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Aparte la identificación profunda que se consigue cuando uno ha suscitado su subconsciente y le ha hecho irrumpir con una imagen que jamás habría dado el consciente, Ramón escribe y escribe porque, como acabamos de decir con palabras de Huizinga, el juego es una actividad libre, quizá la única, y para Ramón escribir es jugar, y jugar es sentirse libre. Realiza así su libertad, que presiente amenazada por la vida, por los otros, por la civilización, por el rito.

Hay que tener en cuenta su necesidad biográfica de escribir para comer, pero sólo decide ganarse la vida escribiendo el que además, con eso, se gana otra cosa: se gana a sí mismo. Ramón, que evoluciona difícilmente del anarquismo vital o literario de juventud hacia un conservadurismo de ex vanguardista viejo y arruinado, Ramón, que es siempre de una indigencia absoluta a la hora de teorizar todo esto, está, quizá sin saberlo, realizando su libertad indeclinable cuando juega, cuando escribe, o sea constantemente. No creo que le costase escribir. Sólo escribe tanto el que escribe fácil. Facilidad y fecundidad hacen de su escritura una fornicación gozosa y constante con el universo. Copula con las cosas y éstas le dan otras cosas y le dan, sobre todo, el fruto lúcido de las cosas, que es la imagen (y no el símbolo, como se ha pretendido durante siglos).

Azorín, al que en cierto modo hemos emparentado aquí con Ramón, se hace un día esta pregunta cursi e ingenua: «¿Tienen alma las cosas?» Ramón, mucho más puro, humorista y primitivo, ha decidido ya de entrada que las cosas tienen alma, ánima -hablaremos ahora de su animismo-, y esta decisión, este tratar a las cosas como si estuvieran vivas, sabiendo que no lo están, es toda la clave de su humorismo y su lirismo, porque Ramón no mantiene con las cosas el comercio fetichista de Azorín, sino el comercio irónico del payaso (payaso esencial Ramón) con su silla, cuando finge ante los niños del circo que la silla está viva y se mueve y le hace jugarretas. Y sólo porque él finge que la silla está viva, la silla lo está. Este número del payaso es toda la literatura de Ramón, su prodigioso comercio con el universo de las cosas, lo que le hace caer y recaer en la cantidad, en el mucho escribir, porque las cosas le sonríen como dijo el poeta francés que «los líquidos sonríen a los niños».

34. ANIMISMO Y GREGUERÍA

He ahí la profunda docencia del payaso, el hombre que hace ver a los niños que las sillas están vivas y no lo están, que con lo que él tropieza no es con su silla, sino con su propia imaginación. Como el hombre durante toda la vida.

Según la psiquiatría infantil, el niño, hasta los cinco años, funciona mediante el pensamiento mágico. Para él, la piedra se cae porque está cansada y la pelota se esconde por propia voluntad debajo del armario. El niño es animista. El niño ve las cosas como animadas, dotadas de ánima y de ánimo. En el circo, el niño aprende quizá que no, que las sillas no dan patadas a los payasos, sino que es el payaso -el hombre- el que se enreda siempre en su propia fantasía.

Es posible que los niños salgan del circo sin saber ya nunca si las sillas se mueven o no. Es una duda que la humanidad no ha resuelto. A las sillas, al mundo, los mueve nuestra fantasía. ¿No es el tiempo una fantasía de la humanidad? Pero a ver con qué fantasías se explica la fantasía. Ramón Gómez de la Serna funciona, como los niños y como los primitivos, mediante el pensamiento mágico y el animismo. Ha decidido de entrada, como tenemos dicho, que las sillas se mueven, que todas las cosas viven por sí solas, por sí mismas.

La greguería es un animismo; confiere ánima a las cosas. Ramón entre las cosas del Rastro

Pero Ramón sabe, como el payaso, que si la silla le da patadas es porque él ha hecho vivir a la silla. Hace como que lo sabe o hace como que no lo sabe, según el caso, y de ahí la raíz humorística, circense, payasística, de toda su obra. Ramón humorista. ¿Dónde está el humorismo de Ramón, aparte su enfrentamiento plácido a la vida? En el equívoco permanente en que ha decidido vivir, no aclarándonos nunca si realmente cree o no cree que las cosas viven, como él las hace vivir en cada greguería.

