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– Mañana… -agregó él- es domingo.

– Sorprendente -musitó ella entre dientes-. ¿Nunca trabajas en domingo? -le preguntó, segura de que cuando el artista se concentraba en algún proyecto, todos los días de la semana serían iguales.

– ¡Simplemente mañana no quiero empezar tu retrato! -replicó él, con voz cortante, como retándola a protestar.

Pero Ella decidió que no sería sensato discutir. Y continuó su cena en silencio.

– ¡Buenas noches! -exclamó, en cuanto acabó. Entonces se retiró a su habitación. Él no contestó ni se dignó mirarla.

“Cerdo”, pensó ella, tratando de descubrir qué había trastornado su estabilidad emocional desde que llegó a ese país. No se había sentido tan torpe y fuera de lugar desde que era una adolescente.

Él tenía la culpa, decidió, después de un rato. Aunque no muy convencida. Entonces se puso su ropa de dormir y se sentó en una silla con un libro en su regazo, el cual nunca leyó. Se sentía de alguna manera atrapada. Por un lado, no le importaba cuánto pudiera gritar su padre si regresaba a casa sin que Zoltán Fazekas hubiera pintado su retrato. Pero al mismo tiempo y por alguna extraña razón, se sentía reacia a partir.

Capítulo 4

Ala mañana siguiente, Ella se, sintió renovada en mente y espíritu. Zoltán Fazekas estaba ya sentado a la mesa cuando bajó a desayunar.

– Jó reggelt -lo saludó la chica al verlo. Él se puso de pie con cortesía, mientras ella tomaba asiento.

– Jó reggelt, Arabella -contestó él con voz suave, retomando su lugar.

– Mis amigos me llaman Ella -le informó la joven, con una sonrisa, para luego añadir-: Köszönöm -mientras tomaba la taza de café que él le ofrecía.

– Tu padre y tú, ¿no son amigos también? -fue la inesperada pregunta que recibió por parte de él.

– De hecho… -balbuceó la chica. Era obvio que su padre se había referido a ella por su nombre completo al hablar con el artista-, nos queremos mucho, pero… nuestra relación es a veces difícil.

– Tus ojos son de un azul de lo más encantador -comentó él, sin dejar de mirarla. Ella, aún no se reponía de la sorpresa, cuando él añadió-: Prefiero llamarte Arabella.

La joven tomó su café, tratando de interpretar sus palabras. Aunque halagada por el piropo, ella le había dicho que sus amigos le llamaban Ella. ¿Estaría él diciéndole sutilmente que no deseaba considerarla una amiga?

– El pan tostado está aún caliente -advirtió él de súbito-. Por desgracia, el reumatismo de Frida parece haberse incrementado este día.

– ¿Frida sufre de reumatismo? -inquirió la joven, recordando cómo se quejaban del dolor algunas de las ancianas a las que ayudaba-. ¡Pobre mujer! ¿Quién preparó el desayuno y la mesa?

– Eh… Frida -balbuceó él-. ¿Sabes algo sobre la enfermedad?

– Algunas de mis ancianas sufren horrores por el reumatismo.

– ¿Tus ancianas?

– Algunas amigas que visito en ocasiones… -Ella no terminó la oración, pensando en lo que Frida debía de haber sufrido preparando el desayuno y poniendo la mesa esa mañana-. Debiste haberme llamado. Yo…

– ¿Qué quieres decir?

– Yo pude haber preparado el desayuno -indicó ella-. Podría haberlo hecho yo todo…

– A Frida no le hubiera gustado -la interrumpió él-. Es una mujer muy orgullosa y no le gusta que otros hagan sus labores bajo ninguna circunstancia.

– ¡Pero esta es una ocasión especial! -protestó ella con energía.

– En verdad que no -convino él con una sonrisa tan cálida, que por un momento Ella se olvidó hasta de lo que estaban hablando-. Por lo cual -continuó él-, he decidido tomarme el día y llevarte a conocer la ciudad. Si estás dispuesta, claro.

