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Rasputín, angustiado, sigue en el mapa la progresión la marea alemana. Con la incertidumbre del mañana, su influencia en la corte no deja de crecer. Como ya no se sabe a qué santo encomendarse, se vuelven hacia él, esperando que lo sea. Su departamento de la calle Gorokhovaia 64 se convierte, de alguna manera, en la antecámara del palacio imperial. Los solicitantes se apretujan desde la mañana hasta en los peldaños de la escalera e incluso en la calle, en los alrededores de la casa, en la que desfilan de trescientos a cuatrocientos visitantes por día. En su salón se encuentra, además de las adoratrices habituales, una muchedumbre de pedigüeños furtivos y murmuradores. También hay tantos estudiantes cortos de dinero como pequeños funcionarios que se quejan de sus superiores, oficiales que imploran una recomendación para presentar a un ministro y mujeres atraídas por la reputación de macho infatigable del santo hombre. Yendo de uno a otro, Rasputín les niega rara vez su ayuda. A los que mendigan una ayuda pecuniaria les da algunos rublos; a los que invocan la necesidad de un apoyo en un nivel alto les entrega unas líneas introductorias garrapateadas sobre una esquina de la mesa y cubiertas de cruces. Su regla es que nunca hay que dirigirse en vano a su corazón. En agradecimiento a sus buenos oficios, los más ricos le deslizan billetes de Banco en la mano; los más pobres le llevan frutas o queso. Él acepta todo para no humillar a nadie.

Para administrar sus negocios, múltiples y complicados, se rodea de especialistas como Dobrovolski, ex inspector de enseñanza primaria, el banquero Rubinstein y su rival Manus, presidente del consejo de administración de la Unión de Constructores Ferroviarios, los opulentos financieros Guinzburg, Saleviev, Kaminka… La guerra que él temía le hace la vida agradable. Se diría que en ese universo en descomposición, en el que los espíritus están obsesionados por la muerte, el sufrimiento, las tribulaciones de la patria, ha encontrado el clima ideal para la manifestación de sus apetitos. Sintiendo que alrededor se quiebra el cuadro de los valores morales, está cada vez más inclinado a creer que todo le está permitido. Su sed de placeres coexiste con su afán de piedad. Él, que era relativamente sobrio, que iba hasta a preconizar el cierre de las tabernas, se pone a beber como un barril sin fondo. No obstante, se niega a dedicarse a la vodka, la "serpiente verde", según la expresión usada por el pueblo. Prefiere el vino, sobre todo el madera. Hay días en los que toma hasta seis litros en una comida sin que su razón vacile. Se emborracha y baila en público por la satisfacción de experimentar su resistencia en el libertinaje. A menudo, después de una noche de orgía, asiste a los maitines, bebe un vaso de té hirviendo y recibe a sus visitantes como si nada. Piensa que es el tiempo de los excesos de todo tipo. Puesto que Rusia ha perdido la cabeza al lanzarse a la guerra, él también puede perderla puesto que, aun ebrio, está evidentemente sostenido por Dios.

La prueba es que, a pesar del abuso del alcohol, conserva intactos sus dones de sanador. El 2 de enero de 1915, cuando viaja de Tsarskoie Selo a Petrogrado, Anna Vyrubova es víctima de un terrible accidente de ferrocarril. Fueron necesarias varias horas para sacarla de los restos del vagón donde estaba. Tiene rotas las piernas y la columna vertebral. "¡Es el fin! ¡No vale la pena mortificarla!", decide el médico que la examina en el lugar. Transportada al hospital de Tsarskoie Selo, recibe los últimos sacramentos. Apenas lúcida, pide que el "padre Gregorio" rece por ella. Su madre quiere oponerse pero la Zarina, muy afectada por el acontecimiento, telefonea a Rasputín. Él promete acudir inmediatamente a la cabecera de la moribunda, pero no consigue vehículo. Finalmente, Witte le presta el suyo, conducido por un chofer experimentado. Una tormenta de nieve los retrasa en el camino. Apenas llega, el staretz se precipita a la habitación de la joven. Ella yace, en coma uno, velada por el Zar, la Zarina, las grandes duquesas y el cirujano de la corte. Rasputín hace caso omiso de los presentes y se concentra, con la mirada fija en ese cuerpo ya casi sin vida. Bajo la tensión del esfuerzo, su rostro palidece y se cubre de sudor. Al cabo de un largo momento, toma la mano de Anna Vyrubova y dice con insistencia: "¡Anuchka, despiértate, mírame!". Ante esas palabras, ella abre los ojos y murmura: "¡Gregorio, eres tú! ¡Dios sea loado!". Entonces, dirigiéndose a los presentes, Rasputín profetiza a media voz: "Está curada, pero quedará débil". Y se retira rápidamente a la pieza vecina. Allí, pone los ojos en blanco, se tambalea y se desmaya. Esta vez también ha absorbido, digerido el sufrimiento de otro. Los médicos no pueden más que constatar, a disgusto, una curación efectuada sin su ayuda. Pero la convalecencia será larga. Después de seis meses en cama, Anna Vyrubova se desplazará en silla de ruedas, luego con muletas. Necesitará más de un año para recobrar, más o menos bien, el uso de sus piernas.

Mientras tanto, proclama a los cuatro vientos el nuevo milagro del mago. El Zar y la Zarina, testigos de su resurrección en un cuarto de hospital, comparten esa certeza mística. Alejandra Fedorovna, que se había enfriado notablemente con respecto a su ex confidente -juzgada con el paso de los años demasiado indiscreta y caprichosa-, le devuelve toda su amistad y comparte con ella sus transportes de veneración por Rasputín. Cuando se cree en las virtudes de los santos del martirologio ortodoxo, ¿cómo no tener fe en el poder de un ser de excepción que, siguiendo el ejemplo de aquéllos, dialoga cotidianamente con el Cielo? Lo ocurrido hace siglos por mediación de tal o cual de entre ellos bien puede repetirse en nuestros días por la del staretz siberiano. Dudar de ello sería ofender al Señor, que lo ha creado para que alivie y esclarezca a sus semejantes.

Si este episodio refuerza la influencia de Rasputín sobre sus adeptos, refuerza también sus propias impresiones de aptitud sobrenatural y de agradable impunidad. Cuanto más bebe, más desvergüenza ostenta y le parece que Dios se divierte más con su inconducta. El sorprendente restablecimiento de Anna Vyrubova, añadido a la avidez de placeres que se ha apoderado de la capital desde el comienzo de la guerra, lo dispone a proseguir en su actitud. Tanto peor si su moral no es acorde con la de la Iglesia. En el punto al que ha llegado, no necesita intermediarios entre él y el Padre eterno. ¿Quién sabe qué ocurrirá mañana? Hay que disfrutar de toda la alegría pagana cuando la gran enterradora patalea detrás de la puerta.