Ramón define la greguería como poesía más humor, y la definición es un tanto insuficiente, como toda teorización ramoniana. Lo que hace Ramón, en cada greguería, es darle una patada cariñosa a las cosas -a la cosa de que se trate-, y persuadirnos de que la cosa le ha dado la patada a él. Es el suyo un animismo irónico, naturalmente, de hombre moderno, posbaudeleriano. La greguería, que es lo que ha popularizado a Ramón, no es lo que a mí más me gusta de su escritura, porque la greguería, en su aislamiento, en su brevedad, corre el peligro de mecanización, de funcionar por resorte, que es lo que de hecho le ocurre muchas veces. Más importante es la greguería general, diluida o encadenada, que supone todo un libro de Ramón, cualquiera de sus libros. La greguería informa y nutre su estilo, su poética, pero la greguería aislada puede dar en muchas ocasiones esa sensación de resorte automático que llega a hacerla fatigante. No se pueden leer muchas greguerías seguidas como no se pueden leer veinte sonetos de golpe. El automatismo del género, que en principio deslumbra, en seguida fatiga. Pero la greguería, en todo caso, es el núcleo, el átomo del estilo ramoniano, y por eso no tenemos más remedio ni más gozo -que es mucho- que estudiar la poética de Ramón en la greguería, a partir de ella y sólo en ella, pues que, por otra parte, y como ya hemos dejado escrito, Ramón, mediante la greguería, destruye el discurso literario.

Ramón, que escribió Los medios seres, es un caso límite de medio ser literario, de escritor exclusivamente plástico, de pensamiento figurativo, absolutamente negado para otro tipo de pensamiento moral o abstracto, como se ve en sus frecuentes e indigentes teorizaciones. Esta limitación es su grandeza, es lo que le hace un raro, un ser aparte, un escritor impar. En nadie se ha dado tan radicalmente la mutilación de una mitad del pensamiento. Ramón, cuando la vida le obliga a pensar como veremos en sus Diarios últimos, cae inevitablemente en el conservadurismo y la reacción religiosa y social, no por ninguna clase de oportunismo -le fue mal con todos-, sino porque la indigencia de su pensamiento abstracto se acoge sin remedio a los grandes y pequeños tópicos de la derecha. Es un primitivo obligado a pensar el mundo moderno, y naturalmente se equivoca y no lo entiende, incurriendo en un anticomunismo ingenuo, por ejemplo, y otros males peores, como su antiexistencialismo sencillamente ignorante. Medio ser absoluto, pues, que sólo se mueve mediante imágenes, esta es su pureza y su grandeza.

Quiso descubrir el Museo de noche, a la luz de un farol, y esto, aunque tiene un precedente en cierta exposición surrealista que había que visitar con linterna, nos revela la dirección del pensamiento ramoniano, que no va a teorizar y hacerse una idea general del Museo, sino a fragmentarle en iluminaciones instantáneas, en greguerías visuales.

Las greguerías, con ser infinitas, pueden clasificarse en unos cuantos apartados: greguerías de la intuición, greguerías de la observación, greguerías del ingenio. Ya hemos visto, como principio general, que a todas las informa el animismo, un animismo irónico que no nos deja saber definitivamente si las cosas tienen ánima o no la tienen.

El mejor Ramón está, naturalmente, en las greguerías de la intuición, aunque el más celebrado sea el de las greguerías del ingenio, que suelen ser las más visuales y mecánicas. He aquí una greguería del ingenio: «Qué ágil un esqueleto si cogiese una bicicleta por su cuenta.» Ramón, con su fabulosa e incesante capacidad de asociación plástica, ha establecido la equivalencia entre el esquematismo del esqueleto y el de la bicicleta, ha visto lo que el esqueleto tiene de bicicleta interior del hombre, lo que el hombre tiene de bicicleta -aquí el humor-, y a la inversa ha visto que la bicicleta es esquelética.