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Así, en tanto que la extrema izquierda quiere desacreditar a la pareja soberana para precipitar la caída del régimen, la extrema derecha sueña con apartar del trono a todos aquellos que perjudican a la dinastía con el fin de restaurar una autocracia pura y dura. Los partidarios de esta última teoría desean la disolución de la Duma, el incremento de la censura, la ampliación de los poderes de la policía y la institución de la ley marcial. La Zarina les da la razón; el Zar titubea. Ha regresado a Tsarskoie Selo a fines de noviembre. Antes de volver a la Stavka, se encuentra con Rasputín en casa de Anna Vyrubova. Está preocupado y dice, sentándose en un sillón ante el staretz, que lo contempla con respeto y aprensión: "¡Y bien, Gregorio, reza con ardor; hoy, hasta la naturaleza está contra nosotros!". Y cuenta que las tempestades de nieve impiden abastecer de trigo a Petrogrado. Rasputín lo reconforta con algunas palabras y le declara que no habría que fundarse en las dificultades de la hora para concluir una paz prematura: la victoria será del país que se muestre más estoico y más paciente. El Emperador le responde que comparte ese punto de vista y que, según sus informes, Alemania también carece de víveres. Entonces, pensando en los heridos y los huérfanos, Rasputín suspira: "¡Nadie debe ser olvidado, porque cada uno te ha dado lo que tenía de más querido!". La Emperatriz, que asiste a la entrevista, tiene la mirada nublada por las lágrimas. ¿Cómo se puede detestar a un hombre semejante? ¡Los impíos que lo denigran merecen ser colgados! Al ponerse de pie para retirarse, el Zar pide, como de costumbre: "¡Gregorio, bendícenos a todos!" "¡Hoy, eres tú quien me bendecirá!", replica Rasputín. Y el Emperador bendice al staretz. (Vyruboba)

Como un eco de las palabras de Rasputín acerca del rechazo de toda negociación de armisticio antes de la derrota de Alemania, el nuevo ministro de Asuntos Extranjeros, Pokrovski, pronuncia un discurso muy firme ante la Duma: "Las potencias de la Entente proclaman su voluntad de proseguir la guerra hasta el triunfo final. Nuestros innumerables sacrificios serían aniquilados por una paz anticipada con un adversario que está agotado pero no abatido todavía". La Duma aplaude. Pero el público todavía no está tranquilizado: una cosa es negarse a firmar la paz; ¡ganar la guerra es otra! En el país se continúa padeciendo hambre, llegan malas noticias del frente y en la política siempre hay imprevistos. Rasputín aparece por encima de las multitudes como la bestia de siete cabezas del Apocalipsis. Y Alexandra Fedorovna, impávida, todavía escribe a su marido para sugerirle que disuelva la Duma, por lo menos hasta febrero, y que tenga más en cuenta los consejos del "padre Gregorio": "Cree en nuestro Amigo. Hasta los niños (las cuatro grandes duquesas y el zarevich) constatan que nada sale bien cuando no lo escuchamos y, por el contrario, todo se arregla cuando le obedecemos. Nuestro camino es angosto, pero hay que seguirlo rectamente, según la voluntad divina y no según la humana. Sólo hay que considerar las cosas de modo viril y con una fe profunda (…). Te bendigo, te amo, te beso y te acaricio sin fin, mi querido maridito". Al día siguiente, insiste: "No hay que decir: 'tengo una voluntad ínfima'. Simplemente te sientes débil, dudas de ti y eres proclive a escuchar a los demás".

Desde hace un tiempo, un cambio fúnebre se opera en el pensamiento de Rasputín. A pesar de las pruebas de ternura y veneración que le prodiga la Zarina, siente alrededor como un olor de muerte. Después de haberse enorgullecido de la cantidad de sus enemigos y de su incapacidad para hacerlo caer, se siente bruscamente cansado del combate que libra día tras día. La jauría que ladra a sus talones no cede ni una pisada. Empieza a creer que terminará por atacarlo y despedazarlo. Mientras está de fiesta con sus amigos, al son de una orquesta gitana, una sombría premonición le hiela la sangre en las venas. Todo se decolora alrededor. El vino tiene gusto a ceniza. Las mujeres que le ofrecen sus labios son sanguijuelas. Entonces aumenta la dosis de alcohol para superar ese debilitamiento. Una vez ebrio, ya no tiene miedo de nada. Pero su euforia no dura más que una noche. Al alba, sus dudas lo asaltan de nuevo. Su secretario, Aron Simanovich, refiere que una noche de abatimiento le confió un testamento destinado a Sus Majestades: "Presiento que dejaré la vida antes del 1º de enero. Quiero hacer saber al pueblo ruso, a Papá (el Zar), a la Madre rusa (la Zarina) y a los niños, a la tierra rusa lo que deben emprender. Si me matan vulgares asesinos, sobre todo por mis hermanos, los campesinos rusos, tú, Zar de Rusia, no tendrás nada que temer por tus hijos. Pero si me matan los boyardos, los nobles, y derraman mi sangre, sus manos quedarán manchadas por mi sangre durante veinticinco años. Deberán abandonar Rusia. Los hermanos se levantarán contra los hermanos, se matarán entre ellos y se odiarán, y, durante veinticinco años no habrá más nobleza en el país. Zar de la tierra rusa, si oyes el sonido de la campana que te anunciará que Gregorio ha sido muerto, sabe que, si es uno de los tuyos el que ha provocado mi muerte, ninguno de los tuyos, ninguno de tus hijos vivirá más de dos años. Serán muertos por el pueblo ruso (…). Yo seré muerto. No estoy más entre los vivos. ¡Reza! ¡Reza! ¡Sé fuerte! Piensa en tu bendita familia". [23]

