Cowley asintió pensativo mientras Douglas le enumeraba las sospechas.
– ¿Le ha dado usted algún motivo para que lo engañe? -le preguntó a continuación.
– ¿Que si le he dado motivos? Pero ¿esto qué es? ¿Soy yo la parte culpable?
– Las mujeres no suelen descarriarse si no hay detrás un hombre que les dé motivos.
Cowley observaba a Douglas desde debajo de las pobladas cejas. Éste vio que al detective se le estaba formando una catarata en un ojo. Caray, el tipo aquel era un vejestorio, un auténtico carcamal.
– Pues no hay ningún motivo que yo sepa -le aseguró Douglas-. Yo no la engaño a ella. Ni siquiera siento el menor deseo de hacerlo.
– Pero es una mujer joven. Y un hombre de su edad… -Cowley se encogió de hombros-. La mierda siempre acaba salpicándonos a nosotros los viejos. Y los jóvenes no tienen suficiente paciencia para entenderlo.
Douglas tuvo ganas de hacerle notar a Cowley que él era por lo menos diez años más joven, si no más. También quería borrarse como socio del club de «nosotros los viejos». Pero el investigador privado lo miraba compasivo, de manera que en vez de discutir Douglas decidió contarle la verdad.
Cowley cogió la naranjada y se la terminó. Arrojó el vaso de papel a la papelera.
– Las mujeres tienen necesidades -le comentó. Y, llevándose las manos desde la entrepierna hasta el pecho, añadió-: Un hombre prudente no confunde lo que pasa aquí abajo con lo que pasa aquí arriba, en el pecho.
– Pues tal vez yo no sea un hombre prudente. ¿Va usted a ayudarme o no?
– ¿Seguro que desea que le ayude?
– Quiero saber la verdad. Eso soy capaz de afrontarlo. Pero no puedo vivir sin saber qué sucede. Necesito saber lo que tengo entre manos.
Daba la impresión de que Cowley estuviese comprobando hasta qué punto Douglas decía la verdad. Finalmente pareció que había tomado una decisión, pero una que en el fondo no le gustaba demasiado, porque movió la cabeza a ambos lados, cogió el lápiz y dijo:
– Pues déme algunos detalles. ¿Qué posibilidades hay de que se trate de alguien cercano?
Douglas había pensado en ello. Estaba Mike, el hombre que iba a limpiar la piscina una vez a la semana. Y Steve, que trabajaba con Donna en las perreras de Midway City. También había que contar con Jeff, el profesor de gimnasia. Y luego quedaban el cartero, el hombre de FedEx y el joven ginecólogo que trataba a Donna.
– ¿Debo suponer entonces que acepta usted el caso? -le preguntó Douglas a Cowley. Sacó la cartera y extrajo un fajo de billetes-. Supongo que querrá usted un adelanto.
– No necesito dinero, señor Armstrong.
– De todos modos… -Douglas no tenía intención de dejar rastros pagando a aquel hombre con un cheque-. ¿Cuánto tiempo le llevará?
– Déme unos cuantos días. Si su mujer se ve con alguien, antes o después se descubrirán. Siempre sucede así.
La voz de Cowley sonaba abatida.
– ¿Su mujer le ha engañado alguna vez? -le preguntó Douglas con perspicacia.
– No lo sé. Pero si lo ha hecho, probablemente me lo mereciese.
Ésa era la manera de pensar de Cowley, pero Douglas no la compartía. Él no se merecía que Donna lo engañase. Nadie se merecía eso. Y cuando averiguase quién se estaba trabajando a su mujer… bueno, se iban a enterar de que existía una clase de justicia que ni siquiera Atila, el rey de los hunos, fue capaz de hacer desaparecer.
Esta decisión suya se vio reforzada aquella misma noche en el dormitorio cuando, al saludar a su esposa con un beso, los interrumpió el teléfono. Donna se apartó de él rápidamente para contestar. Le dirigió una sonrisa a Douglas como si se sintiera culpable y se echó el cabello hacia atrás de la manera más sensual posible, ahuecándoselo con los dedos al tiempo que levantaba el auricular.
