Cuando se marcha de la ciudad, el 30 de diciembre de 1909, dos mil personas lo acompañan en procesión hasta la estación. Desde la plataforma de su vagón, dirige un discurso de adiós a la multitud. Se llora, se agitan las manos hacia él. Jamás se ha sentido más poderoso ni más amado. Eliodoro bendice el tren antes del último sonido de la campana. Pero, al hacerlo, se pregunta si su gran amigo no está a punto de adquirir demasiada importancia, lo que terminaría por perjudicar al clero oficial. Rasputín, por su parte, con su olfato habitual, adivina que su popularidad avanza sobre la de esos mismos eclesiásticos que habían empezado por apostar todo a su favor. Tanto peor, no puede volverse atrás. Dios ha trazado su camino entre las iglesias, los monasterios, las cunas y las tumbas. Debe proseguir sin desviarse una línea el destino que le ha sido asignado desde siempre por el Altísimo. Si un día tropieza, será con el consentimiento del Cielo.
Sin embargo, de regreso en San Petersburgo, se inquieta al sentir que el viento ha cambiado. Las acusaciones provienen de todas partes. Dos mujeres, Khionia Berladskaia y una tal Elena, se dirigen al dulce y modesto obispo Teófanes., en la Academia de Teología, para quejarse de los desbordes lúbricos del staretz. Khionia incluso pretende, jurando sobre el Evangelio, que Rasputín ha abusado de ella en un vagón de ferrocarril. Como ella se había confesado ante él de sus faltas, el oró con ella y luego la derribó de espaldas y la poseyó, afirmando que actuaba así para liberarla de las fuerzas oscuras. Teófanes ya ha oído repetidas veces ese tipo de recriminaciones con respecto a su protegido. Convoca al culpable y lo conmina secamente a explicarse, se niega a escuchar sus excusas embrolladas y le reprocha el haber traicionado su confianza. Luego de lo cual solicita una audiencia al Zar.
No lo recibe el Zar sino la Zarina, acompañada por la inevitable Anna Vyrubova. "Hablé durante una hora", contará Teófanes, "tratando de demostrar que Rasputín se encontraba en un estado de extravío espiritual." Pero Alejandra Fedorovna, aun diciendo que está entristecida por esas revelaciones, continúa pensando que los errores de Gregorio no le impiden ser un auténtico santo. Simplemente, lo es a su manera. En lugar de elevarse por la ausencia de pecado, se eleva por el conocimiento mismo del pecado. En tanto que los otros staretz olvidan que son hombres a fuerza de oraciones, él sigue siéndolo con todas sus debilidades, todos sus vicios, en seguida redimidos por el éxtasis. Por lo tanto está cerca de las criaturas imperfectas que somos, cerca del pueblo ruso, cerca de la verdad rusa y, lejos de ofender a Dios, lo sirve en las tinieblas como en la luz.
Ante esa obstinación, Teófanes se retira, consternado, y decide unirse al clan de los enemigos declarados de Rasputín. Son numerosos y diversos. Les parece que ha llegado el momento de actuar. Se organiza una campaña de prensa con la bendición del archimandrita y está conducida por dos monárquicos de derecha: Tikhomirov, ex populista, jefe de redacción de Noticias Moscovitas, y Novoselov, profesor en la Academia de Teología de Moscú. Pero, para dar más peso a sus protestas, los adversarios del staretz juzgan indispensable asociar a los movimientos de izquierda. El fundador del Partido Octubrista, presidente de la tercera Duma, Gutchkov, se pone a la cabeza de los intelectuales liberales hostiles a la influencia creciente del mago. Desencadenado en Noticias Moscovitas, donde Novoselov acusa a Rasputín de ser un charlatán que deshonra a la familia imperial, el ataque es retomado y reforzado por La Palabra, órgano de la formación política de los KD. [12] Esta última hoja publica, entre el 20 de mayo y el 26 de junio de 1910, una serie de artículos de Gutchkov firmados S. V. Bajo la cobertura de esas iniciales, él fogoso diputado denuncia las indecencias del " staretz perverso", da el nombre de sus víctimas y expone la teoría rasputiniana, según la cual el acto carnal no constituye de ninguna manera un pecado sino que representa un medio excelente de acceder a la beatitud religiosa. Al pasar, el autor destaca las actitudes equívocas de Rasputín con la extrema derecha y los "medios dinásticos", dicho de otro modo, con la familia imperial.
