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«Se trata de una impresión externa, que viene de fuera».

¿Realmente? ¿De qué tipo? Douglas pensó en lo peor.

Echar un polvo era lo que, a fin de cuentas, había siempre detrás de cualquier relación entre un hombre y una mujer. De manera que, como sus recientes fracasos para lograr una erección y satisfacer a Donna le hacían sentirse frustrado, a Douglas no le quedó más remedio que admitir que le preocupaba que a Donna se le estuviera acabando la paciencia. Y cuando se le acabase empezaría a mirar a su alrededor. Eso era natural. Y una vez que empezase a mirar por ahí, seguro que encontraba a alguien, o alguien la encontraría a ella.

«La impresión procede del exterior y lo va a sacudir a usted hasta lo más hondo de su ser».

Mierda, pensó Douglas. Si la desgracia se cernía sobre su vida al acercarse su cincuenta y cinco cumpleaños, puñetero número de la mala suerte, estaba seguro de que probablemente Donna sería el principal motivo de ello. La mujer tenía veintinueve años, llevaba cuatro casada (para Douglas era su tercera esposa) y, aunque parecía contenta, él había tratado con mujeres el tiempo suficiente como para saber que generalmente las aguas tranquilas ocultan algo más que profundidad. Esconden rocas capaces de hundir un barco en cuestión de segundos si los marineros no ponen los cinco sentidos en ello. Y el amor suele hacer que las personas pierdan la cabeza. El amor hace que las personas se vuelvan un poco chifladas.

Douglas no estaba chalado, desde luego. Conservaba los cinco sentidos. Pero el hecho de estar enamorado de una mujer casi treinta años más joven que él, de una mujer cuyo aroma atraía a todos los hombres en un radio de sesenta metros, de una mujer cuyos apetitos físicos él ya no lograba satisfacer cada noche… bueno, que llevaba semanas sin satisfacer… una mujer así…

«Tranquilízate -se dijo Douglas a sí mismo con brusquedad-. Esto de la médium es una tontería, ¿vale? Vale».

Pero no dejaba de pensar en esa impresión que se avecinaba, en el trastorno que iba a sufrir su vida y en la fuente de todo ello, una causa externa. No la próstata, no la polla ni ningún otro órgano de su cuerpo. Sino otro ser humano.

– Mierda -exclamó.

Condujo el coche por la cuesta que iba a dar a la autopista Jamboree Road, seis carriles de hormigón que avanzaban entre los árboles y atravesaban algunas de las fincas más caras de Orange County. Esa carretera lo llevó hasta la torre de vidrio de color bronce que albergaba lo que era el mayor orgullo de Douglas: South Coast Oil.

Una vez dentro del edificio, y mientras se dirigía al despacho, tuvo un encuentro fortuito con dos ingenieros de la compañía, mantuvo una breve conversación con un geólogo que le mostró a la vez un mapa topográfico y un informe del Departamento de Protección del Medio Ambiente, y celebró una conferencia en el pasillo con el jefe del departamento de contabilidad. Su secretaria le entregó un puñado de mensajes cuando por fin logró llegar al despacho.

– ¿Ha ido bien la excursión? -le preguntó-. Hace un tiempo increíble, ¿verdad? -Al ver que Douglas no le contestaba, añadió-: ¿Va todo bien, señor Armstrong?

– Sí. ¿Qué? Ah, sí, de primera -respondió.

Y se puso a leer los mensajes. Aquellos nombres no le decían nada.

Se acercó a la ventana que había detrás de la mesa de despacho y contempló la vista a través del enorme panel de vidrio tintado. Allá abajo el aeropuerto de Orange Country enviaba al cielo un reactor tras otro en un ángulo tan agudo que desafiaba tanto la razón como las leyes de la aerodinámica, aunque bien es verdad que protegía las delicadas sensibilidades auditivas de los millonarios que vivían bajo la trayectoria de vuelo. Douglas estuvo mirando aquellos aviones sin verlos en realidad. Sabía que tenía que responder a los mensajes telefónicos, pero en lo único que podía pensar era en las palabras de Thistle:

«Una impresión externa».

¿Qué podía haber más externo que Donna?

