época, desde los ismos hasta las modas femeninas, desde los sucesos hasta la calle, y, por supuesto, la fisonomía per-sonal e intrapersonal de casi todos sus contemporáneos, que le lleva, en último extremo, a una especie de industrialización de la biografía y el retrato literario.

Pero cronista de su tiempo, sobre todo -escritor de época le hemos llamado-, porque acierta a darnos el sabor y el perfume de unos años, la luz de unos días, sin demasiadas referencias a lo anecdótico periodístico, sino mediante una sutil combinación temporalidad/intemporalidad que quizá sea la clave última de todo su estilo.

El periodismo, en fin, es lo que permite a Ramón consolidar su aventura americana. Ramón va a América en 1931, por primera vez, y ya en este viaje, que hace como conferenciante, conoce a Luisa Sofovich, judía, que será su mujer y sobre la qué tanto escribió. Ramón se aficiona a la Argentina y a otros países americanos, como Chile. En 1936, estando sentado en un café de la madrileña calle de Alcalá, ve pasar a un viejo bohemio literario y frustrado, que se ha cruzado de cartucheras y escopetas, y entonces comprende que hay que irse y vuelve a América.

Ramón, carente del instinto político hasta extremos alarmantes, sólo visualiza la inminencia de la guerra cuando ve al viejo bohemio armado y amenazador. Necesita una imagen, como siempre, para hacerse una idea de las ideas, y la imagen se la da aquel energúmeno. (Sobraron muchos por Madrid, falseando y perjudicando la imagen de la República.) Ramón vuelve a Buenos Aires con su mujer y ya se quedaría allí hasta la muerte, salvo una visita fugaz a Madrid, en los años cuarenta, en la que le rinde homenaje la intelectualidad franquista. (Qué difícil que un apolítico no acabe en poder de la derecha.)

Dibujo de Rivero Gil para la primera edición (1932) de Policéfalo y señora

En Buenos Aires le visita su viejo amigo Pitigrilli, compañero de la aventura vanguardista y humorística de los felices veinte en Europa. Allí se le ve por las esquinas de la ciudad, diciendo a los que se encuentra y le preguntan qué hace:

– Aquí, esperando mi cáncer.

El cáncer le llegaría en 1963. Escribe un ensayo sobre el tango, un libro de artículos que se titula Explicación de Buenos Aires y una novela ambientada en el suburbio cosmopolita de la gran ciudad, suburbio tramado por el cruce de razas. Es una de sus mejores novelas. Colabora en La Nación de Buenos Aires casi de toda la vida. Ramón tiene en Argentina dos hermanos literarios: Macedonio Fernández y Oliverio Girondo. Con ambos mantiene amistad y co-rrespondencia durante mucho tiempo. En su piso de Buenos Aires escribe de todo, incluso solapas para libros, y en su Automoribundia hay un capítulo magistral dedicado a su profesión de solapista, que, según él, le emparenta con las costureras que hacen solapas a las chaquetas. Él se las hace a los libros.

Un escritor genial, uno de los primeros del siglo en lengua castellana, se gana la vida humildemente, trabajosamente, haciendo solapas de libros, ya muy entrado en la edad y en la gloria, pero en lugar de dramatizar con esto, escribe una prosa entrañable y emocionante sobre la humildad de su menester. Aquí sí que asoma el dandismo, por debajo del payasismo.

En su piso de Buenos Aires, como en los de Madrid, tiene Ramón lo que él llama su estampario, que es una colección impresionante de fotos, grabados, postales e imágenes recortados de todas partes, y con los cuales gustaba de empapelar sus casas, incluidos el techo y las puertas. Sobre el estampario -cuyos restos yo he visitado en el olvidado Museo de Ramón que hay en la Plaza Mayor de Madrid, en las oficinas municipales-, también escribe Ramón páginas admirables, de las que deducimos una vez más que el mundo, para él, tiene que entrar por los ojos, que sólo entiende las ideas mediante imágenes y que es un primitivo y, por lo tanto, como los primitivos y los niños, un animista.

Sobre el animismo de Ramón escribiremos algo a propósito de las greguerías, más adelante.

Si la aventura europea fue para Ramón ocasión de gloria, apogeo de las vanguardias y ensanchamiento de su óptica de escritor, la aventura americana complementa eso en su primera etapa, y se convierte luego en confinamiento, a raíz de la guerra española, cuando Ramón es ya un exiliado voluntario.

He escrito alguna vez que el exilio seca al escritor, o lo paraliza o lo transforma. Hay escritores que, trasplantados de su origen, no vuelven a escribir. Hay escritores que se adaptan, se transforman y se convierten en un híbrido más o menos afortunado. Y hay, finalmente, escritores que se paran en la hora de su exilio, se convierten en la mujer de Lot, se repiten a sí mismos interminablemente, por cuanto la lengua es una cosa viva y ellos han de escribir en la lengua ya muerta que es la de su partida.

Esto último cuenta igualmente para el que emigra a un país de su misma lengua, como es el caso de Ramón, porque el castellano que se habla en Argentina, y concretamente el porteño, poco tiene que ver con el castellano de Madrid.