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Henri Troyat

Rasputín

Traducción de: Clara Giménez

I Pokrovskoi

Es un niño como tantos: pendenciero, mentiroso, merodeador y violento, de quien sospechan de entrada los habitantes de la aldea siberiana de Pokrovskoi cuando desaparece una gallina de su gallinero o una oveja de su majada. Sin embargo, a la familia del presunto culpable, Gregorio Rasputín, no le falta nada. Sus padres, Efim y Anna, son campesinos acomodados. Su casa tiene ocho habitaciones y su dominio varias deciatinas de tierra fértil, además de suficiente ganado y buenos caballos de labranza y de tiro. El padre gana bien su vida como labrador y carretero. La madre ha traído al mundo a dos varones robustos y despiertos: primero Miguel; dos años después, Gregorio. Este último, nacido el 10 de enero de 1869, lleva su nombre de pila en honor de san Gregorio de Nicea, cuyo día se celebra el 10 de enero. En cuanto al apellido Rasputín, nadie conoce su origen con certeza. Puede venir de la palabra rasputsvo, que significa libertinaje, o de rasputié, la encrucijada, o de rasputo, el que arregla vínculos y situaciones complicadas. De hecho, la reputación del padre de Gregorio justifica todas esas interpretaciones: es a la vez aficionado a la botella, frecuentador de los grandes caminos en tanto que carretero, y bastante astuto para solucionar los pequeños litigios de sus semejantes.

La educación de sus hijos lo tiene sin cuidado. Como la instrucción no es obligatoria en esa época y el clero más bien desconfía de los mujiks que quieren saber demasiado, no ve ninguna razón para enviar a sus retoños a clase. Según él, aprenderán más abriendo los ojos sobre el vasto mundo que gastando sus fondillos en los bancos, junto a otros chicos descarados. De modo que Miguel y Gregorio crecen en los campos, ayudan mal que bien en los trabajos de la granja, no saben leer ni escribir y participan en todas las travesuras de los picaros de su edad. Su escuela es el campo, con sus espacios ilimitados, el misterio de sus selvas y sus llanuras, la astucia de sus animales salvajes y las supersticiones de un pueblo profundamente apegado a las tradiciones locales y a la fe ortodoxa.

En realidad, Pokrovskoi está en el extremo del mundo habitado. Allí se sabe vagamente que, muy lejos, en Rusia, hay ciudades gigantescas como San Petersburgo y Moscú, llenas de agitación, de riqueza, de luces y uniformes, pero nadie envidia a los "privilegiados" que viven en ellas. El pensamiento de los habitantes de la aldea, que se recuesta sobre la orilla izquierda del Tura, un afluente del Tobol, no va más allá de las ciudades de Tobolsk y Tiumen. Después comienza la tierra desconocida, otro planeta. Nadie, en Pokrovskoi, siente la tentación de ir a ver. ¡Se está tan bien en la atmósfera rústica y familiar de esa comarca ultramontana, que jamás conoció el vasallaje y se encuentra protegida de los males de la civilización por la barrera natural de los Urales! ¡Un paraíso para los niños prendados del aire del campo y la libertad! Miguel y Gregorio tienen plena conciencia de ello y no pierden ocasión de hacer una escapada y vagar de un lado a otro maquinando travesuras. Nadie los vigila cuando se alejan de la casa paterna. Un día, mientras juegan empujándose y riendo al borde del Tura, pierden el equilibrio y caen al río. A pesar de que la corriente los arrastra, logran ganar la orilla. Pero han tomado frío en el agua y se declara una neumonía. No hay médico en los alrededores. La comadrona del lugar se encarga de cuidar, a su manera, a los dos enfermitos, que castañetean los dientes y deliran.

Miguel muere y Gregorio se debate durante semanas contra la fiebre, los accesos de una tos desgarradora y los ahogos. Toda la población de Pokrovskoi ruega por su curación. Han llevado su cama a la cocina para que permanezca al calor del fogón. Una mañana, cuando ya se lo cree perdido como a Miguel, se sienta entre sus cobertores y dice, con una voz apenas perceptible: "¡Sí! ¡Oh, sí! ¡Quiero, quiero!" Luego vuelve a caer sobre la almohada y se duerme apaciblemente. Al despertarse, sonríe a sus padres, estupefactos por esa resurrección providencial. Lo acosan a preguntas y cuenta que una hermosa dama vestida de azul y blanco se le apareció en sueños ordenándole que se curase. El pope de la aldea es llamado a constatar el fenómeno y se muestra categórico: la Santísima Virgen ha visitado al niño y lo ha elegido para un gran destino. Ante el chico maravillado concluye: "Volverá un día y te dirá lo que espera de ti". [1]

La profecía recorre todo el caserío. En esa provincia apartada, la religión forma la trama de la vida cotidiana. No hay un gesto que no tenga su repercusión en los cielos. De ese modo, a pesar de los desbordes de sus instintos, hombres y mujeres creen en los milagros, las apariciones y las advertencias del más allá, en los efectos saludables de ciertas plantas, en la eficacia de la señal de la cruz y en la conversación de las almas con Dios ante los iconos. Según ellos, la torpeza de la condición carnal va a la par de los más puros impulsos de la fe. Aunque uno se conduzca a veces como un puerco, es un hijo querido del Señor.

