Los dos delegados de la Duma llegan con la sensación de vivir horas históricas. Tienen rumores terribles de Petrogrado. Muy calmo, Nicolás II los recibe en su vagón y los tranquiliza: tiene verdaderamente la intención de dimitir. Pero, en el intervalo, su médico personal, el doctor Fedorov, le ha hecho notar que la salud precaria de su hijo es un obstáculo para que reine un día. El Emperador abdica, por lo tanto, en favor de su hermano menor, Miguel. Esta decisión satisface a Gutchov y Chulguin, que regresan a la capital seguros de que la renuncia del Zar va a calmar a los amotinados. Lamentablemente, no es así. Cuando los delegados bajan del tren en la estación de Petrogrado y anuncian a la multitud que Miguel va a suceder a Nicolás, sus declaraciones son recibidas con abucheos: "¡Abajo los Romanov! ¡Nicolás y Miguel son la misma cosa! ¡El rábano blanco es lo mismo que el negro! ¡Basta de autocracia!". A pesar de todo, la Duma piensa someter el problema al gran duque Miguel que, en realidad, no tiene ningún interés en acceder al trono en semejante clima de desorden. Prefiere desistir a su vez y se inclina oficialmente ante la autoridad de la futura Constituyente, cuyas elecciones tendrán lugar en algunos meses.
De regreso hacia Mohilev, Nicolás II, herido por la negativa de su hermano, anota en su diario íntimo: "Alrededor de mí no hay sino bajeza, cobardía y engaño". Otra vez en el Gran Cuartel General, entrega el mando supremo de los ejércitos al general Alexeiev. Ahora su única esperanza es que su desaparición provoque un despertar patriótico de Rusia y apresure el final de la guerra. La Emperatriz viuda, que acudió de Kiev a Mohilev, intenta reconfortar a su hijo privado del poder. Después de una larga conversación entrecortada con suspiros y lágrimas, Nicolás sube a su tren, estacionado frente al que utilizó su madre para venir. Vuelve a Tsarkoie Selo ya no como monarca sino como simple ciudadano. Un oficial ruso cualquiera. Del otro lado de la vía, Maria Fedorovna, de pie y llorando en la ventana de su vagón, lo bendice con grandes señales de la cruz. El 8 de marzo de 1917, él dirige un último mensaje a las tropas, recomendándoles someterse al gobierno provisional y combatir hasta la victoria.
Apenas llega a Tsarskoie Selo comprueba su soledad y su decadencia. Cuando se presenta ante las rejas del palacio, los centinelas se niegan a dejarlo entrar sin una orden del oficial de guardia. Éste aparece en la escalinata y grita: "¿Quién vive?" "¡Nicolás Romanov!", anuncia el centinela. "¡Déjenlo pasar!" Al fin está en medio de su familia. Los esposos se arrojan el uno en brazos del otro. La Zarina murmura entre dos sollozos: "¡Perdóname, Nicolás!". Él responde: "¡Soy yo, yo solamente el culpable de todo!".
Apenas Alejandra Fedorovna se reencuentra con su marido en Tsarskoie Selo, un nuevo golpe termina de desampararla. Había deseado transformar el departamento de Rasputín en un santuario dedicado a la gloria de "nuestro Amigo". Pero la violencia de los acontecimientos le impide poner en ejecución ese piadoso proyecto.El gobierno provisional no tiene ningún respeto por la memoria del Hombre de Dios. Muy pronto, el diario Las Noticias Rusas publica una información lacónica: "El departamento donde vivía Gregorio Rasputín y todo su mobiliario acaban de ser comprados por el señor Varenne, propietario del café El Imperio".
Poco después, otra catástrofe sacude a los huéspedes del palacio de Tsarskoie Selo: no sólo es profanada la vivienda del staretz sino que también se ensañan con sus despojos mortales. Obedeciendo a una orden del gobierno provisional, un grupo de soldados desentierra el féretro de Rasputín y lo coloca en una caja que había servido de embalaje de un piano. Luego lo transportan a Petrogrado y lo depositan en un rincón de las antiguas caballerizas imperiales. Al día siguiente, cargan la caja en un camión para sacarla de la ciudad. Kerenski ha dado instrucciones de inhumar el cuerpo en "algún lugar en el campo". E,n el camino, el camión sufre un desperfecto cerca de Lesnoi, en las afueras de la capital. Los curiosos se reúnen y exigen inspeccionar la caja. Cuando aparece el féretro, lo abren. Ante el cadáver de rostro apergaminado y ennegrecido, el delegado del Comité Permanente de la Duina, un tal Kupchinski, decide que hay que rociarlo con nafta y prenderle fuego allí mismo. Se eleva una enorme llama. La cremación, sobre una hoguera improvisada con árboles derribados en los alrededores, dura seis horas. Las cenizas son dispersadas al viento. Con fecha del 10 de marzo, Kupchinski levanta un acta que firman todos los participantes en la incineración. La Zarina ve en ese auto de fe sacrilego la prueba de que Rasputín es realmente un mártir digno de la veneración de las generaciones futuras.
