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Cowley llevaba la misma ropa caqui que el día en que se habían conocido. Había añadido al conjunto un sombrero panamá. Se tocó con un dedo el ala del mismo cuando vio que Douglas se le acercaba. Masticaba a dos carrillos, que tenía muy abultados con la hamburguesa y las patatas.

Douglas se sentó enfrente de Cowley y alargó un brazo para coger el sobre. Cowley se apresuró a poner la mano encima del sobre.

– Todavía no -le dijo.

– Tengo que saber lo que sea.

Cowley quitó el sobre de encima de la mesa y lo dejó sobre el asiento de vinilo que tenía a un lado. Removió un poco el batido con la paja y se quedó observando a Douglas a través de aquellos ojos opacos que parecían reflejar la luz del sol que entraba de la calle.

– Fotos -le indicó-. Es lo único que tengo para usted. Las fotos no son la verdad. ¿Lo entiende?

– De acuerdo. Fotos.

– Lo que sucede es que no sé muy bien qué es lo que estoy fotografiando. Me limito a seguir a la mujer y fotografío lo que veo. Y lo que yo veo puede que no signifique ni una mierda. ¿Me comprende?

– Mire, usted enséñeme las fotos y ya está.

– En la calle.

Cowley dejó sobre la mesa un billete de cinco dólares y tres de uno y le dijo en voz alta a la camarera:

– Ya nos veremos más tarde, Susie.

Tras lo cual salió delante de Douglas a la calle. Se acercó a la barandilla del muelle y se puso a mirar hacia el agua. Una barca de las utilizadas para la observación de ballenas se mecía aproximadamente a un cuarto de milla de distancia de la costa. En aquella época del año era todavía demasiado pronto para avistar manadas que emigrasen a Alaska, pero los turistas que iban a bordo seguramente no lo sabían. Los prismáticos que llevaban lanzaban destellos al reflejar la luz.

Douglas se acercó al detective privado y se puso a su lado. Éste le dijo:

– Tiene usted que saber que su esposa no se comporta como una mujer culpable de algo. Parece ir a lo suyo, sencillamente. Se ha visto con unos cuantos hombres, no quiero engañarle, pero no he podido sorprenderla haciendo nada malo.

– Déme las fotos.

Pero en vez de entregarle las fotografías Cowley se quedó mirando fijamente a Douglas. Éste era consciente de que la voz le traicionaba.

– Le propongo seguirla durante otras dos semanas -le dijo Cowley-. Esto que tengo aquí no es gran cosa.

Abrió el sobre. Desde donde estaba Douglas sólo se veía el dorso de las fotografías. Cowley decidió ir entregándoselas en grupos.

Las del primer grupo se habían tomado en Midway City, no lejos de las perreras, en la tienda donde Donna compraba la comida para los perros. En aquellas imágenes se la veía cargando sacos de veinte kilos en la parte de atrás de su camioneta Toyota. La ayudaba un tipo que vestía con ropa estilo Calvin Klein, vaqueros ajustados y camiseta. Ambos se reían y en una de las fotos Donna se había colocado las gafas de sol en la cabeza para mirar directamente a su acompañante.

Parecía que coqueteaba, pero se trataba de una mujer joven y bonita y coquetear era normal en ella. Aquel grupo de fotografías no tenía nada de particular. Podía haberse mostrado un poco menos contenta de hablar con aquel semental, pero era empresaria y tenía que comportarse con amabilidad para dirigir el negocio. A Douglas aquello no le preocupó.

El segundo grupo de fotografías mostraba a Donna en el gimnasio donde hacía ejercicio bajo la mirada de un profesor dos veces a la semana. El instructor tenía uno de esos cuerpos esculturales y una mata de pelo en la que cada mechón parecía recibir a diario los cuidados de un profesional. En las fotos Donna llevaba ropa adecuada para hacer ejercicio, nada que Douglas no hubiera visto ya antes, aunque ahora por primera vez se fijó en lo bien conjuntada que iba. Desde las mallas hasta los calentadores y la banda para sujetar el pelo, todo servía para realzar el atractivo de su esposa, Y al parecer el instructor lo apreciaba convenientemente, pues se hallaba agachado ante Donna mientras ésta ejecutaba algunas mariposas verticales con las piernas separadas. No cabía la menor duda de en qué parte concentraba la atención el profesor. Aquello parecía más grave.

