Escarmentado por la visita del sacerdote investigador, Rasputín estima prudente alejarse y vuelve a partir para un largo viaje. Durante casi tres años sus recorridas piadosas lo llevan de ciudad en ciudad, de Kiev la santa, cuyas catacumbas visita, a Kazan, sede de una de las academias teológicas de Rusia. En esta última ciudad, llena del murmullo de las plegarias y del tañido de las campanas, conoce a un peletero que, impresionado por su mirada penetrante y su elocuencia torrentosa, le presenta a algunos amigos eclesiásticos: el padre Miguel, del gran seminario; el vicario Crisanto, jefe de la misión rusa en Corea, y el obispo Andrés. Seducido por los vaticinios de ese recién llegado, inculto e inspirado a la vez, el padre Miguel le aconseja dirigirse a la Academia de Teología de San Petersburgo donde, seguramente, encontrará oídos atentos. A fin de abrirle todas las puertas, hasta le da una carta de recomendación para el archimandrita Teófanes en persona. El documento especifica que el nombrado Gregorio Rasputín es un staretz seguro y un vidente sincero.
Provisto de ese viático, Rasputín no duda más. ¡Están olvidados el episodio de los khlysty, los chismes de los vecinos y la envidia del insignificante pope de la parroquia! Puesto que la Iglesia oficial lo apoya, no debe reparar en pequeneces sino salvar los obstáculos y conquistar la capital. Sin embargo, en su espíritu, no se trata de una maniobra ambiciosa. Lo que lo atrae no es el esplendor de San Petersburgo sino la extraordinaria concentración de hombres santos que allí tienen autoridad. Junto a ellos podrá perfeccionar sus dones de sanador y su conocimiento de la verdadera religión. Está convencido de que todo lo que emprenda de allí en adelante se hará por la mayor gloria de Dios. Lleva consigo algo de dinero de su casa. Lo suficiente para pagarse un viaje por barco y por tren sin tener que caminar ni mendigar en el trayecto. Una nueva vida empieza para él y, tal vez, piensa, para la piadosa y bienaventurada Rusia.
II Gregorio, un hombre de Dios
Rasputín tiene treinta y cuatro años cuando llega a San Petersburgo en la primavera de 1903. Es un campesino de buena estampa, delgado, de cabello largo y lacio y barba enmarañada; su frente está llena de surcos y atravesada por una cicatriz, su nariz es larga y husmeadora. Pero sus ojos sobre todo llaman la atención. Su mirada, de un brillo acerado, tiene una fijeza magnética. Un blusón de lienzo, con cinturón, le cubre a medias las caderas. El pantalón es ancho y está metido dentro de botas de caña alta. A pesar de esa vestimenta rústica, él se siente cómodo en todos los ambientes. Sea cual sea el rango social de su interlocutor, lo interroga inopinadamente sobre los problemas de su vida íntima, movido por una sosegada indiscreción. Y mientras que el otro, desconcertado, le contesta como puede, él lo escruta con una curiosidad devoradora. Esta actitud no se debe a un afán de puesta en escena sino a la necesidad sincera de penetrar en el secreto de los seres que encuentra. El hecho de ser casi analfabeto y tener dificultades para expresarse no le impide proferir a cada instante sus prédicas y predicciones. Habla a sacudones, estropea las palabras, no coordina las frases, pero su ímpetu oratorio os tal que hasta los escépticos lo escuchan con interés. A veces interrumpe su perorata para dar algunos pasos por la habitación, pararse ante una ventana, juntar las manos y rezar. Lo que algunos toman como ostentación o como pose corresponde, en su espíritu, a la necesidad de abstraerse de cuando en cuando para comunicarse mejor con Aquel que lo inspira. Aislándose con el pensamiento en medio de un salón o de una isba, se concentra y refuerza su energía con miras a nuevos combates.
La misma indiferencia con respecto al qué dirán lo guía en sus modales en la mesa. Fiel a su voto de juventud, no come carne ni dulces. El pescado es su plato preferido. Toma la sopa con gran ruido y come de buena gana con los dedos. Le gustan también los huevos duros, las legumbres y el pan negro espolvoreado con sal y bebe té a toda hora. A pesar de su aspecto desaliñado, es relativamente aseado. La práctica campesina de los baños de vapor lo hace hasta más cuidado que muchos habitantes de la ciudad.
Desde el primer momento está, por supuesto, impresionado por el bullicio enorme de San Petersburgo, la altura y la belleza de los edificios, el esplendor de las iglesias, el lujo de los comercios y los carruajes, la apariencia importante de los transeúntes, la profusión de uniformes y esa conciencia difusa de la omnipotencia imperial. Ya sea que uno se encuentre en la calle o dentro de una casa, es imposible ignorar que el Zar, los ministros, los gendarmes están por todas partes, ven todo, oyen todo. En Pokrovskoi, uno está a mil leguas del poder; aquí se descubre su presencia como un olor en el aire que se respira. Hay que acostumbrarse si se quiere salir airoso. ¿De qué? Rasputín no lo sabe muy bien. Pero como en Verkhoturié, en Kiev, en Kazan, confía en Dios, que ha prometido guiarlo por la buena senda. Para empezar, se dirige a la laura de San Alejandro Nevski, se inclina ante las reliquias y hace celebrar una misa que le cuesta tres copecs más otros dos copecs por el cirio. Así reconfortado, parte al asalto de los medios eclesiásticos de la capital.