El Zar y su familia están ahora encerrados en Tsarskoie Selo en compañía de unos pocos fieles. No tienen derecho de comunicarse con el exterior y su correspondencia es controlada. De todos modos, pueden pasearse por una parte del parque especialmente tapiada y vigilada por soldados. Kerenski los visita demostrando una cortesía helada. Pero tiene un mérito a los ojos de Nicolás: piensa continuar la guerra hasta el final junto a los Aliados. Tampoco es contrario a la partida de la familia imperial hacia el extranjero. Inglaterra parece lo más indicado como lugar de exilio, ya que Nicolás es primo hermano del rey Jorge V Sin embargo, los medios gubernamentales de Londres temen que los obreros se subleven al enterarse de la llegada del ex Zar a suelo británico. Además, la Zarina es de origen alemán. La propaganda revolucionaria los ha presentado en toda Europa como enemigos del pueblo. ¡Que se queden, entonces, por su cuenta y riesgo, en esa Rusia que no comprendieron y que dirigieron tan mal!
Lenin se regocija en Zurich. La podredumbre está en todas partes. Kerenski, que acaba de reemplazar al bonachón príncipe Lvov como jefe del gobierno provisional, no tiene talla para enfrentar la situación. Por mucho que predique a los soldados que hay que proseguir la guerra, sus exhortaciones les resultan indiferentes. A la menor amenaza de los amotinados de Petrogrado, se meterá bajo tierra. El líder bolchevique piensa que ha llegado el momento de regresar a la madre patria para dar el último toque a la descomposición del régimen. Entabla negociaciones con el representante del Kaiser en Berna y obtiene sin dificultad la autorización de dirigirse a Rusia, con su mujer y diecisiete compañeros de lucha, atravesando Alemania en un tren especial. Tiene un triple propósito: derribar la pandilla demasiado liberal de Kerenski, instituir la dictadura de los soviets y firmar una paz por separado lo antes posible.
Desde su llegada a Petrogrado en abril de 1917, donde es recibido como triunfador por los miembros de su partido, comienzan las manifestaciones hostiles al gobierno provisional. A comienzos de julio, los bolcheviques intentan un alzamiento en masa para apropiarse del poder. Pero los registros y los arrestos previos alcanzan a la mayoría de los dirigentes y el mismo Lenin, a punto de ser apresado, huye disfrazado de la ciudad y se refugia en Finlandia. Temiendo nuevas maniobras subversivas de los bolcheviques o un regreso enérgico de los monárquicos, Kerenski toma la resolución de enviar al Zar y su familia a Tobolsk, en Siberia. El 1º de agosto de 1917 dejan Tsarskoie Selo en tren. En Tiumen toman tres barcos que bajan por el Tobol. El 5 de agosto, la flotilla pasa por la aldea de Pokrovskoi, cuna de Rasputín, donde la casa del staretz se distingue de las otras isbas por su aspecto acomodado y sus grandes dimensiones. Reunidos en el puente, los proscritos saludan melancólicamente el recuerdo del Amigo desaparecido. Parece como si, a través de los vidrios de su morada, su espectro les diera la bienvenida en Siberia.
En Tobolsk alojan a la familia imperial y su séquito en la casa del gobernador de la provincia. Un destacamento de soldados, seleccionado en la guarnición de Tsarskoie Selo, asegura la vigilancia. El Zar siente sobre todo la ausencia de noticias. Al enterarse, por un mediocre diario local impreso en papel de embalaje, que el avance alemán se acentúa en el frente y que la agitación bolchevique gana terreno en la retaguardia, se desespera por su patria. Aprovechando los tumultos callejeros, Lenin regresa de Finlandia y, con la ayuda de un tal Trotski, le hace la vida difícil al gobierno provisional. Durante la noche del 23 al 24 de octubre, éste quiere comenzar persecuciones contra los comités militares revolucionarios constituidos por todas partes y cuya acción subversiva podría desorganizar la defensa del país. Los bolcheviques responden con una insurrección armada de una violencia tal que Kerenski se ve obligado a huir. Uno a uno son atacados los edificios públicos. Los ministros, refugiados en el palacio de Invierno, son acorralados y encarcelados sin distinción de opiniones. Las ciudades de provincia siguen el movimiento. La misma Moscú capitula ante los insurrectos. Lenin es dueño de Rusia. Los decretos se suceden a un ritmo acelerado: abolición de la propiedad de bienes raíces, designación de un Consejo de Comisarios del Pueblo, presidido por Lenin y comprendiendo sólo a bolcheviques, creación de la Unión Soviética, institución de una policía política, la Cheka…