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La entrevista tiene lugar y el ministro descubre frente a él a un hombre astuto y obstinado, que cita la Biblia a cada momento, mueve las manos mientras masculla dentro de su barba, se proclama inocente de los horrores que le reprochan y se compara, en su humildad, a "una miguita". "Yo sentía nacer en mí un asco invencible", confiará Stolypin al diputado Rodzianko. "Ese hombre poseía una gran fuerza magnética y me produjo una profunda impresión moral, aunque fuera la de repulsión. Dominándome, levanté la voz y le espeté que, con los documentos que tenía en mi poder, su suerte estaba en mis manos." En fin, habiendo amenazado a Rasputín con llevarlo ante la justicia, Stolypin le sugiere evitar el escándalo regresando a Pokrovskoi y no volver más a San Petersburgo.

Puesto entre la espada y la pared, Rasputín implora, una vez más, la protección de los soberanos. Se la prometen, pero le parece que más por piedad que por convicción. Tranquilizado por la Zarina, sin embargo no se siente seguro. ¡Ha reunido a tanta gente contra él! Ante todo los obispos tradicionales, que ven su autoridad moral debilitada por un iluminado. Luego, ciertos miembros de la familia imperial y numerosos cortesanos, inquietos ante la idea de que un mujik pueda incitar a Sus Majestades a apoyarse en el pueblo en lugar de fiarse, como antes, en la aristocracia. Misma sospecha en la administración y la policía, que descubren en esa connivencia entre el Zar y un campesino una amenaza contra el buen funcionamiento de la máquina burocrática. En fin, los medios liberales, felices de poder denunciar, en esta ocasión, más allá de Rasputín todas las taras del régimen.

A pesar de la acumulación de nubarrones sobre su cabeza, el staretz Gregorio quiere creer que todavía tiene bastante influencia en el palacio como para intervenir en favor de sus amigos. Al ver que Stolypin insiste en su propósito de privar a Eliodoro de su feudo de tsaritsyn para enviarlo a otro monasterio, Rasputín se erige en campeón del Jerónimo "perseguido". Pero la maniobra fracasa. El investigador especial enviado al lugar por iniciativa del Zar regresa con informes demoledores tanto sobre la intolerancia ciega de Eliodoro como sobre las hazañas sexuales de Rasputín. Nicolás II termina por admitir que Stolypin tiene razón, que hay que dejar que las pasiones se calmen y que, en el interés general, sería necesario alejar a Rasputín durante algunos meses. Atacado por sus enemigos, aconsejado por sus amigos, Rasputín se resigna a abandonar la capital para emprender un peregrinaje a Jerusalén. Piensa que allí por lo menos a nadie se le ocurrirá espiarlo. Y esa visita a Tierra Santa también aumentará su reputación de piedad entre la población de la ingrata Rusia.

V Jerusalén

Con el fin de prepararse para la revelación suprema de los lugares santos, Rasputín se dirige ante todo a la laura de Kiev, inspecciona las grutas sagradas y escucha los cánticos en las diferentes iglesias tratando de escapar, según dice, de "la vanidad del mundo". Luego llega a Odesa y se embarca en un vapor entre seiscientos peregrinos de Rusia. En el mar admira el juego de las olas que llega hasta perderse de vista, lo que lo lleva a la idea de la presencia divina en todos los espectáculos de la naturaleza. Consigna esas meditaciones, de una pomposa candidez, en cartas escritas en galimatías y destinadas a Anna Vyrubova. De ese modo, está seguro de no ser olvidado durante su ausencia. En efecto, Anna lee los mensajes a las otras admiradoras del santo hombre, que las copian y las reparten piadosamente alrededor de ellas. El conjunto de esas banalidades en jerigonza, una vez corregido y retocado, será editado en 1916 bajo la forma de una plaqueta de lujo titulada Mis pensamientos y mis reflexiones. Sin cesar de comentar su viaje para las queridas adeptas que ha dejado en San Petersburgo, Rasputín visita Constantinopla, hace sus devociones en la basílica de Santa Sofía, se recoge ante la capilla de san Juan Evangelista y la osamenta de san Efim, retoma el barco para Esmirna, Rodas, Trípoli, Beirut y, por fin, desembarca en Jaffa, donde vivió el profeta Elias. Siente gran impaciencia por llegar a Jerusalén. Al acercarse al Santo Sepulcro, no puede dominar los latidos de su corazón ante "esta tumba", escribe, "que es una tumba de amor". Su emoción se acrecienta en el Gólgota, en el huerto de Getsemaní, en todos los lugares en los que Jesús holló el suelo antes de morir crucificado. "¡Que Dios me otorgue buena memoria para no olvidar jamás este instante!", exclama. "¡En qué creyente se convertiría cada hombre aun si permaneciera aquí sólo algunos meses!" Una semana antes, los católicos habían celebrado su Pascua en Jerusalén. Nacionalista hasta en la religión, Rasputín señala severamente que, durante esas manifestaciones de piedad, los fieles de la Iglesia romana tienen aspecto de ser menos fervientes y menos alegres que los de la Iglesia rusa. "Los católicos no parecen para nada alegres", afirma, "en tanto que en nuestras fiestas el universo entero y hasta los animales se regocijan. ¡Oh, qué felices somos los ortodoxos y qué hermosa es nuestra fe, mucho más hermosa que todas las demás! Los rostros de los católicos permanecían taciturnos durante el día de Pascua, por eso pienso que sus almas tampoco se alegran." Sin embargo, dirige una crítica al clero de Rusia: "Nuestros obispos son todos instruidos y ofician con magnificencia, pero no son simples de espíritu. Ahora bien, el pueblo sigue sólo a los simples de espíritu". Al formular esta máxima, es evidente que piensa en sí mismo. En Jerusalén más que en San Petersburgo, se persuade de que sólo la humildad puede corregir el alma del cristiano. Dios detesta el orgullo y perdona todo a la simpleza. Para llegar hasta Él es necesario volver a ser vulnerable e ignorante como un niño que no va a la escuela. Los excesos del saber perjudican el ejercicio de la fe. Una cabeza bien guarnecida no vale lo que un corazón desnudo y sincero.

