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En el acogedor "salón de la esquina" del palacio de Tsarskoie Selo, hay un tapiz de los Gobelinos representando a María Antonieta y sus hijos, según el cuadro de Madame Vigée-Lebrun. Esta imagen no deja tranquila a Alejandra Fedorovna. Se pregunta si a ella misma no se le hacen los mismos reproches que a la infortunada Reina de Francia: inconsecuencia en la conducta, orgullo de casta, inteligencia con el enemigo… ¡Todas habladurías ridiculas! Pero la esposa de Luis XVI no tenía, en su entorno, un consejero tan fiel y tan cerca de Dios como Rasputín. Con el staretz para apoyarla, la Zarina persiste en creer que está al abrigo de las tormentas de la política y de la guerra.

X El chivo emisario

Khvostov intentó varias veces hacer asesinar a Rasputín: primero por Bieletski y Komisarov, luego por el joven periodista Boris Rjevski, quien hasta se encontró con esa intención con el tempestuoso Eliodoro. Pero todos los complots fracasaron. Cuando Sturmer sucedió a Khvostov en el ministerio del Interior, Bieletski, desautorizado por su ex jefe, se vengó publicando en el Diario de la Bolsa el relato de las diversas tentativas de matar al staretz. La revelación por la prensa de esas maquinaciones sórdidas y torpes acaba de instalar en la opinión pública la idea de la corrupción del régimen. Esta sucia historia policial, sobre fondo de desastre nacional, exacerba las pasiones. Denunciar al espionaje alemán se convierte en obsesión. Se buscan traidores por todas partes, ante todo en la cima del Estado. ¿Cómo perdonar a la Emperatriz su sangre alemana? Por más que proporcione pruebas de su adhesión a Rusia y a la Iglesia Ortodoxa en toda ocasión, se sospecha que, en secreto, ha permanecido fiel a sus orígenes. Al mismo tiempo su guía espiritual, Rasputín, es englobado en la acusación de inteligencia con el enemigo. Muy pronto se sospecha que ambos mantienen conexiones con los agentes del Kaiser. La holgura material del "mujik maldito", sus costosas orgías, la amplitud de sus relaciones en el mundo político, todo eso, dicen, se explica por el dinero que recibe vendiendo a Berlín informaciones sobre el movimiento de las tropas rusas. Es verdad que Rasputín se rodea de financieros sin escrúpulos y de parásitos que se obstinan en arrancarle secretos. Pero jamás se deja llevar a divulgar un informe militar. Por otra parte, no tiene a su disposición los elementos del problema. Su parloteo cuando está borracho no es instructivo. Maurice Paléologue, el embajador de Francia, que lo hace vigilar por sus esbirros, no puede encontrar contra él más que grosería y jactancia. Su conclusión es que Rasputín no tiene nada de espía, que es "un palurdo, un primitivo, de una crasa ignorancia" pero que, por sus palabras desatinadas, socava la autoridad gubernamental y entra, sin quererlo, en el juego de Alemania.

Evidentemente, los emisarios clandestinos de Guillermo II en Petrogrado -¡no le faltan!- propalan, exagerándolos, los rumores más injuriosos sobre la familia imperial con el fin de alcanzar la moral de la retaguardia. Según los adversarios del régimen, existe en la corte un "partido alemán" dominado por Rasputín y cuyo propósito oculto es la conclusión de una paz separada. La prueba está, dicen, en que el general Sukhomlinov, ex ministro de Guerra, juzgado por el Consejo del Imperio y encarcelado por venalidad y alta traición en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, ha sido liberado a pedido del staretz y transferido a una casa de salud mental. Esta medida de clemencia demuestra, según ellos, que el santo hombre y la Zarina protegen a los traidores. De allí a creer que se aprestan a sacrificar el honor de Rusia a los teutones, no hay más que un paso fácilmente dado por los espíritus inquietos. Se murmura que ya se han hecho contactos a ese efecto en el nivel superior, que los lazos familiares entre las dinastías rusa y alemana pueden más que todas las consideraciones patrióticas, que Nicolás II, a pesar de las apariencias, no puede negarle nada a su primo Guillermo II y que la Zarina, aguijoneada por Rasputín, no ha interrumpido jamás sus relaciones con la corte de su país natal. Es verdad que el Zar, reconocen, es contrario por principio a semejante defección de la causa de los Aliados, pero su mujer y el vulgar campesino que la gobierna lo han hecho cornudo. Habría un complot a la sombra del trono en el que tomarían parte Rasputín, Alejandra Fedorovna, Anna Vyrubova, Sturmer y Protopopov. Los subditos de las provincias bálticas, los ultramonárquicos del Consejo del Imperio, el Santo Sínodo, financieros e industriales apoyarían la acción de esos provocadores del naufragio de Rusia.