Estaba a punto de pedirle a Cowley que siguiera al instructor, cuando el investigador observó:

– No hubo contacto corporal entre ellos aparte del normal en estas circunstancias. -A continuación le entregó el tercer grupo de fotografías-. Éstas son las únicas que a mí me parecen un poco más dudosas, pero puede que no signifiquen nada. ¿Conoce usted a este tipo?

Douglas se quedó mirándolas fijamente mientras el pensamiento «Conozco a este tipo, conozco a este tipo» le daba vueltas y vueltas dentro de la cabeza. A diferencia de las demás fotografías en las que Donna y su acompañante circunstancial se hallaban en algún lugar concreto, éstas mostraban a Donna sentada a una mesa en un restaurante con vistas al océano, o en el ferry de Balboa, o caminando por un muelle en Newport. En todas aquellas fotografías se hallaba en compañía de un hombre, siempre el mismo. En todas las fotos había contacto corporal. Nada extremado, porque se hallaban en público. Pero era una clase de contacto que los traicionaba: el hombre le pasaba un brazo por los hombros, le daba un beso en la mejilla, un abrazo completo que parecía decir: «Siente mi cuerpo, nena, porque yo no la tengo lacia como él».

Douglas sintió que el mundo se derrumbaba, pero logró sonreír con ironía.

– Ah, carajo -exclamó-. Ahora me siento como un imbécil de primera clase. ¿Este tipo? -Douglas indicó con un dedo el hombre de aspecto atlético que aparecía con Donna en las fotografías-. Éste es su hermano.

– Bromea.

– No, no, nada de eso. Trabaja de entrenador en el instituto de Newport. Es un tipo un poco… bohemio. -Douglas se agarró con fuerza a la barandilla y movió a ambos lados la cabeza en lo que esperaba pareciese un gesto de pesar-. ¿Esto es todo lo que tiene?

– Es todo. Puedo seguirla más tiempo a ver…

– No. Será mejor que lo olvide. Dios mío, me siento como un verdadero idiota. -Douglas rompió las fotografías en pedacitos. Las arrojó al agua, donde formaron un manto que pronto desapareció movido por las olas que chocaban con los pilares del muelle-. ¿Cuánto le debo, señor Cowley? -le preguntó a éste-. ¿Qué tiene que pagar este tonto del culo por no confiar en la mejor mujer de la tierra?

Llevó a Cowley a Dillman's, un local que quedaba en la esquina de la calle Mayor con el bulevar Balboa, y se sentaron a la barra con algunos vecinos del lugar. Se tomaron un par de cervezas cada uno. Douglas se esforzaba por mostrarse afable, representando el papel de marido avergonzado que de pronto comprende lo gilipollas que ha sido. Repasó todas las acciones de Donna durante las últimas semanas y se las interpretó de nuevo a Cowley. Las ausencias inexplicadas se convirtieron en el fundamento de algún capricho que ella tenía pensado para darle una sorpresa, como la compra de un coche nuevo, un viaje a Europa o el arreglo del barco que tenían. Las misteriosas llamadas telefónicas se convirtieron en mensajes de los hijos de Douglas, que estarían al corriente de los planes de Donna. La ropa interior nueva se metamorfoseó en una demostración del afán de la mujer de hacerse deseable para él, de intentar sacarlo de aquella impotencia temporal que padecía y de suscitar de nuevo en él interés por el cuerpo de su mujer. Se sentía como un completo idiota, le aseguró a Cowley. ¿No podrían quemar los dos juntos los negativos de aquellas fotos?

Lo hicieron como una ceremonia, prendiendo fuego a los negativos en el callejón que había detrás de JJ's Natural Haircutting. Después Douglas condujo con la cabeza ofuscada hacia el instituto de Newport. Se quedó sentado en el automóvil frente al edificio. Permaneció allí dos horas. Finalmente vio que su hermano menor llegaba para el entrenamiento de la tarde con una pelota de baloncesto debajo del brazo y una bolsa de deporte en la mano.