Al recibir esos preceptos de un evangelismo primitivo, los émulos de Rasputín se deleitan. A la cabeza está Anna Vyrubova, que continúa pregonando la radiante santidad del staretz Gregorio. Es ella quien informa a la Emperatriz acerca de los actos y pensamientos del ausente. Gracias a su intervención, Rasputín obtiene del Zar, a distancia, que Eliodoro sea restablecido en sus funciones. Stolypin, al contrario, siente que su poder se tambalea bajo los golpes de la extrema derecha. El 22 de marzo de 1911, a continuación de varios diferendos políticos, dimite Gutchkov, el presidente de la Duma, y lo reemplaza Rodzianko. Por su parte, El Santo Sínodo sigue exigiendo que Eliodoro abandone Tsaritsyn por el convento de Novosil. El Jerónimo lo hace a disgusto, luego se escapa, vuelve a la ciudad de su predilección y se encierra en su monasterio. Hermógenes se reúne con él. Ambos son aclamados por el populacho fanatizado, que amenaza con "romper todo" si tratan de privarlo de sus dos ídolos. Por orden del gobernador, la tropa rodea los edificios religiosos y se prepara para el asalto. El enfrentamiento parece inevitable. Inquieto por las consecuencias de ese alboroto, el gobernador consulta a Nicolás II, el que aconseja al Santo Sínodo rever su decisión y dejar a Eliodoro en Tsaritsyn, por lo menos provisoriamente. Advertido de ese retroceso por las cartas de sus a,migas, Rasputín se felicita de que su detractor, Stolypin, haya sido desautorizado y el Santo Sínodo llamado al orden. Juzga que, al actuar así, el soberano ha respondido con sabiduría al deseo de las masas anónimas del país.

Hace tres meses y medio que está en viaje. En el intervalo, su caída en desgracia ha sido olvidada. Su larga permanencia en Tierra Santa hasta ha redorado su aureola. Cuando vuelve a Rusia, a comienzos del verano de 1911, su primer recaudo es solicitar una audiencia al Emperador y la Emperatriz, que se encuentran en su residencia de Peterhof. Es recibido con alegría, se escucha con devoción el relato de su itinerario por las huellas de Cristo, le aseguran la atención afectuosa de toda la familia. Reconfortado, se instala en San Petersburgo, en casa de uno de sus amigos, el periodista Jorge Sazonov. Pero no se queda quieto. En agosto está en Tsaritsyn, donde Eliodoro hace cantar himnos en su honor y lo colma de presentes. Luego se dirige a Saratov, a la morada de Hermógenes. El obispo no está tan bien dispuesto hacia él como el Jerónimo. Le reprocha duramente su vida de libertinaje, cuyos ecos continúan llegando hasta él. A pesar del peregrinaje a Jerusalén, lo considera un cristiano descarriado y hasta peligroso. Lo acusa de comprometer la dinastía imperial a los ojos de toda Rusia. Indiferente a esas amonestaciones, Rasputín estima que, en ese asunto, la opinión de la Iglesia es menos importante que la del Zar. Ahora bien, éste le demuestra, en varias oportunidades, su consideración y su confianza consultándolo sobre decisiones políticas: Nicolás II piensa evidentemente en reemplazar a Stolypin y duda entre Witte y Kokovtsev para el cargo de presidente del Consejo. ¿Qué piensa el santo hombre? Rasputín da su opinión y se pavonea. ¿Será tan útil al país en los asuntos públicos como en los de la religión? Decididamente, después de su visita al sepulcro de Cristo, todo le sale bien.