Gracias a su carta de recomendación, es recibido por monseñor Teófanes, inspector de la Academia de Teología de San Petersburgo. Este prelado, de un misticismo ardiente y riguroso, se siente sorprendido por el entusiasmo primitivo de su visitante. Cansado de los sacerdotes mundanos, ve en él un producto puro del suelo ruso, un cristiano de los primeros tiempos, cercano a las enseñanzas de Jesús. No un hombre de la Iglesia sino un hombre de Dios. El hecho de que se trate de un campesino sin modales, que se expresa en un lenguaje inculto, lo hace aún más creíble a los ojos del archimandrita. Hace mucho tiempo que las autoridades eclesiásticas buscan un modo de sacudir la conciencia de la alta sociedad, que ha perdido, a causa de las influencias occidentales y los excesos de la civilización, el sentido de los verdaderos valores de la ortodoxia. Para conducir a esa gente demasiado civilizada a la fe de sus ancestros es necesario un embate espiritual. ¿Y no es Rasputín el que puede llevarlo a cabo? ¿No es el hombre providencial que reconciliará a los incrédulos con el Cielo y al pueblo con el Zar? De pronto, Teófanes siente la certeza de tener al alcance de la mano al despabilador de almas que hace años está reclamando en vano. Convoca a eminentes representantes del clero para examinar al fenómeno. Alternativamente el obispo Sergio, rector de la Academia de Teología; el padre Benjamín, encargado de los cursos de instrucción religiosa; el obispo Hermógenes, portavoz de la ortodoxia, y el Jerónimo Eliodoro (cuyo verdadero nombre es Sergio Trufanov) se muestran subyugados por las virtudes del predicador en caftán y botas llegado hace poco de Siberia. El recién venido conoce los textos sagrados y comenta sus misterios y sus evidencias en un tono de rusticidad vigorizante. La originalidad de su aspecto y sus palabras lo harían el campeón ideal de la causa de Cristo ante un público hastiado. Es la encarnación del terruño ruso, de la conciencia popular rusa… Lo juzgan digno de ser presentado inmediatamente al padre Juan de Cronstadt, a quien todo el país venera como un santo.
Mientras Rasputín asiste, arrodillado en el fondo de la catedral entre algunos peregrinos andrajosos, a la misa que Juan de Cronstadt celebra ante una multitud de fieles ricamente vestidos, se produce un movimiento entre el gentío. Al final del servicio, un oficiante en hábito blanco se acerca a Gregorio y lo conduce al pie del altar. Allí, el padre Juan de Cronstadt lo invita a comulgar antes que los demás, lo bendice y le pide que lo bendiga a su vez, lo que equivale a designarlo su sucesor. "Hijo mío", le dice, "he sentido tu presencia. Llevas en ti la chispa de la verdadera religión." [2] Según algunos testigos, añade: "Pero ten cuidado, tu porvenir está en tu nombre". [3] Esta alusión al probable origen del patronímico de Rasputín (rasputsvo, el libertinaje) justificaría por sí sola, si fuera verídica, la reputación de videncia atribuida al padre Juan de Cronstadt. Lo irrefutable es que el santo hombre ha sentido, como otros antes que él, la aproximación de un personaje por encima de lo normal a su esfera de meditación. Al retirarse, luego de la excepcional consagración de que ha sido objeto en medio de una basílica llena de gente, Rasputín ya no duda de su destino. Varios eclesiásticos le proponen que siga estudios para ser ordenado sacerdote. El rehusa. A pesar de su deferencia hacia la jerarquía ortodoxa, desconfía de sus dogmas demasiado rígidos, demasiado restrictivos para su gusto. Por principio y por temperamento, es hostil a los largos ayunos, a las mortificaciones, a la sumisión ciega ante los directivos del clero, en resumen, a la Iglesia del Estado. Prefiere seguir siendo un simple staretz, un vagabundo, un francotirador de la religión oficial. Esta falsa humildad disimula, en realidad, el formidable orgullo de un autodidacta seguro de ser el único poseedor de la verdad. Desde su aparición en los medios eclesiásticos de San Petersburgo, sabe que la Iglesia tiene más necesidad de él que él de la Iglesia. Dondequiera que se encuentre, haga lo que haga, él estará a disposición de Dios y no de los sacerdotes. En lo sucesivo, no habrá más intermediarios entre el Cielo y él.