Se detuvo justo al borde de la playa, en un aparcamiento donde dejar el coche quince minutos costaba un cuarto de dólar. Metió cuatro monedas en la máquina. Cerró el automóvil y se dirigió al oeste por la calle Mayor, una avenida sombreada por numerosos árboles que medía unos sesenta metros de longitud; empezaba en un falso restaurante de Nueva Inglaterra con vistas al puerto de Newport y acababa en el muelle Balboa, que se adentraba en el océano Pacífico, aquel día de un color verde grisáceo y agitado por olas turbias consecuencia de una tormenta invernal en Alaska.
Lo que Douglas buscaba era el número 107 de aquella calle, y lo encontró con facilidad. Situado al este de un callejón, el 107 era un edificio de dos pisos cuya planta baja se hallaba ocupada por una peluquería que acusaba ya el paso del tiempo; se llamaba JJ's Natural Haircutting y tenía una decoración muy recargada a base de macramé, macetas llenas de plantas y pósteres de Janis Joplin. La planta superior estaba dividida en varias oficinas a las que se subía por una escalera de dudosa estructura situada en el extremo norte del edificio. El número 107 era la primera puerta de la planta superior (JJ's Natural Haircutting al parecer era el 107-A), pero cuando Douglas quiso hacer girar el descolorido pomo de bronce que se hallaba debajo de la igualmente destartalada placa que anunciaba el negocio como cowley e hijo, investigaciones, se encontró la puerta cerrada.
Frunció el ceño y consultó el Rolex. Habían acordado una cita a las doce y cuarto. En aquel momento eran las doce y diez. ¿Dónde estaría Cowley? ¿Dónde estaría el hijo?
Volvió a la escalera dispuesto a ir hasta el coche para coger el teléfono móvil, localizar a Cowley y ponerlo a parir por concertar una cita y no presentarse. Pero cuando sólo había bajado tres peldaños vio a un hombre vestido de caqui que sorbía una naranjada con el mismo entusiasmo de un niño de doce años y que avanzaba hacia él. Aunque a juzgar por el cabello escaso y el rostro curtido por el sol y surcado de arrugas, debía de tener por lo menos cinco décadas más que un niño de doce años. Y la cojera, combinada con la ropa que vestía, sugería heridas de guerra.
– ¿Usted es Cowley? -le preguntó en voz alta desde las escaleras.
El hombre lo saludó agitando la naranjada a modo de respuesta.
– ¿Armstrong?
– El mismo -respondió Douglas-. Oiga, no dispongo de mucho tiempo.
– Igual que todos, hijo -le aseguró Cowley.
Y comenzó a subir las escaleras.
Le dirigió una amistosa inclinación de cabeza, sorbió con fuerza por la paja un poco de naranjada y pasó junto a él dejando una ráfaga de una loción para después del afeitado que Douglas hacía veinte años que no olía. Canoe. Dios bendito. ¿Todavía se vendía aquella loción?
Cowley abrió la puerta y le hizo a Douglas un gesto con la cabeza para indicarle que entrase. La oficina constaba de dos dependencias: una sala de espera escasamente amueblada a través de la cual pasaron, y otra que, obviamente, eran los dominios de Cowley. La pieza central de esta última consistía en un escritorio de acero de color verde oliva. Había también varios archivadores y estanterías a juego.
El investigador se dirigió a un viejo sillón de madera situado tras la mesa de despacho, pero no se sentó en él. En cambio, abrió uno de los cajones laterales y, justo cuando Douglas esperaba que apareciese una botella de bourbon, sacó un frasco con cápsulas amarillas. Se puso dos en la palma de la mano y se las tomó con un largo trago de naranjada. Después se hundió en el sillón y se agarró a los brazos del mismo.
– Es que tengo artritis -le comentó a Douglas-. Combato esa putada con aceite de prímula. Concédame un minuto, ¿vale? ¿Quiere un par?
– No.
Douglas miró el reloj para asegurarse de que Cowley se enteraba de que su tiempo era muy valioso. Luego se acercó despacio a las estanterías.
