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Ramón cuenta una vez que si le obligasen a establecer equivalencias entre un reloj y una regadera, en seguida diría que por la regadera salen los minutos del agua. Es el viejo juego de lo uno en lo otro, tan practicado por los surrealistas. Otra greguería del ingenio que emparenta la pequeñez y frecuencia de los minutos con las gotas de agua, con la lluvia de la regadera. Veamos una greguería costumbrista: «Las almas de los sablistas muertos flotan en la Puerta del Sol.» Esta es una buena greguería de la intuición, tocada de costumbrismo madrileño. A principios del siglo, los sablistas, los que vivían de pedir dinero a los demás, estaban todos en la Puerta del Sol, que es donde podía uno encontrarse a todo el mundo. Por esa fijeza del sablista en su lugar de trabajo -o de presa-, Ramón deduce poéticamente que el alma del sablista, cuando el sablista muere, se queda flotando en dicha plaza. Por otra parte, la greguería alude claramente a lo que el sablista, aun de vivo, tiene de alma en pena, de alma errante. Los que flotan por la Puerta del Sol, ya como almas, espiritualizados por la escasez y el hambre, son los sablistas vivos.

Esta greguería, que nace de una poderosa intuición, es también greguería de la observación, en lo que comporta de costumbrismo trascendido, poetizado, como ya hemos escrito anteriormente que Ramón trasciende siempre el cos- tumbrismo. Otra greguería: «La araña es la zurcidora del aire.» El plasticismo de Ramón, la subconsciencia en él de la vida cotidiana -la zurcidora- y la intuición poética que supone zurcir el aire -el aire como tejido-, dan toda su riqueza a esta greguería. Vemos, pues, que intuición, observación e ingenio se conglomeran con frecuencia en una sola greguería. La greguería no es sólo poesía más humor, como él simplificaba. La araña convertida en zurcidora es ya una araña con ánima, humanizada. El greguerismo y el ramonismo son siempre un animismo, el animismo de un primitivo posbaudeleriano, paradójico, y por lo tanto irónico. Ramón toca cada cosa en una greguería y la deja moviéndose. Nunca sabremos si la cosa tiene vida o no, si la silla le da pataditas o se las da él a la silla, al mundo. Nunca nos lo dirá. Es humorista hasta las últimas consecuencias.

35. RAMÓN TARDÍO

Los últimos libros de Ramón, escritos en Buenos Aires, son el ya citado sobre Dalí, que queda interrumpido por la muerte, Páginas de mi vida y Nuevas páginas de mi vida. El autor se proponía escribir un libro titulado Lo que no conté en la Automoribundia, y otro posterior: Lo que no conté en «Lo que no conté en la Automoribundia».

En Páginas de mi vida y Nuevas páginas de mi vida encontramos ya una especie de diario íntimo donde el autor va glosando su vejez, su enfermedad, su destrucción, y aquí sí que el patetismo empieza ya a ganar a la estética, pues aunque él escribe con la técnica y el estilo de siempre, la fuerza inmediata del dolor se comunica inevitablemente.

Claro que Ramón alterna estas autoglosas con greguerías que tienen la luz optimista de siempre. A Ramón, ya de viejo, le confina la vida en su género único y verdadero, que es la introspección (aunque esa introspección la haga siempre mediante imágenes, y cuando la hace de otra forma, fracasa). Así, llega a iluminarse interiormente a linternazos de imágenes, como iluminó aquella noche el Museo del Prado.

Se ha convertido en un escritor viejo, asustado, desterrado, con poco dinero y mucho trabajo, aprensivo y enfermo. Su proyecto de felicidad ha fracasado en lo gris. Su literatura pura tiene poco interés en un mundo muy politizado. Las vanguardias optimistas de principios de siglo están muy lejos.

Pitigrilli, compañero juvenil de audacias, le visita una vez -ya lo hemos dicho-, y queda entre ambos como una sombra, como un vacío, como una duda. Pitigrilli, Dino Segre, ha triunfado por una vía mondaine y burguesa. Ramón ni eso. Se mantiene más puro y más pobre. Equivocado respecto del mundo, como lo estuvo siempre, sólo que antes su equivocación valía más que el mundo mismo. Y ahora ya no.

