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III Misticismo y autocracia

Cuando vivía en su lejana provincia, Rasputín ignoraba casi todo acerca del Zar. Para él, Nicolás II era una especie de entidad superior, nimbada de misterio y con un poder sin límites. Pero en San Petersburgo, gracias a los ecos de los salones y de la calle, se forja poco a poco una imagen más precisa de la pareja imperial. Lo que le revelan sus diferentes interlocutores lo asombra y lo inquieta.

Están los que, como él, se rehusan a criticar al monarca y los que, en voz baja, no dudan en sugerir que Nicolás II no es más que un buen hombre sin voluntad, dominado por su mujer, y que prefiere la vida de familia, tranquila y discreta, a los fastos y las responsabilidades del poder. Se susurra que desde el comienzo de su reinado han aparecido signos nefastos sobre su cabeza. Apenas se había comprometido, muy joven, con la princesa alemana Alix de Hesse-Darmstadt, cuando su padre, Alejandro III moría a los cuarenta y nueve años de una afección renal. La joven se dirigió a Crimea, donde permanecía el Zar enfermo, justo a tiempo para recoger su último suspiro. Era una protestante ferviente y tuvo que abjurar de su fe para convertirse en una verdadera gran duquesa ortodoxa con el nombre de Alejandra Fedorovna. En ocasión del entierro del Zar en San Petersburgo, el 7 de noviembre de 1894, apareció cubierta con velos de duelo, lo que incitó a las malas lenguas a decir que, llegada al país "detrás de un féretro", era "un ave de mal agüero". Y, muy pronto, los hechos parecieron justificar esa aserción. Durante las fiestas de la coronación de Nicolás II, en mayo de 1896, cuando la multitud se apiñaba en el campo de la Khodynka, las planchas dispuestas a través de los fosos cedieron bajo el peso de los visitantes y más de dos mil personas murieron asfixiadas o aplastadas. Con el propósito de minimizar el desastre, los allegados del nuevo emperador le aconsejaron asistir al baile programado para esa noche en la Embajada de Francia. Pero, entre el público, muchos interpretaron esa decisión como una muestra de indiferencia con respecto a las víctimas de la Khodynka. "El Zar y su esposa" decían, "bailan sobre cadáveres." Más tarde, la opinión popular le reprochó también los atentados terroristas que no sabía impedir, la inútil matanza de la guerra contra el Japón, la inexcusable masacre de manifestantes en ocasión del "domingo rojo"…

Ya sea por mala suerte o por errores de criterio, parece que Nicolás II no puede emprender nada que no esté destinado al fracaso. Sin embargo, con la tozudez de los débiles, se rehusa a modificar su línea de conducta. Su idea fija es mantener, cueste lo que cueste, las bases de la dinastía y no ceder ni una parcela del poder que le han legado sus abuelos. Rasputín, monárquico fiel, no piensa censurarlo. Pero se pregunta si el soberano está bien secundado por su esposa. También se mantiene informado de lo que se dice de ella en los salones. Todos elogian su belleza, su dignidad, su rectitud moral, pero se cuenta que es excesivamente nerviosa, que siente horror hacia el mundo y las obligaciones protocolares, que es feliz sólo entre su marido y sus hijos y, por fin, que sus aspiraciones místicas la han llevado a rodearse de videntes y sanadores todos igualmente sospechosos. Se cita a un francés, el maestro Philippe de Lyon, magnetizador extralúcido, iunto con unosyurodivy, especie de inocentes semiidiotas que pretenden ser visitados por el Señor, como por ejemplo el tartamudo Mitia Koliaba, la loca Daria Osipova, el epiléptico Pacha, el peregrino Antonio, el pies-descalzos Basilio… El trato con estos impostores no impide que Alejandra Fedorovna rece ardiente y tradicionalmente en su oratorio decorado con numerosos iconos. Ya sean aprobadas por la Iglesia o nacidas de su imaginación enfermiza, todas las vías le parecen buenas para llegar a Dios.

