Al recibir esta suprema advertencia, Nicolás II tiene un movimiento de irritación contra el staretz que le predica la paz cuando la guerra está a las puertas del Imperio. Y rompe la carta ante los ojos de la Zarina desconsolada. Contra la opinión de los ministros, los generales y su mismo marido, sigue convencida de que Rasputín no puede equivocarse. Aun deseando ardientemente, a pesar de su origen alemán, la victoria de Rusia, su país de adopción por la voluntad de Dios, teme que se realicen las profecías del santo hombre. El 21 de julio de 1914 [18], Alemania declara la guerra a Francia. A la noche siguiente, Inglaterra hace lo propio con Alemania. Al día siguiente es Austria-Hungría quien declara la guerra a Rusia. Desbordado por los acontecimientos, obsesionado por la visión sangrienta del porvenir, Rasputín escribe al dorso de una fotografía suya: "¿Y mañana qué? Tú eres nuestra guía, Señor. ¿Cuántos calvarios hay que recorrer en la vida?"
Como para indicar que está equivocado, el anuncio de la guerra es recibido con entusiasmo en la capital. ¡Hay que vengar a los hermanos serbios y abatir el orgullo alemán! Centenares de miles de manifestantes se desbordan por las calles y van a aclamar a Zar cuando aparece en el balcón del palacio de Invierno. El formidable impulso patriótico que levanta al país tiene el poder de tranquilizar al soberano. Si Rasputín estuviera allí, podría ver en esa unanimidad reencontrada el testimonio de un acuerdo histórico entre el Emperador y la nación. Él siempre ha soñado con eso. Pero Nicolás II y el pueblo coinciden en una mala causa. Su unión no se basa en el amor sino en el odio. Digan lo que digan los políticos, a los que se abandonan a la violencia les esperan días sombríos.
En cuanto los médicos lo declaran capaz de desplazarse, Rasputín se dirige a San Petersburgo con sus hijas Maria y Varvara. Su mujer se queda en Pokrovskoi con Dimitri, que tiene diecinueve años pero ha sido exceptuado de las obligaciones militares como único hijo varón de la familia. Al llegar a la capital, los viajeros se sorprenden de su aire a la vez marcial, grave y alegre. De las ventanas penden banderas, los regimientos desfilan al son de la música, de todos lados llegan hombres para trabajar en las fábricas de armamentos, el alcohol está prohibido en los locales de venta de bebidas, los teatros están llenos de bote en bote, los salones aristocráticos se enorgullecen de tener hijos en el ejército y la ciudad ha cambiado su nombre de San Petersburgo, cuyo vestigio alemán podría lastimar el sentimiento nacional, por el decididamente eslavo de Petrogrado. Aun diciéndose ruso en un momento tan decisivo para la supervivencia del Imperio, Rasputín sufre por la ceguera en que ha caído la mayoría de sus compatriotas. Su humor fanfarrón le inspira menos admiración que temor, y casi lamenta haber dejado su apacible campiña por un manicomio. Ni siquiera Nicolás II, obnubilado por la idea de defender el honor eslavo, escucha sus consejos de moderación. En cuanto a la Zarina, acepta la guerra como una prueba enviada por Dios y contra la cual es inútil rebelarse. Por primera vez, el staretz se ve aislado en sus profecías. Con todas las fuerzas de su fe, espera equivocarse, que las hostilidades terminen después de algunas escaramuzas y que ni el país ni el régimen padezcan a causa de esos acontecimientos insensatos. No obstante, en el fondo de su corazón siente la doble amargura de no haber sido escuchado por Nicolás II y de no poder hacer nada para impedir la masacre que se prepara en las fronteras.
A comienzos de noviembre, abrumado, regresa a Pokrovskoi. Pero allí tampoco encuentra reposo para su alma. Al enterarse de que la Zarina ha comenzado a trabajar como enfermera en el hospital del palacio de Tsarskoie Selo, le telegrafía su aprobación paternaclass="underline" "Darás tu ayuda a los heridos y Dios te glorificará por tus caricias y tu acción". Decididamente, no puede contentarse con observar de lejos las dolorosas convulsiones de la patria. En su aldea, se siente a la vez preservado e inútil, privilegiado y castigado. Él también debe estar en la brecha en caso de peligro. No aguanta más y, el 15 de diciembre de 1914, curioso y angustiado, llega de nuevo a Petrogrado, la ciudad donde se forja el destino del mundo.