Ésta usaba el perfume Obsession. Se lo ponía detrás de las orejas y entre los pechos. Cuando pasaba por una habitación dejaba tras de sí aquel aroma.

El cabello oscuro de la mujer resplandecía cuando la luz del sol se reflejaba en él. Lo llevaba corto y con un peinado muy sencillo, con raya a la izquierda, y le caía suavemente justo hasta la altura de las orejas.

Donna tenía las piernas largas. Cuando andaba lo hacía con pasos grandes y seguros. Y cuando caminaba al lado de él, colgada de su brazo y con la cabeza echada hacia atrás, Douglas era consciente de que atraía la atención de todo el mundo. Sabía que juntos eran la envidia de sus amigos y también de los desconocidos.

Veía esa envidia reflejada en los rostros de las personas con las que se cruzaban cuando Donna y él iban juntos. En el ballet, en el teatro, en los conciertos, en los restaurantes, dondequiera que fuesen todas las miradas se volvían hacia Douglas Armstrong y su esposa. En la expresión de las mujeres se leía el deseo de ser jóvenes como Donna, de volver a tener la piel lisa y suave como ella, de vibrar otra vez, de ser fecundas y de estar bien dispuestas. Y en la expresión de los hombres se leía el deseo.

Siempre había sido un placer ver cómo reaccionaban los demás ante su esposa. Pero ahora se daba cuenta de lo peligrosa que era en realidad esa atracción y de cómo amenazaba con destruir su propia paz interior, la de él.

«Una impresión -le había dicho Thistle-. Tiene usted que estar preparado para recibir una gran impresión. Prepárese para recibir una impresión que le cambiará la vida».

Aquella tarde Douglas oyó correr el agua nada más entrar en la casa, casi quinientos metros cuadrados de suelos de piedra caliza, techos abovedados y ventanas panorámicas sobre la ladera de una montaña que ofrecían una hermosa vista del océano al oeste y de las luces de Orange County al este. La casa le había costado una fortuna, pero no le importó. El dinero no significaba nada para él. Había comprado la casa para Donna. Pero si hasta entonces había tenido algunas dudas sobre su esposa, dudas nacidas de la ansiedad que le provocaba su escaso rendimiento sexual y aumentadas por las consultas celebradas con Thistle, cuando Douglas oyó correr el agua empezó a darse cuenta de la verdad. Porque Donna estaba en la ducha.

Se quedó mirando la silueta detrás de los ladrillos de vidrio translúcido que delimitaban la ducha. Donna se estaba lavando el pelo. Todavía no se había percatado de la presencia de Douglas, y éste se quedó observándola durante un momento, paseando la mirada por aquellos pechos tan firmes, por las caderas, por las largas piernas. A su esposa le gustaba bañarse, darse lánguidos baños de burbujas en aquella bañera ovalada desde la que se divisaban las luces de la ciudad de Irvine. Pero ducharse sugería un esfuerzo más serio y enérgico por limpiarse bien a fondo. Y lavarse el cabello sugería… Bueno, estaba perfectamente claro lo que sugería eso. Los olores siempre quedan atrapados en el pelo: el humo de cigarrillo, el ajo de los salteados, el olor a pescado de los barcos de pesca o el olor a semen y a sexo. Estos dos últimos eran los olores más traicioneros. Evidentemente Donna tenía que lavarse el pelo.

La ropa que se había quitado se hallaba en el suelo. Tras echar una apresurada ojeada en dirección a la ducha, Douglas revolvió con los dedos entre las prendas hasta encontrar la ropa interior de encaje. Conocía bien a las mujeres. Conocía a su esposa. Si era cierto que había estado con un hombre aquella tarde, los jugos de su cuerpo, al secarse, habrían hecho que la entrepierna de las bragas adquiriese cierta rigidez, y se podría percibir el olor de tal relación. Eso le proporcionaría una prueba. Se las acercó a la cara.

– ¡Doug! ¿Qué demonios estás haciendo?

Douglas dejó caer las bragas; sentía las mejillas y el cuello llenos de sudor. Donna lo miraba desde la ducha con el pelo enjabonado y la espuma chorreándole por la mejilla izquierda. Se la limpió con la mano.