Ramón es humorista hasta la muerte, pero la vida cotidiana se le acidula y el mundo insólito se le fatiga. Sus libros últimos se van llenando de una gracia negativa y crítica, de una ironía a veces negra, aparte los desahogos ingenuos contra la política o a favor de la religión.

En 1972 se publica en España, como Diario póstumo de Ramón, un libro cuyas últimas anotaciones son de 1956. Parece que se trataba de dos Diarios (escritos, como ya hemos dicho, en los grandes libros Diarios de la contabilidad). El primero de ellos lo destruyó Ramón en gran parte por toda clase de prejuicios y miedos: religiosos, políticos, familiares. El segundo lo mutila su mujer, Luisa Sofovich, por ser demasiado Diario, demasiado íntimo, demasiado auténtico.

Desarbolados estos libros de su contenido confidencial, nos queda poco más que una serie de greguerías, que quizá Ramón utilizó como punto y aparte en su Diario. Pero no deja de transparecer por eso la amargura y el desencanto que informa ya la prosa del escritor. Su proyecto de felicidad sencilla o vida insólita, proyecto doble y nunca resuelto ni armonizado, está ya lejos.

Ramón, con la misma técnica literaria de siempre, nos da ahora las equivalencias tétricas entre las cosas. Contrasta el tono de estos últimos libros ramonianos con el de sus colaboraciones de prensa de la misma época, pues sin duda mantenía en el trabajo público la inercia y la imagen del hombre que trabaja y juega, mientras que se desahogaba en los Diarios íntimos. Aparte de colaboraciones de prensa, yo no conozco casi nada de lo que escribiera Ramón entre 1956 -última anotación de lo que se ha llamado su Diario póstumo- y 1963, fecha de su muerte. Son siete u ocho años en blanco, al menos para mí.

Nos habla Ramón de sus enfermedades y de las medicinas que toma. Nos habla del cáncer como una fácil premonición, cuando aún no tenía síntomas de él. «Mientras, cada cual está cuidando su cáncer, mimándole, llevándole al teatro, dándole pan…» El cáncer, que en sí es una cosa viva, sinies-tramente viva, queda aquí animizado por Ramón, convertido en un animal maligno que cuidamos inocentemente.

Fiel a la greguería, aún escribe algunas que son puro juego verbaclass="underline" «Catalejo: aparato para ver un conejo.» Habla mucho de su mujer, en estos libros, y casi siempre con cariño, pero luego hay otras observaciones sobre la mujer en general que son negativas, lo que hace suponer que algunos fragmentos del Diario los arrancó la mano de la venganza. En todo caso, la mujer-metáfora se ha venido abajo. La mujer es ya un ser usual, como en Laforgue, que acompaña, ayuda, traiciona y, como cualquier otro ser con el que se conviva, nos recuerda la muerte, pues nuestra propia muerte siempre se hace más evidente en el espejo de otra cara.

Ramón habla a veces de tiros en la noche, reflejando vagamente el Buenos Aires del peronismo. Una variante que ensaya mucho, inspirado sin duda por la especial característica de los libros en que escribe, es la contabilidad poética: «Esperanzas perdidas, 2.000.000 de pesos. Esperanzas nuevas, 10.000 pesos.» Habla bastante de Dios, metido y comprometido en un pietismo absurdo de viejo con miedo a la muerte. Recuerda libremente cosas de la infancia, como el palentino Cristo del Otero. De pronto se le estropea la pluma con que está trabajando y así lo anota. Habla mucho de las plumas, en un volverse sobre sí mismo que es muy ramoniano y singular. Es como si el pintor pintase el pincel con que está pintando. Nos describe cómo es cada pluma, las dificultades que tienen. Y suelta tacos que sin duda abundaban más en el original, y que nos devuelven al madrileño malhablado: «Las plumas son unas hijas de puta.»