Ya son las dos y media de la mañana. Arriba, los otros conspiradores de agitan. Levantando la cabeza, Rasputín pregunta qué significa ese alboroto. Trastornado, Félix le asegura que son los invitados de su mujer que se preparan para irse y que ella no tardará en aparecer. Y dejando al staretz dormir la mona, sube a su escritorio. Sus amigos se precipitan sobre él. "¡El veneno no hizo efecto!", informa, abrumado. Al oírlo, se aterrorizan: "¡Sin embargo, la dosis era enorme! ¿Tragó todo?" "¡Todo!", responde Félix. Los cinco cómplices intercambian miradas despavoridas. En esas condiciones, hay que rever la estrategia con urgencia. Al término de una discusión afiebrada, durante la cual cada uno da su opinión, deciden bajar en grupo, arrojarse sobre Rasputín y estrangularlo. Ya están en fila india en la escalera cuando Félix recapacita. Dice que prefiere actuar sin la ayuda de nadie. Los otros aprueban. Con una firmeza de la que él mismo se asombra, toma el revólver del gran duque Dimitri y penetra solo en la habitación del subsuelo donde el staretz está siempre sentado en el mismo lugar, con la frente inclinada y la respiración jadeante. "Tengo la cabeza pesada y una sensación de ardor en el estómago", eructa Rasputín. Y pide más vino madera.Vacía su vaso, se enjuga la barba y propone terminar la noche con los gitanos. ¿Cómo puede pensar en banquetear y reír después de haber absorbido una dosis de veneno como para matar un buey? Ese apetito de placer en alguien que está por morir aterra a Félix, que ve en ello una monstruosidad de la naturaleza humana. Con el revólver oculto detrás de la espalda, mira alternativamente al que está frente a él y a un crucifijo de cristal de roca y plata cincelada que adorna el remate del armario de ébano. Pide en silencio al emblema divino que lo ayude a vencer las fuerzas infernales que mantienen con vida ese cuerpo en apariencia invulnerable. En tanto que Rasputín, inconsciente o despreocupado, se endereza y parece interesarse en los detalles del armario antiguo, él pronuncia con una voz temblorosa: "¡Gregorio Efimovich, harías mejor en mirar el crucifijo y rezar una plegaria!". Ante esas palabras, Rasputín tiene una expresión de aceptación y de mansedumbre. Se diría que acaba de comprender por qué lo han llevado allí y que está de acuerdo en morir a manos de su huésped. Como si obedeciera a una orden de su víctima, Félix levanta lentamente el revólver, apunta al corazón y tira. El staretz lanza un aullido de bestia, se tambalea y se desploma pesadamente sobre la piel de oso.
Al oír el disparo, los amigos acuden. Pero, en su precipitación, enganchan el conmutador eléctrico y se apaga la luz. Chocan entre ellos susurrando en la oscuridad, luego se inmovilizan, temiendo tropezar con el cadáver. Al fin, alguno encuentra a tientas el interruptor y las lámparas vuelven a encenderse. Rasputín yace de espaldas, en medio de la piel de oso, con los ojos cerrados y las manos crispadas. Una mancha de sangre se extiende sobre su hermosa camisa bordada con flores. Sus rasgos se contraen por momentos sin que él levante los párpados. Pronto deja de moverse. El doctor Lazovert constata que el staretz está bien muerto. Alivio general. Los rostros se distienden como los de los buenos obreros que han terminado su trabajo. Mueven el cuerpo y lo dejan sobre el mosaico para evitar que la sangre manche la piel de oso, lo que proporcionaría un indicio a los investigadores. Luego, los cinco conjurados suben al escritorio sin apresurarse. Cada uno de ellos se considera como el salvador del país y de la dinastía. Mañana, toda Rusia les agradecerá.
Son las tres de la mañana. Conforme al plan establecido, Sukhotin y Lazovert deben simular el regreso de Rasputín a su domicilio para desviar las primeras sospechas. Con ese propósito, Sukhotin, encargado de hacerse pasar por el staretz, se desliza la pelliza del muerto sobre su capote militar y se coloca su gorro de piel. Lazovert se pone su uniforme de chofer. Parten en el coche descubierto de Purichkevich seguidos por el gran duque Dimitri. Después de hacer creer que Rasputín había vuelto a su casa, no tendrán más que volver al coche cerrado del gran duque para retirar el cadáver y transportarlo hacia la isla Petrovski.
