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El aire fresco de la calle revigoriza a Félix. Lazovert, como un chofer acostumbrado, abre la portezuela del coche. Rasputín y el príncipe se instalan lado a lado. La casa del Moika está cerca de la calle Gorokhovaia. Minutos después, el automóvil se interna en el patio del palacio y se detiene ante la escalinata.

Al penetrar en la sala del subsuelo, los dos oyen voces apagadas y el sonido de un gramófono que toca una canción norteamericana: Yankee Doodle. Eso también forma parte del programa. Como Rasputín se sorprende, Félix le explica que su mujer recibe algunos amigos, que están por irse y que ella bajará cuando hayan partido. Mientras esperan, es mejor comer algunas golosinas y tomar vino. Rasputín acepta, pero Félix está tan nervioso que se equivoca y le presenta primero las masas inofensivas. "No quiero", dice Rasputín. ¡Son demasiado dulces!" Poco después, recobrado, Félix le tiende la bandeja de las masas rellenas con crema rosa y cianuro. Cambiando de idea, el staretz toma una, después otra. Las mastica con placer, sin dejar de hablar. En lugar de caer como fulminado, no manifiesta ningún malestar. Sorprendido por su resistencia, Félix le ofrece vino. Pero se equivoca de nuevo y le entrega un vaso sin veneno. En fin, como Rasputín dice que todavía tiene sed, logra darle la bebida preparada por Sukhotin y Purichkevich, que tendría que matarlo del primer trago. Impasible, el staretz bebe a pequeños sorbos y contempla a su asesino con una expresión de picardía malévola. Tiene aire de decir: "Ya ves, por más que hagas, ¡no puedes nada contra mí!". Después de un momento, al ver la guitarra de Félix, sugiere: "Toca algo alegre. Me gusta oírte". "¡Realmente no tengo ganas!", balbucea Félix, al borde de una crisis. Luego, como Rasputín insiste, toma la guitarra y entona una romanza melancólica. Su voz de tenor, muy alta, de pronto le parece falsa, desentonada, irreal. ¿No va a despertar de ese delirio? Mientras él canta, con el corazón oprimido y las ideas en desorden, Rasputín se adormece.

Ya son las dos y media de la mañana. Arriba, los otros conspiradores de agitan. Levantando la cabeza, Rasputín pregunta qué significa ese alboroto. Trastornado, Félix le asegura que son los invitados de su mujer que se preparan para irse y que ella no tardará en aparecer. Y dejando al staretz dormir la mona, sube a su escritorio. Sus amigos se precipitan sobre él. "¡El veneno no hizo efecto!", informa, abrumado. Al oírlo, se aterrorizan: "¡Sin embargo, la dosis era enorme! ¿Tragó todo?" "¡Todo!", responde Félix. Los cinco cómplices intercambian miradas despavoridas. En esas condiciones, hay que rever la estrategia con urgencia. Al término de una discusión afiebrada, durante la cual cada uno da su opinión, deciden bajar en grupo, arrojarse sobre Rasputín y estrangularlo. Ya están en fila india en la escalera cuando Félix recapacita. Dice que prefiere actuar sin la ayuda de nadie. Los otros aprueban. Con una firmeza de la que él mismo se asombra, toma el revólver del gran duque Dimitri y penetra solo en la habitación del subsuelo donde el staretz está siempre sentado en el mismo lugar, con la frente inclinada y la respiración jadeante. "Tengo la cabeza pesada y una sensación de ardor en el estómago", eructa Rasputín. Y pide más vino madera.Vacía su vaso, se enjuga la barba y propone terminar la noche con los gitanos. ¿Cómo puede pensar en banquetear y reír después de haber absorbido una dosis de veneno como para matar un buey? Ese apetito de placer en alguien que está por morir aterra a Félix, que ve en ello una monstruosidad de la naturaleza humana. Con el revólver oculto detrás de la espalda, mira alternativamente al que está frente a él y a un crucifijo de cristal de roca y plata cincelada que adorna el remate del armario de ébano. Pide en silencio al emblema divino que lo ayude a vencer las fuerzas infernales que mantienen con vida ese cuerpo en apariencia invulnerable. En tanto que Rasputín, inconsciente o despreocupado, se endereza y parece interesarse en los detalles del armario antiguo, él pronuncia con una voz temblorosa: "¡Gregorio Efimovich, harías mejor en mirar el crucifijo y rezar una plegaria!". Ante esas palabras, Rasputín tiene una expresión de aceptación y de mansedumbre. Se diría que acaba de comprender por qué lo han llevado allí y que está de acuerdo en morir a manos de su huésped. Como si obedeciera a una orden de su víctima, Félix levanta lentamente el revólver, apunta al corazón y tira. El staretz lanza un aullido de bestia, se tambalea y se desploma pesadamente sobre la piel de oso.

Al oír el disparo, los amigos acuden. Pero, en su precipitación, enganchan el conmutador eléctrico y se apaga la luz. Chocan entre ellos susurrando en la oscuridad, luego se inmovilizan, temiendo tropezar con el cadáver. Al fin, alguno encuentra a tientas el interruptor y las lámparas vuelven a encenderse. Rasputín yace de espaldas, en medio de la piel de oso, con los ojos cerrados y las manos crispadas. Una mancha de sangre se extiende sobre su hermosa camisa bordada con flores. Sus rasgos se contraen por momentos sin que él levante los párpados. Pronto deja de moverse. El doctor Lazovert constata que el staretz está bien muerto. Alivio general. Los rostros se distienden como los de los buenos obreros que han terminado su trabajo. Mueven el cuerpo y lo dejan sobre el mosaico para evitar que la sangre manche la piel de oso, lo que proporcionaría un indicio a los investigadores. Luego, los cinco conjurados suben al escritorio sin apresurarse. Cada uno de ellos se considera como el salvador del país y de la dinastía. Mañana, toda Rusia les agradecerá.

Son las tres de la mañana. Conforme al plan establecido, Sukhotin y Lazovert deben simular el regreso de Rasputín a su domicilio para desviar las primeras sospechas. Con ese propósito, Sukhotin, encargado de hacerse pasar por el staretz, se desliza la pelliza del muerto sobre su capote militar y se coloca su gorro de piel. Lazovert se pone su uniforme de chofer. Parten en el coche descubierto de Purichkevich seguidos por el gran duque Dimitri. Después de hacer creer que Rasputín había vuelto a su casa, no tendrán más que volver al coche cerrado del gran duque para retirar el cadáver y transportarlo hacia la isla Petrovski.