Mientras se cambiaba de ropa Douglas se quedó escuchando lo que decía su esposa. Oyó que se le animaba la voz al hablar.
– Sí, sí. Hola… No… Doug acaba de llegar a casa y estábamos hablando de cómo nos ha ido el día…
Así que quien llamaba ahora ya sabía que él se hallaba presente en la habitación. Douglas se imaginó lo que aquel cabrón, fuera quien fuese, debía de haberle preguntado a Donna:
¿Puedes hablar?
Porque ella respondió:
– No. En absoluto.
¿Quieres que te llame más tarde?
– Vaya, eso sería fantástico.
No, fantástico ha sido lo de hoy. No sabes cómo me gusta follar contigo.
– ¿De veras? Qué barbaridad. Tendré que probarlo.
Y yo quiero probarte a ti, nena. ¿Te pones húmeda al pensar en mí?
– Pues claro que sí. Escucha, ya hablaremos otro rato, ¿vale? Tengo que empezar a hacer la cena.
Pero piensa todo el tiempo en el día de hoy. Ha sido el mejor. Tú eres la mejor.
– Muy bien. Adiós.
Donna colgó y se acercó a Douglas. Le rodeó la cintura con los brazos.
– Ya me he librado de ella. Era Nancy Talbert. Por Dios, no tiene nada mejor en qué pensar que en unas rebajas de zapatos en Neiman-Marcus. Conmigo que no cuente. Por favor.
Se abrazó a Douglas. Éste no podía verle la cara a su esposa, sólo la parte de atrás de la cabeza, que se reflejaba en el espejo.
– Nancy Talbert… -repitió Douglas-. Me parece que no la conozco.
– Claro que sí, cariño. -Donna apretó las caderas contra las de Douglas, que notó cierto calor en la entrepierna, esperanzador aunque inútil-. Está conmigo en Soroptimists. La conociste el mes pasado después del ballet. Hmm, qué gusto. Me encanta que me abraces. ¿Quieres que vaya a preparar la cena o retozamos un poco antes?
Otra jugada inteligente por su parte. Douglas no pensaría que lo engañaba si Donna hacía ver que seguía deseando acostarse con él. Daba igual que no pudiera proporcionarle lo que ella quería. Donna le daba ánimos, y aquellos momentos así lo demostraban. O al menos eso creía ella.
– Me encantaría -le dijo Douglas al tiempo que le daba un azote en el trasero-. Pero será mejor que cenemos primero. Y después, allí mismo, en la mesa del comedor… -Consiguió guiñarle un ojo en un gesto que esperaba resultase libidinoso-. Tú espera y verás, niña.
La mujer se echó a reír y se marchó a la cocina. Douglas se sentó en la cama, desconsolado. Aquella charada era una tortura. Tenía que saber la verdad.
No tuvo noticias de Cowley e Hijo, Investigaciones, durante dos angustiosas semanas durante las cuales tuvo que sufrir tres conversaciones telefónicas llenas de evasivas entre Donna y su amante, cuatro falsas excusas por ausentarse de casa de manera imprevista y otras dos duchas en pleno día alegando que Steve no había podido ir a trabajar a las perreras. Cuando por fin consiguió ponerse en contacto con Cowley, Douglas tenía los nervios destrozados.
El detective tenía noticias que darle. Le dijo que le informaría en cuanto pudieran verse.
– ¿Qué le parece si nos vemos a la hora de comer? -Le preguntó Cowley-. Podríamos quedarnos por aquí, hay un lugar cerca llamado Tail of the Whale.
Douglas le dijo que nada de comidas. No era capaz de probar bocado. Iría a ver a Cowley a su despacho a la una menos cuarto.
– Bueno, pues entonces mejor quedemos en el muelle -le indicó Cowley-. Así podré tomarme una hamburguesa en Ruby's y después hablaremos. ¿Sabe usted dónde está Ruby's? Se halla al final del muelle.
Douglas conocía Ruby's. Era una cafetería de los años cincuenta situada en el muelle Balboa, y allí encontró a Cowley, según lo prometido, a la una menos cuarto. El detective daba buena cuenta de una hamburguesa con queso acompañada de patatas fritas y tenía un sobre marrón encima de la mesa, junto al batido de fresa.