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– ¿Qué estás haciendo tú? -le preguntó él.

Tres matrimonios y dos divorcios le habían enseñado que una rápida maniobra de defensa desconcierta al oponente. Y en esta ocasión también dio resultado.

La mujer volvió a meterse bajo el chorro de agua de la ducha, cosa muy inteligente, puesto que así él no podía verle la cara, y le dijo:

– Pues está bien claro. Me estoy duchando. Dios mío, qué día he tenido.

Douglas se acercó un poco y observó a su esposa por la abertura de la ducha. No había puerta, sólo una mampara en la pared de ladrillos de vidrio. Podría observar tranquilamente el cuerpo de Donna y buscar algún signo indicativo de la clase de relación algo violenta que él sabía le agradaba a su esposa. Y ésta ni siquiera se daría cuenta de que la miraba, pues tenía la cabeza metida debajo de la ducha y se aclaraba el cabello con deleite.

– Steve llamó para avisarme de que estaba enfermo, así que he tenido que hacer yo todo el trabajo en las perreras -le comentó la mujer.

Criaba perros labradores de color chocolate. Así era como la había conocido, mientras él buscaba un perro para el más pequeño de sus hijos. Por referencias de un veterinario había descubierto las perreras que Donna poseía en Midway City, casi medio kilómetro cuadrado de tiendas de comida, perreras y lo que pasaba por ser una zona residencial de las afueras formada por viviendas en ruinas construidas en la posguerra con paredes de estuco y tejados destartalados. Era un lugar extraño para que acabase instalándose allí profesionalmente una chica de la parte cara de Corona de Mar, pero eso precisamente fue lo que a Douglas le gustó de Donna. Que no era como todas, no era un conejito playero, no era la típica chica del sur de California. O por lo menos eso era lo que a Douglas le había parecido.

– Lo peor ha sido la diarrea que padecen algunos perros -le comentó la mujer-. No me importa hacerles el aseo normal, nunca me ha importado, pero si hay algo que odio es limpiar los excrementos. Cuando he llegado a casa toda yo apestaba a caca de perro. -Cerró la ducha y cogió las toallas; se envolvió la cabeza con una y el cuerpo con otra. Salió de la de la ducha con una sonrisa y le comentó-: ¿No es extraño que unos olores se peguen a la ropa y al pelo y otros no?

Saludó a su marido con un beso y recogió las prendas del suelo. Lo echó todo en el cesto de la ropa sucia. Sin duda estaba pensando aquello de «Ojos que no ven corazón que no siente». Era así de lista.

– Ésta es la tercera vez en dos semanas que Steve llama para decir que está enfermo.

Se encaminó al dormitorio sin dejar de secarse por el camino. Dejó caer la toalla con la habitual falta de pudor que la caracterizaba y empezó a vestirse. Se puso una ropa interior pequeñísima, mallas negras y una túnica plateada.

– Como continúe así voy a tener que prescindir de sus servicios. Necesito a alguien más consistente, una persona seria y responsable. Si no es capaz de cumplir con su parte… -Donna frunció el ceño y miró a Douglas con la perplejidad reflejada en el rostro-. ¿Qué te ocurre, Doug? Me miras de una manera muy extraña. ¿Es que sucede algo malo?

– ¿Algo malo? No.

Pero pensó que había una marca, algo que parecía un moretón en el cuello de la mujer, consecuencia sin duda de un mordisco. Y se acercó a su esposa con intención de verlo mejor. Le sujetó la cara con las manos para darle un beso y le inclinó la cabeza a un lado. La sombra de la toalla que llevaba enroscada a la cabeza desapareció y dejó al descubierto una piel sin la menor tacha. Bueno, ¿y qué? No iba a ser tan estúpida como para dejar que cualquier salido la chupara en el cuello y le dejase la piel llena de marcas, por mucho que el tío la hubiese excitado. Donna no era tan tonta. Su Donna no.

Pero tampoco era tan lista como su marido.

