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Sólo el 15 de noviembre de 1917, Nicolás es informado de la caída de Petrogrado y de Moscú, enteramente en poder de los bolcheviques. A continuación empiezan las conversaciones en Brest-Litovsk acerca de un armisticio por separado. El ex Emperador está horrorizado al constatar que su abdicación no ha servido de nada. A pesar de su solemne promesa a los Aliados, Rusia capitula en medio de la vergüenza, la miseria y el desorden. El termómetro ha bajado a treinta y ocho grados bajo cero y en las habitaciones se tirita. También la Zarina deplora la decadencia rusa y se pregunta qué habría pensado Rasputín, que detestaba la guerra aun reconociendo que había que proseguirla. No obstante, se muestra extrañamente tranquila en la desgracia. Los rigores del exilio parecen haberla purificado y le escribe a Anna Vyrubova, que permanece en Petrogrado: "Me siento madre de este país y sufro por él como por mi hijo, a pesar de todos los horrores y todos los pecados. Sabes que no se puede arrancar el amor de mi corazón así como no se puede arrancar de él a Rusia, a pesar de su negra ingratitud para con el Zar". (Carta del 10 de diciembre de 1917.) Y todavía: "¡Dios mío, cómo amo a mi patria a pesar de todos sus defectos…! Cada día glorifico al Señor por habernos dejado aquí y no habernos enviado más lejos, [al extranjero]". (Carta del 13 de marzo de 1918.) Poco después del envío de esta última carta, como Petrogrado parecía demasiado vulnerable a los ataques de los contrarrevolucionarios, el gobierno bolchevique se traslada a Moscú.

Inmediatamente, un comisario del pueblo, Yakovlev, llega de la nueva capital con mandato de transferir a los cautivos a un lugar mantenido en secreto por razones de seguridad. Ahora bien, el pequeño Alexis está enfermo. No se lo puede hacer viajar ni separarlo de su madre. Al término de dolorosas negociaciones se llega a un acuerdo: Alejandra Fedorovna debe decidirse a partir con su esposo y su hija María; las otras tres grandes duquesas y el zarevich se reunirán con ellos cuando el niño esté restablecido. Por fin, el 10 de mayo, todos los miembros de la familia están reunidos en Ekaterimburgo, lugar de confinamiento elegido para ellos por las autoridades bolcheviques. Se alojan en la casa de Ipatiev, un rico comerciante de la región. Todos soportan la reclusión con valentía y dignidad. La gentileza sonriente de las jovencitas, la alegría del niño, la altiva reserva de la madre, la serenidad del ex Zar impresionan hasta a los carceleros. Junto a los proscriptos están su médico personal, el doctor Botkin, y cuatro criados. El régimen se parece al de una prisión: la comida es infecta, los nuevos guardianes son groseros, la duración de los paseos en el jardín está estrictamente limitada; cada día aporta su lote de vejaciones.

Sin embargo, mientras que los exiliados no vislumbran el fin de su martirio, se organiza la reacción contra los bolcheviques. Generales hostiles a los soviets como Alexeiev, Denikin, Miller, Kutiepov, Denisov y Krasnov reúnen ejércitos de voluntarios "blancos" que enfrentan con éxito, por todas partes, a las tropas "rojas" del comisario del pueblo durante la guerra: Trotski. En Siberia, el avance de las fuerzas leales es tal que pronto amenazan Ekaterimburgo. Para Lenin no hay un momento que perder: de ningún modo es cuestión que el ex Zar caiga en manos de sus partidarios. Una vez liberado, constituiría una "bandera viviente" para los monárquicos. Con el consentimiento de Sverdlov, presidente del Comité Ejecutivo Central, se envía a Siberia un emisario encargado de liquidar el asunto sobre el terreno. Un tal Yurovski es designado comandante de la casa Ipatiev, llamada "casa de destino especial". Es un bruto obtuso y meticuloso. Preocupado por mostrarse a la altura de la misión que Moscú le ha confiado, recluta algunos ejecutores para la "liquidación": once hombres seguros, casi todos letones o prisioneros austro-húngaros. Luego, una vez resueltos todos los detalles de la operación, desde la muerte hasta el ocultamiento de los cadáveres, pasa a la acción.

En la noche del 16 al 17 de julio de 1918 (nuevo calendario), se despierta brutalmente a los miembros de la familia imperial, al doctor Botkin y a los servidores y se los hace bajar a un local en desuso del subsuelo. A las tres y cuarto de la mañana, los once verdugos irrumpen en la pieza, armas en mano, y abren fuego. Es una carnicería. Los cuerpos, acribillados de disparos y bayonetazos, son transportados en camión fuera de la ciudad, rociados con ácido sulfúrico, bañados en nafta y quemados. Lo que queda es escondido en un pozo de mina.