Pocos meses antes, cuando volvía de la misa de Pascua con sus dos hijas y la familia imperial, Rasputín tuvo un vértigo y se desplomó, dando un grito sordo, en los almohadones de la calesa que lo transportaba. El coche se detuvo ante una iglesia. Repuesto de su malestar, el staretz dijo a Maria y a Varvara, que, enloquecidas, lo acosaban a preguntas: "No se asusten, palomas mías. Simplemente acabo de tener una horrible visión: mi cadáver yacía en esta capilla y, durante un minuto, sentí físicamente mi agonía… ¡Qué agonía…! Recen por mí, amigas mías, mi hora se acerca".

A pesar de esos presentimientos repetidos, no piensa en abandonar Petrogrado por su apacible aldea de Pokrovskoi. Aun si tuviera la posibilidad de escapar al fin trágico que lo asecha, se negaría a hacerlo. Le parece que la fecha de la muerte está inscrita en el calendario de Dios desde el nacimiento. Con una vanidad lúgubre piensa que, así como Cristo supo, mucho antes del suplicio, que sería crucificado, debe ser muerto a la hora señalada, por las manos elegidas, para que su nombre resplandezca para siempre jamás por encima de la estepa rusa. Puesto que su asesinato es tan necesario como las otras peripecias de su existencia, debe continuar gozando de la vida antes de comparecer ante el Señor que ha previsto todo, querido todo, ordenado todo y perdonado todo.

XI La estocada

Cuando tiene lugar la tumultuosa sesión del 19 de noviembre de 1916 en la Duma, un hombre, sentado en la galería reservada al público, escucha el virulento discurso del diputado Purichkevich con la atención de un fiel ante un predicador apostólico. Todas las imprecaciones lanzadas contra el infame Rasputín, enlodador de la pareja imperial y destructor de la Rusia en guerra, excitan en él los sanos fervores del fanatismo. Lo que aquí se dice, él lo ha dicho cien veces a sus amigos, con menos elocuencia. El príncipe Félix Felixovich Yusupov, de veinticinco años de edad, pertenece a una de las familias más nobles y ricas del país. Una infancia demasiado regalada ha hecho de él un ser ambiguo, caprichoso, perezoso e impulsivo. Desde su más tierna edad se ha sentido atraído por las imágenes del vicio y de la muerte. Basta con que una obra de arte sea insólita para que él declare su afinidad con ella. Se pretende dandi tanto en sus ideas como en la forma de sus uñas o los bucles de su peinado. De silueta esbelta, rostro fino y mirada lánguida, durante su adolescencia le gustaba disfrazarse de mujer. Pero no por eso desdeña a las mujeres. Simplemente lo irritan porque exigen, por atavismo o por educación, que se las rodee de atenciones ridículas. "Habituado a ser yo el adulado", escribirá, "me cansaba en seguida de cortejar a una mujer. La verdad es que yo no amaba más que a mí mismo." [24] Su posición social le permite afirmar su homosexualidad, aunque respetando un mínimo de conveniencias. Frecuenta tanto los restaurantes gitanos elegantes como los círculos aristocráticos de Petrogrado y de Tsarskoie Selo. Los grandes duques lo consideran como uno de ellos. En el curso de esos bailes, esos picnics, esas cenas con música y esos espectáculos de gala, traba amistad con el gran duque Dimitri Pavlovich, tres años menor que él. Ambos sucumben mutuamente al encanto del otro y se hacen inseparables. El Zar y la Zarina, que sienten un profundo afecto por Dimitri, se inquietan ante esas relaciones equívocas. Los rumores que corren acerca de la pederastía de Yusupov han llegado hasta ellos. Este, que regresa de un período de estudios un poco frivolo en Oxford, parece más decidido que nunca a desafiar la opinión pública. El Emperador piensa que ese es el momento oportuno para detener esas extravagancias. Prohibe a Dimitri encontrarse con su amigo, aun a escondidas, y la Emperatriz aconseja a Félix que contraiga matrimonio, lo que acallará las habladurías. Por suerte, el joven ha conocido mientras tanto a la bella princesa Irina Romanova, [25] sobrina del Zar, y, olvidando sus gustos de la víspera, se enamora de ella. Jugando limpio, no le disimula nada de sus antiguas preferencias; ella no se muestra inflexible con sus desviaciones y la boda se celebra, con la aprobación imperial, el 22 de febrero de 1914. Dimitri, abandonado, siente celos y después se resigna. En cuanto a Félix, se pavonea alegremente en su nuevo estado de esposo, sin renunciar sin embargo a su afición extremada por todo lo que le recuerda las delicadezas del arte y el vértigo de la nada.

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[23] Citado por Aron Simanovich, Raspoutin; retomado por Yves Tournon, ob. cit.

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[24] Príncipe Félix Yusupov, Avant l'exil.

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[25] Irina es la hija de la gran duquesa Xenia, hermana del Emperador, y del gran duque Alejandro Mikhailovich, su primo.