– Sí… bueno… yo… -Ella no supo qué decir ante lo inesperado de la invitación-. No tienes que molestarte -señaló ella después de un momento-. Yo sola puedo…

– No lo dudo -la interrumpió él, en forma cordial-. Pero le he ordenado a Frida qué se tome el día de descanso y me temo que no lo haga, si me quedo en casa -entonces le ofreció otra sonrisa, no tan encantadora como la anterior, pero sí lo suficiente como para hacer que su corazón se acelerara-. ¿Dejarás que vague por las calles yo solo?

Aunque Ella estaba segura de que al artista no le faltarían lugares a donde ir o amigos a quienes visitar; su sonrisa, sus increíbles ojos grises y todo lo que acababa de decir, eran demasiado como para resistirse. Su sonrisa se volvió una cristalina risa.

– ¿Eso quiere decir que aceptas? -preguntó él de buena gana.

– Me encantará salir contigo -contestó ella, dándose cuenta de que Zoltán Fazekas podía ser más embriagador que cualquier vino.

Pero la joven no se olvidó por completo de la suerte del ama de llaves. Por lo que él le había dicho, Frida debía de estar en la cocina. Así que al terminar el desayuno, Ella se dirigió ahí.

– Estás un poco desorientada -comentó él, al verla-. Tu habitación no es por ahí, si lo que deseas es traer algo para cubrirte del frío.

– Subiré por un suéter en unos minutos -contestó ella y continuó su camino.

Zoltán la siguió y abrió la puerta para que Ella pasara. Frida estaba sentada en la cocina, leyendo lo que parecía un recetario.

– ¡No te levantes!,-exclamó Ella al ver que la mujer empezaba a ponerse de pie. Para su alegría, Zoltán tradujo sus palabras de inmediato.

El ama de llaves se sentó dé nuevo, dando las gracias en húngaro.

– No podemos permitir que Frida cocine para nosotros este día -dijo Ella-. ¿Podrías decirle que me encantaría preparar la cena esta noche y que sería un placer que ella y Oszvald probaran algo de la cocina inglesa?

– ¿Sabes cocinar? -inquirió Zoltán, sorprendido.

– Por supuesto.

– ¿Y estás dispuesta a cocinar para todos nosotros?

– Con el riesgo de arruinar mi imagen de mujer ociosa. Pero no importa, lo haré con gusto -contestó ella con una picara sonrisa. Y mientras Zoltán le explicaba a Frida en húngaro, la joven se sintió algo mareada ante la posibilidad de tener la cocina de Frida para ella sola.

Desde ese instante, el día se volvió mágico. Al llevarla por las calles de Budapest, Zoltán resultó tener mucho más encanto del que había mostrado en el desayuno esa mañana.

Habiendo dejado el auto en casa, él la llevó primero a la plaza Adám Clark, donde se formaron en una pequeña fila para abordar el sikló, o sea, funicular. Mientras viajaban hacia el Puente Chain, Zoltán se encargó de relatarle la historia de su construcción. El Puente Chain era uno de las docenas de puentes que cruzaban el río Danubio, pero tenía la peculiaridad de ser el primer puente de piedra de la ciudad. Un inglés de nombre William Tierney Clark había sido comisionado para diseñar el puente, y un ingeniero escocés, Adám Clark, viajó hasta Budapest para supervisar su construcción. La plaza en la sección llamada Buda había sido bautizada con su nombre, y como en Hungría, el apellido de la familia siempre va antes del nombre, la plaza era conocida como Clark Adám tér.

El viaje en el funicular no duró mucho y Ella no pudo ocultar el placer de caminar junto a ese alto y apuesto húngaro por la plaza de San Jorge y por aquellas bellas calles empedradas.

– Tu conocimiento de la ciudad no estará completo si no te llevo a conocer la iglesia Matthias -le indicó Zoltán, como si fuera un guía de turistas. Ella rió de buena gana, sintiéndose feliz.

Había existido una iglesia en ese lugar, antes del siglo trece, pero la estructura fue reconstruida en estilo gótico a finales del siglo diecinueve. Ella observó maravillada el lugar que por muchos años había sido el sitio de coronación de los reyes de Hungría.