Había acudido a ella por primera vez porque tenía que matar el rato durante cuarenta minutos antes de acudir a la revisión anual de próstata. Le tenía miedo a aquella visita médica, al apuro y a la dentera que le producía tener que responder a la pregunta jovial que solía hacerle el médico (¿Todo para arriba? ¿Todo funciona como es debido?) con la verdad, que era que la ley de gravedad de Newton últimamente había empezado a hacerse realidad en lo relativo al más preciado de sus apéndices. Y como le faltaban seis semanas para cumplir cincuenta y cinco años, y todos los desastres que le habían ocurrido en la vida habían tenido lugar siempre en años múltiplos de cinco, si existía la menor posibilidad de saber lo que los dioses les reservaban a él y a su próstata quería hacer algo para prevenirlo.
Todas estas cosas se le agolpaban en la cabeza mientras rodaba por la autovía de la Costa del Pacífico a la tenue luz dorada de última hora de una tarde de diciembre. En un tramo de la carretera lleno de establecimientos y negocios, principalmente pizzerías y tiendas de tablas de surf, se había fijado en el pequeño edificio azul por delante del cual había pasado mil veces antes y en el letrero pintado a mano que rezaba: consultas de espiritismo. Douglas le echó una ojeada al nivel de gasolina en busca de un pretexto para detenerse, y mientras llenaba el depósito del Mercedes de gasolina súper sin plomo en la estación de servicio que se encontraba enfrente de aquel pequeño edificio azul, se decidió. Qué coño, pensó. Había maneras peores de matar cuarenta minutos.
Así fue como se encontró en la primera sesión con Thistle McCloud, que era cualquier cosa menos lo que él se esperaba que fuese una médium, ya que no usaba bola de cristal ni cartas de tarot, le bastaba con una joya del cliente. En las tres primeras visitas la mujer siempre había captado las emanaciones psíquicas de Douglas a través del reloj Rolex de éste. Pero aquel día había dejado a un lado el reloj, pues aseguró que se había quedado sin energía, y había puesto los ojos de color niebla en el anillo de boda. Le había tocado el dedo a Douglas y le había dicho:
– Creo que hoy voy a usar esto. Siempre que lo que quiera usted sea algo menos objetivo y más propio del corazón.
Douglas le había dado el anillo precisamente por estos dos últimos motivos: «Algo menos objetivo y más propio del corazón». Estas palabras le indicaron a Douglas que la médium sabía muy bien que aquel asunto suyo de hijo pródigo pertenecía al pasado, mientras que sus más hondas preocupaciones se referían ahora al futuro.
Ahora, con el puño cerrado en torno al anillo y los ojos en blanco, Thistle dejó de tararear aquellas cinco notas, respiró profundamente seis veces y abrió los ojos. Le dirigió a Douglas una mirada melancólica que hizo que éste sintiese un vacío en el estómago.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
– Tiene usted que estar preparado para recibir una gran impresión -le explicó la médium-. Se trata de algo inesperado. Vendrá de súbito y sin motivo aparente, pero a causa de ello su vida cambiará para siempre en lo esencial. Y será pronto. Presiento que va a llegar muy pronto.
Dios mío, pensó Douglas. Justo lo que le faltaba oír tres semanas después de que le metieran con indiferencia el dedo índice por el culo para ver cuál era el motivo por el que no se le empinaba.
El médico le había dicho que no era cáncer, pero no se había decidido entre media docena de posibilidades. Douglas se preguntó hacia cuál de ellas acabaría de sintonizar Thistle su antena.
La médium abrió la mano y ambos se quedaron mirando la alianza de boda que tenía en la palma, que brillaba mucho a causa del sudor.
– Se trata de una impresión externa, que viene de fuera -le aclaró ella-. La fuente que provocará ese cambio brusco en su vida no sale de dentro. La impresión procede del exterior y lo va a sacudir a usted hasta lo más hondo de su ser.
– ¿Está segura? -le preguntó Douglas.
– Todo lo segura que puedo estar, teniendo en cuenta el blindaje que lleva usted puesto. -Thistle le devolvió el anillo y al hacerlo le rozó la muñeca con dedos fríos-. Usted no se llama David, ¿verdad? No se ha llamado nunca David. Y nunca se llamará David. Pero tengo la impresión de que la D sí es correcta. ¿Me equivoco?
Douglas metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó la cartera. Teniendo buen cuidado de tapar el permiso de conducir para que la mujer no lo viera, sacó un billete de cincuenta dólares sujetándolo con los dedos pulgar e índice. Lo dobló y después se lo entregó.
– Donald -dijo la médium-. No. Tampoco es ese nombre. Darrell, quizás. O Dennis. No, aunque presiento que es un nombre de dos sílabas.
– En un trabajo como éste los nombres no tienen la menor importancia, ¿no? -dijo Douglas.
– No. Pero la verdad siempre es importante. Algún día, No David, va a tener que aprender usted a confiar en la gente, a decirle la verdad. La confianza es la clave. La confianza resulta esencial.
– La confianza es lo que acaba por joder bien a la gente -le aseguró Douglas.
Una vez fuera atravesó la carretera hasta la angosta calle que discurría paralela al océano. Siempre dejaba aparcado allí el coche cuando iba a visitar a Thistle. Teniendo en cuenta aquella curiosa matrícula, DRIL4IT [3], que prácticamente anunciaba quién era el propietario de aquel Mercedes, ya hacía tiempo que Douglas había llegado a la conclusión de que si alguien se dedicaba a hacer correr la voz de que el presidente de South Coast Oil visitaba regularmente a una médium, el resultado sería una verdadera catástrofe, pues aquello ahuyentaría a los posibles inversores en el futuro. Las inversiones arriesgadas son una cosa, pero poner el dinero en manos de un hombre al que se le puede acusar de utilizar la parapsicología en vez de la geología para buscar petróleo era otra muy distinta. Douglas jamás había hecho una cosa así, por supuesto. Nunca se había hablado de negocios en aquellas sesiones con Thistle. Pero intenten ustedes explicarle eso a la junta directiva. Intenten decírselo a cualquiera.
Subió al coche. Luego se dirigió hacia el sur en dirección a su oficina. Había dejado dicho en South Coast Oil que se iba con su esposa a comer a los riscos de Corona de Mar, pues deseaban hacer una romántica excursión invernal. Le había indicado a su secretaria que tendría apagado el teléfono móvil durante una hora por lo menos. Que procurase no llamarle y que hiciese el favor de no molestarlos. Que aquel tiempo lo tenía reservado para Donna y para él mismo.
Mencionar a Donna siempre era un truco que funcionaba muy bien cuando pretendía quitarse de encima a los de la South Coast Oil durante unas horas. Toda la empresa sentía un gran afecto por ella. En realidad todo el mundo le tenía afecto, y punto. A veces incluso le tenían demasiado afecto, pensó Douglas. Sobre todo los hombres.
«Tiene usted que estar preparado para recibir una gran impresión».
¿De veras? Douglas sopesó aquella afirmación pensando que tenía que ver con su esposa.
Cuando le hacía notar lo bien que les caía a los hombres, Donna siempre se mostraba sorprendida. Le decía que simplemente reconocían en ella a una mujer que se había criado en una familia rodeada de hermanos varones. Pero lo que Douglas veía en los ojos de los hombres cuando miraban a su mujer no tenía nada que ver con el afecto fraternal. Sí tenía que ver con desnudarla con la mirada, con llevársela a la cama en plan marrano y echar un buen polvo con ella.