Esperaba encontrar manuales de municiones, códigos penales y textos de vigilancia, algo que asegurase a los posibles clientes que habían acudido al lugar adecuado con sus cuitas. Pero lo que encontró fue poesía, un volumen tras otro cuidadosamente colocados en orden alfabético por autores, desde Matthew Arnold hasta William Butler Yeats. Douglas no sabía qué pensar de aquello.
Si quedaba espacio en alguna estantería estaba ocupado con fotografías. Se hallaban torpemente enmarcadas, y en su mayor parte eran instantáneas. Mostraban niños pequeños sonrientes, una mujer con aspecto de abuela y cabellos grises, y varios adultos jóvenes. Y en medio de las fotografías, enfundado en plástico, había un Corazón Púrpura, la condecoración militar. Douglas la cogió. Nunca había visto una de aquéllas, pero le agradó saber que lo que había supuesto respecto a la causa de la cojera de Cowley era acertado.
– Veo que ha tenido usted ocasión de saber lo que es la acción -le comentó.
– Es mi culo el que lo sabe -le respondió Cowley. Al ver que Douglas miraba hacia él, el detective privado continuó hablando-: Me dieron en el culo. Esas cosas pasan. Vaya mierda, ¿no?
Apartó las manos de los brazos del sillón y las cruzó sobre el estómago. Lo mismo que el de Douglas, estaba abultado en exceso. En realidad los dos hombres tenían una constitución semejante: robustos, propensos a engordar rápidamente en cuanto dejaban de hacer ejercicio, demasiado altos para considerarlos bajos y demasiado bajos para considerarlos altos.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Armstrong?
– Se trata de mi esposa -le dijo Douglas.
– ¿Su esposa?
– Puede que ella… -Ahora que había llegado el momento de exponer el problema y la causa que lo había provocado, Douglas no sabía si sería capaz de hacerlo. Así que preguntó-: ¿Quién es el hijo?
Cowley alargó la mano para coger la naranjada y sorbió un poco con la paja.
– Murió -repuso-. Un conductor borracho se lo cargó en la autovía Ortega.
– Lo siento.
– Es lo que le he dicho. Esas cosas pasan, y son una mierda. ¿Qué mierda le ha ocurrido a usted?
Douglas dejó de nuevo el Corazón Púrpura en su sitio. Posó la vista en la abuela canosa que salía en una de las fotografías y comentó:
– ¿Es su esposa?
– Sí, en efecto. Llevamos casados cuarenta años. Se llama Maureen.
– Yo ya voy por la tercera. ¿Cómo se las ha arreglado para resistir cuarenta años con la misma mujer?
– Es que tiene sentido del humor. -Cowley abrió el cajón del medio del escritorio y sacó un bloc y un lápiz muy gastado. Escribió armstrong en la parte superior con letras mayúsculas de imprenta y lo subrayó. Luego comentó-: Me decía usted que su esposa…
– Creo que me engaña. Y quiero saber si estoy en lo cierto. Quiero saber quién es él.
Cowley dejó el lápiz en la mesa con mucho cuidado. Observó un momento a Douglas. En la calle una gaviota lanzó un graznido desde un tejado.
– ¿Qué le hace pensar que se ve con alguien?
– ¿Es que tengo que darle pruebas para que usted acepte el caso? Creía que lo contrataba para eso. Para que usted busque las pruebas.
– Pero no habría venido a verme de no tener alguna sospecha. ¿Cuáles son?
Douglas hizo memoria. No pensaba decirle a Cowley que había intentado olfatear la ropa interior de su esposa, así que tardó un momento en repasar la conducta que Donna había mantenido las últimas semanas. Y al hacerlo halló pruebas adicionales. ¿Cómo coño había podido pasarlas por alto? Se había cambiado de peinado; se había comprado ropa interior nueva… todas aquellas prendas de encaje negro de Victoria's Secret; dos veces la había encontrado hablando por teléfono al llegar a casa, pero en cuanto entraba en la habitación Donna se apresuraba a colgar; había por lo menos dos largas ausencias cuya excusa era insuficiente para justificarlas; y en seis o siete ocasiones le había dicho que se había citado con unas amigas.