Cuando la ve por primera vez en casa de la gran duquesa Militza, Rasputín adivina en seguida en ella la agitación de una naturaleza inquieta dada a los signos del más allá. Representa exactamente el tipo de mujeres que buscan su enseñanza. Pero él estima no tener nada en común con los charlatanes que hasta entonces han desfilado ante ella. Al contrario, él está dotado por Dios de un verdadero poder sobre los seres. Si lo dudara, el testimonio de los eclesiásticos que lo han distinguido bastaría para convencerlo de su vocación. Lamenta que la Emperatriz, que es seguramente una dama de clase, no recurra a él para que la libre de sus penas y sus angustias. Su método es simple. Mientras que la mayoría de los pretendidos sanadores imponen las manos o hacen pases magnéticos, él se contenta con orar con mucha intensidad pensando en el hombre o la mujer que se ha prometido a sí mismo salvar. Toma sobre sí el mal de aquellos que solicitan su ayuda. Los alivia de su fardo cargándolo sobre sus propios hombros. Por lo tanto, no es un médico cualquiera del espíritu sino un intercesor que tiene la suerte de saber atraer la atención del Señor sobre las miserias de aquí abajo. Al menos es así como se considera, sin orgullo ni falsa humildad. Lo que le interesa es el combate de las almas. Pues el alma manda al cuerpo. Y quien alivia el alma alivia el cuerpo por añadidura.

Esta toma de conciencia de sus facultades excepcionales incita a Rasputín a decirse que el Zar y la Zarina, decididamente, ya no pueden privarse de su mediación ante Dios. En este momento son como dos náufragos sacudidos por la tempestad. Las huelgas en San Petersburgo, las sediciones en Moscú, la huida de los ministros, la agitación charlatana de la Duma, todo irrita la opinión pública y, de rebote, atormenta a los soberanos. Rasputín no se ocupa en absoluto de política, pero no puede permanecer indiferente ante la confusión en que imagina sumida a la pareja imperial ante las dificultades de la hora.

Por fin, en julio de 1906, le es dado encontrar varias veces al Zar y la Zarina en el palacio Znamenka, de la gran duquesa Militza, y en Sergueieva, residencia de verano de la gran duquesa Anastasia. Esta última, recientemente divorciada del duque de Leuchtenberg, desea volver a casarse con su cuñado, el gran duque Nicolás Nicolaievich. Pero la Emperatriz, que es de un puritanismo de hierro, se muestra hostil a esa unión, cuya consecuencia sería la introducción de una divorciada en la familia. Anastasia y Militza cuentan con Rasputín para hacerla ceder. Él se desempeña a más y mejor en esa tarea ingrata, llegando a declarar que ese casamiento "del hermano y la hermana" contribuiría "a la salvación de Rusia". Alejandra Fedorovna lo escucha, pero no se decide a pronunciarse y entibia sus relaciones con Anastasia para castigarla por desafiar así las conveniencias sociales.

A pesar de este logro a medias, Rasputín hace llegar al Zar una carta del padre Iaroslav Medvedev, confesor de Militza de larga data, que solicita una audiencia oficial para el staretz Gregorio, que ha traído de Siberia un icono de san Simón de Verkhoturié destinado a Sus Majestades. El 15 de octubre de 1906, Nicolás II recibe a Rasputín en su palacio de Tsarskoie Selo. Lo rodean su esposa y sus hijos. Toman el té. Gregorio se siente en el colmo de la felicidad. Por fin accede al pináculo. Entrega al Emperador el icono milagroso y conversa libremente con la familia.

Mientras conversa, observa a su gente. La Emperatriz, que es de elevada estatura, posee una belleza fría, un porte altanero, una abundante cabellera rubia y ojos azules llenos de una gran dulzura, pero, ante la menor emoción, su rostro se llena de manchas rojas. No ha de saber controlar sus nervios. Su actitud desdeñosa se debe, con seguridad, a una extremada timidez. Eso no le impide ser categórica en sus juicios. Considera que la sociedad de San Petersburgo es inmoral, fútil, y lo dice sin ambages. A su lado, el Emperador parece pequeño y borroso. Tiene un lindo rostro, con barba cuidada y mirada inexpresiva. Es probablemente un hombre de raza, un buen marido, un buen padre de familia, ¿pero es un buen soberano? En todo caso, no tiene el aire de un conductor de pueblos: más bien de un oficial elegante, bien educado, que tiene por delante una carrera mediana en una guarnición de provincia. Es evidente que necesita que velen por él y que lo aconsejen en los momentos cruciales. Las cuatro grandes duquesas, de las que la mayor, Olga, tiene once años y la menor, Anastasia, cinco, son encantadoras. En cuanto al heredero del trono, de dos años de edad, todavía no es más que un niñito. Pero de aspecto paliducho y esmirriado. Su madre lo contempla con mirada ansiosa. Rasputín lo bendice así como a sus hermanas y sus padres. Luego se retira con lentitud y dignidad. La audiencia ha durado una hora. "Ha visto a los niños y ha conversado con nosotros hasta las siete y cuarto", anota Nicolás en su diario íntimo.