Las noticias del frente alimentan la polémica. Un ataque ruso de vasta envergadura conducido por el general Brusilov, que sembró el desorden en el ejército austríaco, fue rápidamente frenado por los alemanes. En los otros teatros de operaciones, las fuerzas del Zar son derrotadas o rechazadas. Rumania, que acaba de entrar en la guerra junto a los Aliados, es invadida sin}ue Rusia haya podido acudir en su ayuda. Desamparado, el rey Fernando I recibe una oferta de paz de parte ie las "potencias centrales". ¿Va a aceptar? No, resiste. ¡Es una locura! ¿No le ha llegado a Nicolás II el turno de inclinarse ante un adversario que lo domina por todas partes? ¡Qué afrenta para la patria!

En realidad, el Zar no piensa ni por un segundo en leponer las armas. Y ni Rasputín ni Alejandra Fedorovna se lo aconsejan. Pero, para el público, continúan representando un trío indisoluble y fatal. Los falsos iniciados afirman que la cabeza de esa pirámide humana es Rasputín. Está sentado sobre la espalda de la Zarina. Y ella cabalga, con todo su peso, los frágiles hombros de su esposo. Esta visión se convierte en la pesadilla de la población de las ciudades, del campo y hasta de los soldados del frente. Circulan los rumores más fantásticos sobre lo que se prepara en la corte y en el Cuartel General Central. La censura reduce a un mínimo estricto los comunicados militares. El reaprovisionamiento se ve comprometido por la dificultad de los transportes y la falta de mano de obra en el campo. Faltan alimentos y leña para las estufas. Las calles están invadidas por desperdicios que se disputan los perros vagabundos y los mendigos harapientos. Ante los comercios de alimentos se forman filas de espera. La carne ha desaparecido de los mostradores. El precio del pan, de las papas, del azúcar aumenta de semana en semana. Se multiplican las huelgas sin motivo preciso. Obreros hambrientos y furiosos protestan contra nuevos reclutamientos para el ejército, contra la carestía de la vida, contra las inexplicables derrotas rusas, contra la inercia del gobierno, contra el invierno que se anuncia con el frío, los días grises y la nieve.

Entre los liberales se habla cada vez más de un "bloque negro", que preconizaría una paz inmediata con Alemania y que agruparía a Rasputín, la Zarina, Sturmer, Protopopov, el ala derecha de la Duma y algunos negociantes con tendencias germanófilas. Se cree que, en el lado opuesto, se endereza un "bloque amarillo", el de los progresistas, que quieren una democratización del régimen, ministros menos entregados a la Corona, el alejamiento del staretz y la prosecución de la guerra con honestidad y decisión. Ya sea en los salones, en los restaurantes, en los vestíbulos de los teatros, en todos los labios aparece el mismo nombre: ¡Rasputín! Se pasan a hurtadillas fotografías del santo hombre en su traje de campesino ruso, con la mano que bendice y la mirada fascinadora. Los enviados del Partido Bolchevique distribuyen por la ciudad caricaturas que representan a la Emperatriz y "su amante" en posturas obscenas. Durante la proyección de un filme de actualidades en los cines, los espectadores, al ver aparecer en la pantalla a Nicolás II con la cruz de San Jorge sobre su uniforme, gritan: "¡El padre zar está con Jorge, la madre zarina con Gregorio!" Después de ese escándalo, las autoridades prohiben la secuencia que lo ha provocado. En hoteles y restaurantes se cree prudente fijar carteles de advertencia: "Aquí no se habla de Rasputín". La propaganda alemana se arroja sobre la ocasión de aumentar la desconfianza entre los civiles y el desorden entre los soldados. Rasputín se convierte en el mejor aliado de las fuerzas enemigas. Libelos injuriosos, redactados en Alemania, completan el trabajo de los cañones en la empresa de descorazonamiento del ejército ruso. Los zeppelines sobrevuelan las líneas llevando en los costados afiches que ridiculizan a Nicolás II y Rasputín.