Trastornado, Rasputín se dirige a sus amigos para implorarles ayuda. Ante la aparición del artículo de Novoselov en Noticias Moscovitas, los "creyentes de Tsaritsyn", empujados por Eliodoro, se elevan en un "mensaje" contra las calumnias difundidas por la prensa acerca del "bienaventurado staretz Gregorio", quien presenta incontestablemente "todos los signos de la elección divina". Solicitado a su vez para que vuele en ayuda del "mártir", Hermógenes se muestra más reticente. Como ha escuchado las confidencias del obispo Teófanes y se ha interesado en las diatribas de los diarios, no se encuentra lejos de pensar que los detractores están en lo cierto. Pero reconocerlo sería enajenarse la benevolencia de Sus Majestades. Prudente, Hermógenes guarda silencio…
De todas maneras, aun entre los allegados al trono, el "asunto" levanta oleaje. La niñera del pequeño Alexis, María Vichniakova, se queja a la Zarina de que Rasputín la ha "mancillado" en su habitación del palacio, y que tiene "relaciones" con otras mujeres. Indignada por esas maledicencias propias de las criadas, la Emperatriz la castiga con una suspensión de dos meses. Pero una dama de honor de Su Majestad, Sofía Tiutcheva, está igualmente perturbada. Se: asombra de las familiaridades de Rasputín con las grandes duquesas, a las que visita con frecuencia en su cuarto, por la noche, charlando y riendo con ellas cuando están en camisón. ¿No hay allí un peligro para las hijas de la pareja imperial o, por lo menos, una falta a la dignidad de su condición? Al oír ese nuevo reproche acerca del "santo hombre", Alejandra Fedorovna se congela en una actitud de reprobación altanera y se niega a responder. Entonces, Sofía Tiutcheva, que tiene carácter, se dirige al Zar para expresarle sus dudas acerca de la pureza de las intenciones del staretz. "Entonces, ¿usted tampoco cree en la santidad de Gregorio Efimovitch?", suspira Nicolás II. "¿Y qué diría si yo le confiara que si he sobrevivido a estos años difíciles es gracias a sus plegarias?" [13] Igual reacción de Sus Majestades cuando la hermana mayor de la Zarina, la gran duquesa Isabel, intenta alertar a Alejandra Fedorovna sobre las insinuaciones enojosas que, a causa de Rasputín salpican la Corona. Cortando la palabra a la visitante, la Emperatriz deja caer desdeñosamente: "¡Son las calumnias habituales contra aquellos que viven como santos!". Igual que la niñera Vichniakova, la dama de honor Tiutcheva es alejada del palacio por dos meses, como medida disciplinaria. A causa de eso sentirá tal despecho que no tardará en presentar su renuncia y contará por todas partes que fue licenciada por haber querido revelar a los soberanos las familiaridades del staretz Gregorio con las grandes duquesas.
Con el fin de reforzar el campo de sus aliados en la lucha contra los poderes hostiles, Rasputín se dirige a Saratov e intenta engatusar al piadoso Hermógenes. Para convencerlo de sus buenas intenciones, le pide que lo prepare para el sacerdocio. El obispo encarga a Eliodoro esa misión delicada. Pero Rasputín se revela pronto incapaz de aprender de memoria el texto de las plegarias y los pasajes esenciales del Evangelio. Traduce todo a su propio lenguaje, sin preocuparse por las improvisaciones y la pronunciación defectuosa, a tal punto que su instructor renuncia a prolongar la experiencia. Para consolarse de ese fracaso, Rasputín se hace fotografiar en hábito de sacerdote, con sotana pero sin cruz pectoral, junto a Hermógenes y Eliodoro.
No obstante, algunos meses más tarde, un primer desacuerdo opone al mismo Eliodoro al " staretz amado de Dios" a propósito de León Tolstoi, excomulgado en 1901 por sus ataques contra la Iglesia Ortodoxa. A la muerte del escritor, el 7 de noviembre de 1910, Eliodoro envía un telegrama a Nicolás II para exigir que se pronuncie el anatema contra ese falso cristiano. Ahora bien, es Rasputín quien le responde en lugar de Su Majestad: "Telegrama demasiado severo, Tolstoi enmarañado en las ideas. Falta de los obispos, lo han querido mal. A ti también te critican tus propios hermanos. Tómate el trabajo de reflexionar". En lugar de seguir ese sano consejo, Eliodoro instala en una sala de su monasterio un retrato de Tolstoi sobre el cual los peregrinos son invitados a escupir hasta que los rasgos del modelo desaparezcan bajo la saliva. Puesto al corriente de esos ultrajes a la memoria del difunto, Rasputín se entristece. Él siempre ha admirado a Tolstoi. No como novelista, por supuesto -no ha leído nada de él-, sino como predicador religioso. Le parece notar una afinidad espiritual entre él y el autor de La guerra y la paz, pues ninguno de los dos necesita la mediación de los sacerdotes para comunicarse con Cristo.
Como Eliodoro persiste en vituperar a las autoridades gubernamentales, y por repercusión al régimen, cuya blandura, considera, entrega Rusia a los revolucionarios, a los francmasones, a los judíos y a los ateos, Stolypin decide desplazarlo de Tsaritsyn, donde se comporta como un reyezuelo, para instalarlo en el monasterio de Novosil, dependiente del obispado de Tula. Rasputín interviene en seguida ante el Zar para que su amigo el Jerónimo sea mantenido en la ciudad de su predilección. Pero he aquí que Stolypin, harto de todas esas intrigas, vuelve a su deseo de apartar al mismo Rasputín de San Petersburgo, donde su presencia agita demasiado la opinión pública. Habla de ello al Zar, que lo escucha flemático. Ante la referencia a ciertas escenas inconvenientes en los baños, Nicolás II tiene una sonrisa despreciativa y replica: "Ya sé; también allí predica las Santas Escrituras". Luego aconseja a Stolypin que hable con el staretz cara a cara para hacerse una idea personal de su valor.