Purichkevich y Félix quedan solos en el palacio Yusupov esperando que sus cómplices se reúnan con ellos. Para calmar los nervios, hablan del porvenir de Rusia, al fin desembarazada del demonio que la desfiguraba. Pero de pronto Félix tiene un presentimiento. Siente la necesidad de volver a ver al muerto. Rápidamente baja al subsuelo. ¡Dios sea loado! Rasputín sigue tendido, inmóvil, sobre los mosaicos. Por las dudas, le tantea el pulso. Ningún latido. Con repulsión, le sacude el brazo, que cae, inerte. Cuando está a punto de volver al escritorio, le llama la atención un ligero estremecimiento que recorre el rostro del staretz. El párpado izquierdo se levanta imperceptiblemente. Y, de pronto, Rasputín abre los ojos. Espantado, Félix quiere huir, pero las piernas le flaquean. Rasputín ya está de pie, con las pupilas fosforescentes, espuma en los labios, la garganta llena de aullidos. Grita: "¡Félix! ¡Félix!" Y, arrojándose sobre él, le aferra la garganta. A medias estrangulado, Félix tiene la sensación de luchar contra Satán en persona. Ni el veneno ni las balas han podido contra el monstruoso mujik Es más fuerte que la muerte. Más fuerte que Dios. ¡Todo está perdido! Por fin, con un esfuerzo desesperado, Félix consigue librarse de sus brazos. Rasputín cae hacia atrás, con estertores y aferrando en su mano la charretera que acaba de arrancar del uniforme de su asesino. Inmediatamente, Félix se precipita a la escalera y llama a Purichkevich, que ha quedado arriba: "¡Rápido! ¡Rápido! ¡Baje! ¡Todavía vive!"
Purichkevich prepara su revólver, se precipita por los escalones y llega justo a tiempo para ver a Rasputín, que ha escapado del subsuelo y se dirige pesadamente hacia una de las puertas del patio. Justamente la que no está cerrada. El staretz corre tambaleándose. Va a escapar. Y repite con una voz terrible: "¡Félix! ¡Félix! ¡Le diré todo a la Emperatriz!". El príncipe oye ese llamado con un sentimiento de angustia religiosa. ¿Y si se hubieran equivocado? ¿Si Rasputín fuera verdaderamente un hombre de Dios? Purichkevich tira dos veces sobre el fugitivo y yerra. Furioso, se muerde la mano izquierda para calmar el temblor que lo agita y tira de nuevo. Alcanzado en la espalda, Rasputín se detiene y vacila. Purichkevich lo alcanza, apunta a la cabeza y tira. Esta vez, el staretz se desploma, de cara al suelo. Dominado por la furia, Purichkevich le da un violento puntapié con la bota en la sien izquierda. Rasputín se estremece, se arrastra sobre el vientre y se inmoviliza definitivamente no lejos de la reja. Al tener la certeza de su muerte, Purichkevich vuelve hacia adentro a grandes pasos. Félix, testigo de la ejecución, se acerca. Las piernas le flaquean pero no puede apartarse de la visión del cuerpo acostado en la nieve. Teme verlo enderezarse bruscamente, como hace un momento. Pero no, ya está terminado. No habrá una tercera resurrección para el staretz. Se acercan algunos sirvientes, alertados por las detonaciones. Son gente de confianza. No dirán nada.
Destrozado por las emociones, Félix sube a su escritorio, pasa al cuarto de baño y vomita. Entre dos arcadas farfulla: "¡Félix!, ¡Félix!", con la voz del difunto. Purichkevich se reúne con él y lo reconforta. Pero el mucamo les anuncia que dos agentes de policía quieren hablarles. Han oído los disparos y quieren explicaciones. Muy dueño de sí, Purichkevich les declara que acaba de matar a Gregorio Rasputín, "ese que tramaba la pérdida de la patria". Impresionados por la importancia de las personas presentes, un príncipe y un diputado, los agentes prometen guardar silencio y hasta aceptan ayudar a transportar el cadáver al vestíbulo.
Una vez que se han ido, Félix quiere ver el cuerpo por última vez. Cuando lo ve, tendido en la entrada, lleno de heridas, el rostro tumefacto, la barba manchada con trazos rojos, se apodera de él una aberración furiosa. Sin reflexionar, vuelve a subir a su escritorio, empuña la cachiporra envuelta en caucho que le prestó Malakov, vuelve sobre sus pasos y asesta violentos golpes en el rostro y el vientre del muerto. Salpicado de sangre, sigue golpeando y repite: "¡Félix!, ¡Félix!…" Purichkevich y los criados lo sujetan y se lo llevan. Apenas llega a su escritorio se desmaya. [29]
A todo esto, el gran duque Dimitri, Sukhotin y Lazovert vuelven en automóvil cerrado para llevarse el cuerpo. Purichkevich, todavía trastornado, les cuenta las últimas peripecias del homicidio. Deciden dejar a Félix descansando, envuelven a Rasputín en una lona, lo cargan en el coche y parten hacia el puente Petrovski, entre las islas Petrovski y Krestovskil. El vehículo se detiene con las luces apagadas junto al parapeto. Los conjurados deciden arrojar el cadáver desde lo alto del puente, en un agujero que han visto en el hielo. Su apuro es tan grande que olvidan ponerle un lastre, lo que habría permitido mantenerlo en el fondo del agua. Lo levantan y lo arrojan por el borde al Neva. La pelliza, una galocha y el gorro de la víctima, que habrían debido ser quemados, van tras los despojos. No queda nada. Todo está en orden. Cada uno vuelve a su casa con la satisfacción de haber aprovechado el tiempo. Son las seis y media de la mañana.