Más que cualquiera, el pequeño Gregorio está convencido de haber sido beneficiado por una atención particular del poderío celestial. Su enfermedad lo ha debilitado, tiene la cabeza confusa y los nervios frágiles. Duerme mal, a menudo llora sin motivo y se queja porque la "hermosa dama vestida de azul y blanco" no vuelve a verlo. Además, la muerte de Miguel ha creado un gran vacío en su existencia. Se asombra de no tener ya hermano y se pregunta qué pasó con ese compañero de juegos tan ágil y alegre. ¿Por qué la Santa Virgen se lo ha llevado dejándolo a él en la Tierra?

Medita sobre ese enigma mientras rasquetea y alimenta los potros de la granja. Escondido en la caballeriza, les habla como si fueran seres humanos, en la certeza de que lo entienden. Piensa que los animales y él tienen el mismo lenguaje: el de la simplicidad. Varias veces, cuando el caballo de un vecino desaparece, adivina por instinto el nombre del ladrón y el lugar del escondite. Alrededor de él se susurra que, a pesar de su juventud, tiene el don de la videncia.

Con el correr de los meses, se siente cada vez más atraído por los vagabundos que andan errando por las rutas, pretenden ser staretz, elegidos de Dios, piden hospitalidad en las isbas y cuentan a los campesinos estupefactos sus visitas a los monasterios lejanos, los milagros que han presenciado en las tumbas de los bienaventurados y las iluminaciones que han tenido en el curso de sus plegarias. Barbudos, exangües, vestidos de arpillera y con un bastón en la mano, tienen toda la claridad del cielo en sus pupilas y toda la sabiduría del Evangelio en su voz. Al elegir la pobreza por propia voluntad, viven del pan de los demás y pagan a sus bienhechores con relatos edificantes, profecías sombrías y fórmulas curativas. Efim Rasputín los recibe de buena gana en su casa y la familia se reúne alrededor de ellos para escuchar el relato de sus peregrinaciones. Gregorio es todo ojos y oídos ante esos mensajeros del otro lado del mundo. Su sueño sería imitarlos un día, lo antes posible. Ambular sin fin, con una mochila a la espalda y un palo en la mano, mendigar su subsistencia al azar de los caminos y, al mismo tiempo que descubre nuevas comarcas, enseñar la palabra de Dios a los desconocidos. Poco importa que sea un ignorante analfabeto: piensa que en él hay una fuerza, una ciencia infusa que le han sido dadas por el Altísimo durante la enfermedad de la que estuvo a punto de morir. Lo exaspera ser todavía demasiado joven para escabullirse de su familia. Pero los años pasan. El niño se convierte en un adolescente inestable, propenso a ensoñaciones que parecen más bien alucinaciones. A la larga, persuade a sus progenitores de su vocación de peregrino y su padre, impresionado por esa convicción que se afirma de día en día, lo deja partir.

Gregorio empieza por visitar los santuarios locales, se acerca a los ermitaños de la región y se asombra de su miseria, su suciedad y las mortificaciones que se imponen para acercarse a los sufrimientos de Cristo. Al regresar de esas expediciones, se abstiene durante un tiempo de comer carne y renuncia a los dulces. Pero hay ciertas tentaciones a las que ni siquiera un alma bien templada puede resistir. A los diecinueve años conoce, en la fiesta del monasterio vecino de Abalatsk, a una joven seductora y juiciosa cuya cabellera rubia y los profundos ojos negros lo inflaman instantáneamente. Prascovia Dubrovina es cuatro años mayor que él. Se casan. Siguiendo la costumbre, la recién casada se instala en la casa de su suegro, viudo desde hace poco.

El matrimonio es tranquilo al comienzo, pero Prascovia se queja de que Dios tarda en bendecir su unión con un nacimiento. Ni las plegarias de Gregorio ni los ungüentos de la comadrona la curan de su esterilidad. Por fin, tiene un hijo. Gregorio exulta. ¡Ay! El bebé muere a los seis meses.

Ese duelo injusto subleva a Gregorio. Como para vengarse de una traición del Padre Eterno, se dedica a una vida de libertinaje y rapiñas. Él, el sobrio y fiel, bebe y se acuesta. Prascovia tiene sólo el derecho de callarse. En 1892 Gregorio es acusado de haber robado estacas de unas vallas. La asamblea de la aldea lo condena a una proscripción de un año. Él aprovecha para ir en peregrinación al monasterio de Verkhoturié, a cuatrocientos kilómetros al noroeste de Pokrovskoi. Emprende ese largo y penoso viaje sin cólera, con espíritu de penitencia y curiosidad. Tiene veintitrés años. Sin duda está cansado de la rutina de la casa paterna y de las quejas de Prascovia. Decididamente, ésta no sirve más que para comadrear y ocuparse de las tareas domésticas. ¿Pero dónde está el alma? Gregorio tiene, como dicen en Rusia, una "naturaleza libre". Después de años de una existencia casera, vuelve a experimentar el deseo de cambiar de horizonte, de lavarse el corazón frecuentando algunos ermitaños sapientísimos y de probarse a sí mismo que es capaz de andar con los pies sangrantes en busca de la verdad. En los alrededores de Verkhoturié le indican la presencia de un asceta, el staretz Macario, que vive solitario en la selva y se encadena para mortificar su carne. Según la creencia popular, el staretz no siempre es un monje. Puede ser un hombre de condición modesta que ha recibido de Dios el don de esclarecer a sus semejantes. Todo lo que se le pide es que tenga una videncia sobrenatural y que alivie con sus palabras las penas y las dudas de quienes imploran su consejo. Como máximo, su conocimiento de las Sagradas Escrituras debe ser igual a su conocimiento del corazón humano. Cuanto más simple y mísero es él mismo, mayor es su poder sobre los pecadores que solicitan su bendición.

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[1] Cf. Maria Rasputín, Raspoutine, mon père.