VIII La guerra
Al comienzo de las hostilidades, el aliento patriótico del pueblo parece general y duradero. La movilización se efectúa sin choques. Los partidos políticos fraternizan en la certeza de una pronta victoria. Nicolás II vuelve a ser el emperador de todas las Rusias sin excepción. Hasta los miembros de la oposición parlamentaria aceptan la idea de un acercamiento necesario con el gobierno. Sólo un tal Vladimir Ilitch Ulianov, llamado Lenin, refugiado en Suiza, proclama que la derrota rusa sería preferible al triunfo del zarismo. ¿Pero cuánto pesa la opinión de esa brizna de paja ante la inmensa confianza de la nación que ha recobrado su unidad, su grandeza y el amor de su soberano? Llevado por ese concierto de hurras, Nicolás II piensa primero en tomar el comando del ejército a fin de dar un significado sagrado a la defensa del suelo. Pero sus ministros le hacen notar que no debe arriesgarse a comprometer su prestigio en los azares de la guerra. De mala gana, se resigna y nombra generalísimo a su tío, el gran duque Nicolás Nicolaievich, muy estimado en los medios militares. Su único defecto es, a los ojos del monarca y de su esposa, su aversión sistemática hacia Rasoutín. Hay quienes le reprochan también su incompetencia. A pesar de su estatura de gigante y su mirada de águila, los avinagrados pretenden que es un pobre estratego. Hay algo más grave: al ejército le falta material y entrenamiento de combate. Los oficiales, soberbios en los desfiles, al parecer no tienen ninguna noción de la guerra moderna. Felizmente, la mayoría del país se niega a creer a los pesimistas. De arriba abajo en la sociedad existe la convicción de que la legendaria valentía rusa paliará las carencias de equipamiento y de experiencia. El mismo Rasputín, que se ha opuesto a la guerra violentamente, considera que, ya que está declarada, hay que ganarla cueste lo que cueste.
Como los alemanes, en un avance irresistible, ya han entrado en Bruselas y amenazan París, Nicolás II, fiel a la promesa hecha a los Aliados, decide aliviar a Francia con una poderosa acción diversiva. Dos ejércitos, bajo las órdenes de los generales Samsonov y Rennenkampf, penetran profundamente en la Prusia oriental y obligan al adversario a retirar tropas del frente occidental para transportarlas con urgencia sobre el otro frente. Esta maniobra permite a los franceses obtener la victoria del Marne y salvar París. En revancha, los alemanes, reagrupados bajo la autoridad del general von Hindenburg, llegan a rodear y diezmar las fuerzas de Samsonov en las selvas de Mazuria, cerca de Tannenberg, y obligan a Rennenkampf a replegarse en desorden sobre la orilla oriental del Niemen. Desesperado, deshonrado, Samsonov se suicida en el campo de batalla. Los rusos han perdido cien mil hombres.
En el público, el entusiasmo de los primeros días es seguido por la consternación y el temor. Saliendo de su sueño de gloria, tanto los ciudadanos más modestos como los más evolucionados comienzan a comprender que el ejército ruso, al que creían invencible, no puede rivalizar con el alemán, mejor equipado, mejor formado, mejor comandado. La intendencia y los servicios de la Cruz Roja son tan ineficaces como durante la guerra con el Japón. Transportados en desorden en vagones de ganado, los heridos cuentan a su llegada a la capital que allá, en el frente, faltan fusiles y municiones, que se dispone de un cañón en condiciones de disparar contra diez del lado alemán, que los soldados de infantería son enviados al combate sin preparación de artillería. Por supuesto la prensa, amordazada por la censura, no menciona esas quejas. Pero entre la población civil circulan rumores persistentes: unos acusan a los generales de incapacidad, otros susurran que el Zar está perseguido por la mala suerte, que acumula desastres desde el comienzo de su reinado y que no hay razón para que eso "cambie". Se dice que la serie negra empezó en ocasión de las fiestas de la coronación con los miles de espectadores aplastados en el campo de Khodynka. Luego el nacimiento del hijo hemofílico, el desequilibrio mental de la Emperatriz, la derrota ante el Japón, el "domingo rojo" y sus víctimas inocentes, las muertes del gran duque Sergio y del presidente del Consejo Stolypin, en fin, la aparición en la corte de Rasputín, el staretz libertino. ¡Y todavía es una suerte que Rusia, que ha sufrido un revés sangriento en el frente alemán, haya podido desquitarse en el frente austríaco! Después de arrojar a los austro-húngaros del suelo ruso, las tropas del Zar toman Lvov y ocupan el este de Galitzia. ¡Lamentablemente, no por mucho tiempo! En febrero de 1915, Alemania lanza una nueva ofensiva en la Prusia oriental. Se libran combates encarnizados en las gargantas de los Cárpatos. Los alemanes recuperan Przemysl y Lvos después de duros enfrentamientos. Pronto obligadas a la retirada, las tropas rusas evacúan Polonia y Lituania.