El 18 de julio, en Moscú, durante el transcurso de una sesión ordinaria del Consejo de Comisarios del Pueblo, Sverdlov anuncia que el ex emperador Nicolás ha sido ejecutado el día anterior en Ekaterimburgo. Ni una palabra sobre los demás miembros de la familia. En la sala, nadie protesta ni pide explicaciones. No se trata de un acontecimiento histórico sino de una simple peripecia. Lenin, que ha sido el instigador de la masacre, propone con la mayor calma pasar a la orden del día.

La profecía de Rasputín se ha cumplido punto por punto: su muerte ha hecho sonar el toque de difuntos del Imperio ruso. Los Romanov han sobrevivido sólo un año y medio a aquel a quien habían elegido como guía espiritual. En realidad, creyendo protegerlos, es a Lenin a quien ha tendido una mano sustentadora.

Hay un lazo misterioso entre esos dos hombres aparentemente opuestos en todo. Tanto el uno como el otro son fanáticos, pero Lenin es un ser de hielo, un calculador, un teórico dominado por una idea fija, privado del menor sentimiento humano, y Rasputín es un ser voluptuoso, un libertino, abierto a todos los vicios y persuadido de que Dios lo comprende y lo inspira. El primero se apoya sobre la obra de Carlos Marx, el segundo sobre la Biblia. Dominados ambos por una ambición desmesurada, el primero se complace en una lógica inflexible; el segundo, en una piedad primitiva y en los placeres de la carne. Durante la guerra, Lenin se alegra por las derrotas rusas y desea la victoria de Alemania porque sabe que, si gana Rusia, el régimen imperial será reforzado y magnificado por la prueba. De modo que, para él, cuanto más sufra Rusia, cuantos más muertos haya en el frente y descontentos en la retaguardia, más chances tendrá la revolución. Su propósito no es la salvación de la patria sino la toma del poder a cualquier costo. Rasputín, en cambio, ha sido hostil a la guerra desde el principio. Incapaz de disuadir a Nicolás II, se dedicó, con sus consejos, a limitar los daños y no cesó de rezar por el triunfo de los ejércitos rusos. Lenin apostó todo a favor de una debacle que acarreara la caída del Zar; Rasputín a un éxito militar que salvaría la monarquía.

Los dos, sin embargo, no tienen en vista más que la felicidad del pueblo, ambos hablan en su nombre. Rasputín se considera como el abogado de los pobres ante el soberano. No concibe éxito material y moral si no es en la unión de las masas oscuras y el Emperador, con exclusión de la aristocracia, que siempre ha embrollado el juego. Lenin, por su parte, quiere la supresión del Zar, la abolición de la propiedad privada, la dictadura de los obreros y los campesinos en todos los dominios. Rasputín sueña con una Rusia patriarcal, tradicional y mística; Lenin, con una Rusia inédita, dirigida por los oprimidos de ayer y resueltamente atea. Rasputín se siente ruso hasta la médula; Lenin quiere ser internacional y espera que la revolución gane, poco a poco, toda Europa. Rasputín no condena el reino del dinero, Lenin rechaza el capitalismo. Para Rasputín, el pasado es un modelo a seguir corrigiéndolo por medio de la justicia, la piedad y el amor al prójimo; para Lenin, hay que hacer tabla rasa de todas las viejas instituciones y construir un mundo nuevo, con gente nueva, desembarazada de los prejuicios de clase, de fortuna y de religión.

Nunca se encontraron, ni siquiera tuvieron que confrontar sus ideas. Uno, simple mujik; el otro, intelectual frenético, ¿han tomado conciencia de la extraña convergencia de sus destinos? Totalmemte diferentes por sus orígenes, su temperamento, su cultura, sin embargo ambos cooperaron, cada uno por su lado, a desmantelar la fortaleza de la autocracia. Rasputín la desquició por el escándalo de su presencia en la corte y por el ascendiente que ejercía sobre la pareja imperial. Lenin completó el trabajo de demolición prometiendo la felicidad, la prosperidad y la paz, a condición de derribar al responsable de todos los males de la tierra: el Zar.

A la sangre de Rasputín, salpicando una pieza del subsuelo del palacio Yusupov, ha respondido la sangre de los Romanov, brotando bajo el fusilamiento en los muros de otro subsuelo, el de la casa Ipatiev. El círculo se ha cerrado. Después de siglos de monarquía, el pueblo ruso deberá buscarse otros amos que servir y venerar doblando la espalda. Se llamarán Lenin, Stalin, Kruchev, Brezhnev, y perpetuarán el dogma de la necesaria dictadura del proletariado. Pero Rasputín, a pesar de su contribución al hundimiento del Imperio, no tendrá derecho más que al desprecio de los revolucionarios, a cuyos designios sirvió involuntariamente.

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