A las seis menos cuarto del día siguiente Douglas se dirigió al departamento de personal. Era una elección mejor que recurrir a las Páginas Amarillas, porque al menos sabía que quienquiera que fuese la persona encargada de llevar a cabo las comprobaciones de los antecedentes y del entorno social de los empleados que se incorporaban a la empresa South Coast Oil, seguro que se trataba de alguien competente y discreto al mismo tiempo. Nunca nadie se había quejado de que hubiera algún detective de poca monta metiendo las narices en su vida.

El departamento se hallaba desierto, tal como Douglas esperaba. En las pantallas de todos los ordenadores se veían las imágenes cambiantes de protección: un banco de peces, pelotas botando y burbujas que estallaban. La oficina del director, situada al fondo del departamento, se encontraba a oscuras y cerrada con llave, pero la llave maestra que el presidente de la compañía llevaba en la mano resolvió ese problema. Douglas entró y encendió las luces.

Encontró el nombre que buscaba entre la manoseada agenda del director, curioso anacronismo en un despacho que en todos los demás aspectos pertenecía a la era de la informática. «Cowley e Hijo, Investigaciones», leyó en letra de imprenta medio desvaída. Aquello iba acompañado de un número de teléfono y de una dirección en la península de Balboa.

Douglas se quedó mirando la dirección durante un buen rato. En el último momento se preguntó si era mejor saber la verdad o vivir sumido en una dichosa ignorancia. Pero él no era dichoso, ¿no? Y no lo había sido desde el momento en que había fracasado en las obligaciones que se suponía tenía que realizar como hombre. Así que era mejor averiguar la verdad. Tenía que saber. El conocimiento significa poder, proporciona poder. Poder es igual a control. Y él necesitaba ambas cosas.

Cogió el teléfono.

Douglas tenía la costumbre de salir siempre a comer fuera a menos que hubiera programada alguna reunión con los geólogos o con los ingenieros, así que nadie se extrañó lo más mínimo al verlo abandonar la sede de South Coast Oil al día siguiente antes del mediodía. Una vez más cogió Jamboree con intención de dirigirse a la autopista de la Costa, pero en esta ocasión en vez de salir hacia el norte, hacia Newport, donde Thistle la médium hacía sus pronósticos, cruzó directamente al otro lado de la carretera y bajó por la pendiente hasta un puente ligeramente curvo que, cubriendo una parte del puerto de Newport, separaba la tierra firme de una porción de tierra con forma de ameba que se llamaba isla Balboa.

En verano la isla se encontraba repleta de turistas. Embotellaban las calles con los vehículos y montaban en bicicleta a toda velocidad por las aceras en cualquier rincón de la isla. Ningún oriundo del lugar que se encontrase en su sano juicio se aventuraba a poner los pies en la isla Balboa durante el verano sin tener un buen motivo para ello, a no ser que viviera allí. Pero en invierno el lugar se encontraba prácticamente desierto. Douglas tardó menos de cinco minutos en serpentear por las estrechas calles hasta llegar al extremo norte de la isla, donde aguardaba el ferry que traslada coches y peatones hasta la península en un viaje relámpago.

Allí el tiovivo con toldo a rayas y una noria daban vueltas en sentido contrario como si fueran engranajes de un reloj enorme; señalaban una parte conocida como Zona de Diversión, que mucho tiempo atrás había sido una verdadera pesadilla para la policía. Sin embargo, aquel día no se veía merodeando por allí ninguna banda juvenil con botes de aerosol en la mano listos para usar. Las únicas personas presentes en la Zona de Diversión eran un parapléjico en silla de ruedas y su acompañante, que iba en bici.

Douglas pasó junto a ellos al bajar del ferry con el coche. Estaban enfrascados en una conversación. Para aquellos dos hombres no existía ni la noria ni el tiovivo. Ni el Mercedes azul ni Douglas, cosa que a éste le iba de maravilla. No le interesaba que lo viera nadie.