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Mientras consolida alianzas en el gobierno espiritual de Rusia, Rasputín las busca también en el gobierno temporal. Algunos hombres políticos han comprendido el interés que hay en contemporizar con él para tener éxito en sus carreras. El nuevo ministro del Interior, Alejandro Khvostov, y su adjunto, Estéfano Bieletski, lo conocen en el departamento de su amigo común, el príncipe Andronikov. Sin perder tiempo, Khvostov expresa a Rasputín el respeto que siente por su santa persona. Bieletski, por su parte, se manifiesta muy ansioso por la seguridad y el bienestar del staretz y le ofrece una pensión mensual de mil quinientos rublos, que saldrán de los fondos del Departamento de Policía. Se decide destacar junto a él, para protegerlo, al coronel de gendarmería Miguel Komisarov. Además dispondrá de guardias de corps y de un automóvil con chofer para sus desplazamientos. Rasputín acepta todo pero no promete nada. Ha adivinado que Khvostov compra su benevolencia para acceder al puesto de primer ministro. Ahora bien, él tiene otro candidato para la presidencia del Consejo: Boris Sturmer, miembro del Consejo del Imperio. Ese zorro viejo de la política le parece el hombre soñado para la función de simple registrador de las voluntades imperiales. Pitirim lo apoya en su idea de un brusco cambio ministerial y el staretz, dejando a Khvostov, que creía haberlo conquistado con sus larguezas, se ocupa ahora de su nuevo potrillo. El puesto está actualmente ocupado por Goremykin, detestado por la Duma. Comprendiendo que la cotización del actual primer ministro está en baja, Rasputín se encuentra en secreto con Sturmer y le promete interceder por su nominación. Lo hace por la habitual correa de trasmisión entre él y el palacio: Anna Vyrubova. La Emperatriz se declara inmediatamente de acuerdo puesto que el postulante que le recomiendan tiene el aval de "nuestro Amigo" y escribe a su marido: "Querido, ¿has pensado en Sturmer [como presidente del Consejo]? Creo que no hay que tener en cuenta su apellido alemán. Sabemos que nos es fiel y que trabajará bien con nuevos ministros enérgicos". (Carta del 4 de enero de 1916.) Nicolás está de acuerdo y Rasputín tiene una entrevista con Sturmer al día siguiente de la promoción del interesado en casa de Isabel Levine, la amante de Manasievich-Manuilov. Pero si Rasputín está contento del resultado de sus gestiones, la Duma está furiosa. Entre los diputados se tiene a Sturmer por un incapaz, un derrotista y un sirviente del mujik maldito.

Con el fin de atenuar los efectos desastrosos de ese nombramiento, Rasputín incita a Nicolás II a asistir en persona a la apertura de la Duma, el 22 de febrero de 1916, y a pronunciar una alocución digna y paternal a la vez. En el día mencionado, en la sala de sesiones del palacio de Tauride, el Zar, en uniforme de gala, sigue el servicio religioso y luego enhebra algunas palabras banales para agradecer a los elegidos del pueblo por sus trabajos. Rodzianko, el presidente de la Duma, responde a Su Majestad. Ambos discursos son saludados con ovaciones. Sin embargo, los diputados están decepcionados. Esperaban que el monarca aprovecharía la circunstancia para anunciar al fin la responsabilidad de los ministros ante el Parlamento, medida que la mayoría reclama en vano hace meses. Cuando Nicolás II se retira, después de haber estrechado algunas manos, deja detrás de él un sentimiento de amargura.

Esa impresión se refuerza con la zarabanda acelerada de los ministros. Protopopov -otro protegido de Rasputín- reemplaza en el ministerio del Interior a Khvostov, caído en desgracia. El nuevo titular de la cartera es un hombre enredador, inquieto, cuyos cambios de humor inquietan a sus mismos colaboradores. Pero la Zarina, guiada por "nuestro Amigo", declara que las "cualidades de corazón" del personaje bastan para hacer olvidar su agitación crónica. Sostenido por Rasputín y por la Emperatriz, Protopopov, que tiene más ambiciones que convicciones políticas, abandona a sus antiguos amigos del "bloque progresista" y se pone decididamente al servicio del conservadurismo y de la autoridad. La Duma -esa fastidiosa- ya no es convocada más que de cuando en cuando para breves sesiones en el curso de las cuales no deja de atacar al poder. El diputado Miliukov llega incluso a acusar al presidente del Consejo Sturmer de prevaricación y de sumisión ciega a la pandilla de energúmenos que rodean el trono. La publicación de su arenga en los diarios es prohibida, pero se han expedido copias dactilografiadas a todas partes, incluso el frente. De ese modo, la nación entera está indirectamente informada de la desautorización de los ministros y de la familia imperial por la Duma. Irritado por esta recrudescencia del descontento, Nicolás II se resigna a sacrificar a Sturmer, lo que desconsuela a la Emperatriz, que tiene, dice, "la garganta cerrada" pues se trata de "¡un hombre tan leal, tan honesto y seguro!". En su lugar aparece un nuevo fantoche, Alejandro Trepov, hermano del general difunto, mientras que las Relaciones Exteriores vuelven a Nicolás Pokrovski. ¡Ay! Ni uno no otro tienen el favor de la Duma. Sus discursos son interrumpidos por los gritos hostiles de los diputados de la izquierda socialista. De todos lados se reclama su renuncia.

En ese carrusel de cabezas, sólo Rasputín permanece inamovible. Cuanto más se degrada la situación militar y política, más se enraiza él en el corazón de Sus Majestades. Alejandra Fedorovna lo defiende con uñas y dientes contra todos los que pretenden crear suspicacias acerca de él. En un solemne mensaje, el gran duque Nicolás Mikhailovich pone al Zar en guardia contra la injerencia del staretz en los asuntos públicos: "Si no puedes apartar de tu esposa bienamada pero extraviada las influencias que se ejercen sobre ella, al menos deberías cuidarte tú mismo de las intervenciones sistemáticas que se realizan por su intermedio!". Amonestaciones vanas: Nicolás II prefiere desesperar a la nación antes que contrariar a su mujer. Cuando él está en el frente, confiesa, ella representa sus ojos y sus oídos en la retaguardia.

Ese papel de regente exalta a Alejandra Fedorovna. Recibe a los ministros, discute con ellos, toma notas, consulta a Rasputín y, fiándose de las directivas de "nuestro Amigo" las trasmite palabra por palabra al Cuartel General Central. Al hacerlo, sueña con el famoso precedente de otra princesa alemana que ocupó el trono de Rusia: Catalina II, de soltera Anhalt-Zerbst. Maria, la hija de Rasputín, que este acaba de traer de nuevo a San Petersburgo, escribirá candorosamente: "La zarina Alejandra ahora había reemplazado a su marido a la cabeza del gobierno. Yo estaba, como sus dos hijas menores, loca de alegría y de orgullo y las tres le aseguramos que su reinado temporario sería más glorioso que el de Catalina la Grande " (María Rasputín). Por su parte, la Zarina informa orgullosamente a su marido: "Ya no me siento incómoda ante los ministros (…) y ya no les temo, hablo con ellos en ruso con la rapidez de una cascada. Y ellos, por cortesía, no se ríen de mis faltas. Comprueban que soy enérgica, que te informo de todo lo que oigo, de todo lo que veo, y que soy como un muro detrás de ti, un muro sólido". (Carta del 22 de septiembre de 1916.) En realidad, lo que oyen los ministros cuando ella habla en ruso con su acento alemán y sus errores de vocabulario, es la voz de Rasputín. Y se sienten a la vez humillados y espantados.