– Sinceramente -dijo Ella-, he estado celosa desde que lo oí por primera vez.
– ¿De verdad? -inquirió él, con alegría.
– Por supuesto. ¿Aún la ves?
– Sí -confesó él-. Aún la veo -pero al percatarse de que ella se ponía tensa-¿Te molesta el hecho de que a pesar de todo mi amor y adoración por ti, me alegre hablar con mi tía cuando me llama?
– Tu tía… ¡Malvado! -explotó Ella mientras sentía un inmenso alivio-. ¡Tú, lindo perverso!
– Te amo -susurró él, besándola ligeramente en los labios-. Perdóname, mi amor, pero también ha sido muy duro para mí.
– ¿Cómo es eso?
– Es horrible pasar lo que he pasado; por un momento pensaba que había visto amor en tus ojos y al siguiente, la agonía de la duda. Tener el temor de que descubrieras mi secreto y no te importara, de que me hirieras y me abandonaras. Y aun cuando pudiera estar seguro de que no te interesaba, no estaba dispuesto a perderte -él se tocó los labios y luego los de ella-. Te amo tanto, Arabella, que cuando mi tía me llamó para anunciar que al fin iba a ser hospitalizada, empecé a hacer planes para llevarte conmigo a Budapest, con la esperanza de retrasar tu viaje unas semanas más.
– Tú… -dijo ella sorprendida-. Tu tía, ¿está bien?
– Las radiografías revelaron que sólo se había roto la cadera y que aunque requiere una operación, ésta es sencilla.
– ¿La irás a ver ahora?
– Esta tarde -dijo él-. Estará en la sala de operaciones en una hora, así que no tiene objeto ir en este momento. No pensaba decírtelo.
– ¿Estabas planeando llevarme a Budapest para retrasar después mi viaje por unas semanas?
– Pensaba demorar tu salida de Budapest por cuanto tiempo fuera posible -admitió él-. Vine a buscarte -continuó después, Y al sentir su mano aumentar la presión sobre la suya, ella se dio cuenta de que Zoltán estaba volviendo a vivir la terrible experiencia en el lago-. No sé ni cómo es que llegué a la orilla, pero cuando no te encontré en tu habitación y Oszvald me dijo que no le pediste prestada su bicicleta, que estuvo trabajando en el bote, pero lo había abandonado al darse cuenta de la tormenta que se acercaba, fui a la orilla como por instinto. ¡Gracias a Dios que lo hice!-¡exclamó él con alivio-. Cuando pusiste el pie en la orilla, supe que no podía soportarlo más.
Ella recordó entonces el ¡No lo soporto más!, que él había exclamado en esa ocasión.
– Me ordenaste tomar un baño caliente y bajar aquí en media hora.
– Yo mismo subí a mi habitación y al cambiarme de ropa, lo supe todo.
– ¿Qué fue eso?
– Estaba evocando la pesadilla de la tormenta, el velero y cómo, cuando te encontraste a salvo, me abrazaste.
– ¿Entonces adivinaste que sentía algo por ti?
– No es eso -dijo él-. Estabas muy asustada. Pensé que en ese estado habrías abrazado a cualquier otro hombre que te hubiera salvado. Pero entonces recordé que también me dijiste que temías no volver a verme nunca. Y mientras que todo lo demás podía deberse a tu nerviosismo, de pronto me di cuenta de que tú estabas consciente y de que yo no era cualquier hombre a quien pudieras estar abrazando, sino a mí. Tú pronunciaste mi nombre y me abrazaste a mí, como si en verdad pensaras que jamás volverías a verme.
– Descubriste mi secreto.
– Casi sufro un paro cardíaco. ¿Acaso quería decir eso, lo que me imaginaba? Pensé que tenía que averiguarlo. Todo o nada, esa era la interrogante. Y si me tocaba nada, de alguna manera tendría que encontrar el valor para mandarte de vuelta a Inglaterra.
– ¡Mi amor! -exclamó ella mientras él se deleitaba con el sonido de esas dulces palabras en labios de la joven-. Entonces, la estrechó entre sus brazos-. No te he dado las gracias por salvar mi vida -dijo ella abrazándolo a su vez.
– No hay por qué -murmuró él-, se trataba de mi propia vida. ¿No sabes acaso que no hay vida para mí, sin ti?
– Mi querido Zoltán -suspiró ella, abrazándolo por unos minutos más-. ¿Me hubieras enviado de regreso a Inglaterra sin terminar mi cuadro?
– ¿Sin terminar? -preguntó él con una deliciosa sonrisa-. Mi amor, ya está hecho.
– ¿Cómo?
– Está terminado desde hace mucho tiempo.
– ¡Pero nunca me lo has mostrado! ¡Muchas veces tuve que controlar mi curiosidad para no tener que pedirte que me dejaras verlo!
– ¡Y yo que pensé que no te importaba!
– No quise ser como las otras modelos… -no terminó la frase, pues algo llegó a su mente-. ¿A todas tus modelos les das masaje en los hombros?
– Sólo a ti, mi amor -contestó él con una amplia sonrisa. Entonces se puso de pie, levantándola consigo-. Para cuando llegaste a Hungría, había hecho tantos estudios de ti y de tu fotografía, que pude haberte pintado de memoria -confesó él, mirándola con amor-. Lo que explica un poco por qué terminé tu cuadro mucho antes de lo que yo deseaba hacerlo.
– ¡Tú trabajabas en un paisaje mientras me mirabas posar para ti, todos los días!
– ¿Acaso es pecado el que me guste deleitarme con tu presencia por el puro gusto de hacerlo?
– Te amo -fue lo único que Ella pudo decir.
– Mi amor -murmuró él, besándola para encaminarse con ella hacia la estancia-. Arabella, cuando pensé que debía dejarte ir, traje tu cuadro para entregártelo… Aquí está, esperándole -le dijo y se dirigió hacia la parte posterior del pequeño sofá, donde se inclinó para recoger algo.
Ella dejó escapar un leve grito de asombro al ver el hermoso cuadro que él le mostraba. Su piel se veía hermosa, blanca y suave, con sus grandes ojos color de mar y su cabello rojizo mirándola. El retrato era impecable. Parecía tener vida propia.
– Es hermoso -exclamó ella-. ¿De verdad soy yo?
– De verdad -dijo él-. ¿No te reconoces?
– No estoy segura -contestó.
– Permíteme, mi querida Arabella -dijo él-, mostrarte entonces el cuadro de mi futura esposa.
– ¡Tu futura esposa! -exclamó ella, sintiendo que todo le daba vueltas.
– ¿Te casarás conmigo pronto? -inquirió él con la voz más dulce y decidida, que ella había oído en su vida.
– Claro. Claro que sí -susurró ella, embriagada de felicidad.
El la besó con dulzura, mientras colocaba el retrato en el suelo. Fue entonces que descubrió por qué el cuadro tenía otra dimensión. Aunque era ella misma, pero vista por los ojos de un artista enamorado de su objeto de arte, de su modelo y de la dama del vestido color verde de terciopelo.
– ¿En verdad me amas? -musitó ella a su oído, volviendo la vista hacia los ojos de él.
– Inmensamente -confirmó Zoltán mientras su mirada parecía fundirse con la de ella-. Tu padre me envió la fotografía y aunque creí que era ridículo enamorarme de una imagen, después pensé que era más ridículo perderte o sacarte de mi corazón, teniéndote tan cerca.
– ¡Oh, Zoltán! -suspiró ella.
– ¡Mi amor! -murmuró él febril, mientras la estrechaba contra su cuerpo: nunca la dejaría partir.
Jessica Steele