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Michael, pensó. Esta vez había regresado de Grecia, pero seguía siendo el hijo pródigo de siempre. Antes de marcharse a Grecia había pasado un año con Greenpeace en el Rainbow Warrior. Y antes de eso había participado en una expedición por el río Amazonas. Y antes había asistido a una marcha contra el apartheid en Sudáfrica. Tenía un curriculum que sería la envidia de cualquier adolescente deseoso de pasarlo bien. Era el señor Aventura, el señor Irresponsabilidad y el señor Encanto. Era el señor Buenas Intenciones que nunca se llevaban a término. Cuando había que cumplir una promesa desaparecía de la vista y del país, y no se volvía a saber de él. No aparecía. Pero todo el mundo quería a aquel hijo de puta. Tenía cuarenta años; era el benjamín de los hermanos Armstrong y siempre conseguía exactamente lo que quería.

Y ahora aquel miserable cabrón quería a Donna. Le daba igual que fuera la mujer de su hermano. Eso haría que resultase mucho más divertido el hecho de conseguirla.

Douglas se sintió mal. Tenía las tripas revueltas como canicas dentro de un cubo. Le brotaba el sudor en algunas partes del cuerpo. No podía volver así al trabajo. Cogió el teléfono y llamó al despacho.

Le dijo a su secretaria que tenía trastornos digestivos. Que seguro que debía de ser algo que había comido. Así que se iba a casa. Podía avisarle allí si surgía algo.

Una vez en casa se puso a deambular por las habitaciones. Donna no estaba, tardaría horas en llegar, de manera que disponía de tiempo de sobra para meditar sobre lo que debía hacer. Volvió a ver mentalmente las fotografías que Cowley había hecho de Michael y Donna. La inteligencia de Douglas dedujo dónde había estado aquella pareja y qué había hecho antes de que se tomasen aquellas fotos.

Se dirigió a su estudio. Allí, en una vitrina, la colección de figuritas de marfil eróticas parecía burlarse de él. Eran unos asiáticos diminutos en variadas posturas sexuales que se lo pasaban en grande. Podía ver mentalmente los rasgos de Michael y Donna superpuestos en los rostros cremosos de las figurillas. Ellos gozaban a expensas suyas. Justificaban su placer echándole la culpa a la impotencia de Douglas. «Esta polla no está lacia -lo atormentaba la voz de Michael-. ¿Qué pasa, hermano mayor? ¿No eres capaz de sujetar a tu mujer?».

Douglas se sentía destrozado. Se dijo a sí mismo que habría podido encajar que su esposa hubiese hecho cualquier otra cosa, se habría enfrentado al hecho de que se viera con otro hombre. Pero no con Michael, que había ido siguiendo sus pasos en la vida y triunfando en todos los campos en los que Douglas había fracasado previamente. En el instituto había destacado en atletismo y había sido muy apreciado entre los estudiantes. En la universidad se había metido en el mundo de las asociaciones estudiantiles. De adulto había optado por una vida aventurera en vez de la rutina de los negocios. Y ahora se proponía demostrarle a Donna lo que era la verdadera virilidad.

Douglas se los imaginaba juntos con la misma facilidad con que veía aquellas figuritas eróticas abrazadas. Con los cuerpos unidos, las cabezas echadas hacia atrás, las manos entrelazadas, moviendo las caderas el uno contra el otro. Dios mío, aquellas imágenes que tenía en la mente acabarían por volverlo loco. Tenía ganas de asesinar a alguien.

La compañía telefónica le proporcionó la prueba que necesitaba. Pidió una relación de las llamadas que se habían hecho desde su casa. Y cuando la recibió comprobó que allí aparecía el número de Michael. No una vez ni dos, sino en múltiples ocasiones. Todas las llamadas se habían hecho cuando él, Douglas, no se encontraba en casa.

Había sido muy inteligente por parte de Donna utilizar para ello las noches en las que sabía que Douglas trabajaba en Newport de voluntario en la línea telefónica de emergencia para suicidas. Estaba segura de que él nunca faltaría a su turno los miércoles por la noche, pues para Douglas era muy importante trabajar en aquella línea, lo consideraba un deber con la comunidad. Su mujer era consciente de que él se estaba forjando un perfil político para presentarse a las elecciones municipales, y aquella actividad formaba parte de la imagen que quería dar de sí mismo: Douglas Armstrong, esposo, padre, petrolero y compasivo oyente de personas emocionalmente perturbadas. Necesitaba poner algo en la balanza para equilibrar las carencias que tenía relativas al medio ambiente. La línea de emergencia le permitiría decir, llegado el caso, que aunque quizás hubiera vertido petróleo sobre unos cuantos pelícanos asquerosos, por no hablar de algunas nutrias miserables, nunca dejaría colgado a un ser humano cuya vida corriera peligro.

Donna sabía que él jamás se saltaría ni siquiera parte de aquel turno de noche, así que esperaba esas ocasiones en que Douglas se hallaba ausente para llamar a Michael. Allí estaban las llamadas en la lista de la telefónica, y todas ellas se habían hecho entre las seis y las nueve de la noche de los miércoles.

Pues bien, puesto que tanto le gustaban las noches de los miércoles a su esposa, un miércoles por la noche sería cuando la matase.

Apenas podía soportar la compañía de Donna después de obtener aquellas pruebas de su traición. La mujer se daba cuenta de que algo andaba mal entre ellos porque Douglas ya nunca pretendía tocarla. Los tres intentos de acoplamiento por semana que, por desastrosos que hubieran sido, efectuaban hasta entonces, pasaron rápidamente a formar parte del pasado. Sin embargo, la mujer continuaba como si nada ni nadie se hubiera interpuesto entre ellos, paseándose por la habitación ataviada con lencería fina de la selección de noche de Victoria's Secret, tratando de cautivarle para después hacerle quedar como un tonto y así poder reírse de él con su hermano Michael.

«Nada de eso, nena -pensó Douglas-. Te arrepentirás de haberme puesto en ridículo».

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no darle un empujón y apartarla de sí cuando por fin Donna se acurrucó contra él y murmuró:

– Doug, ¿te pasa algo? ¿Quieres que hablemos? ¿Te encuentras bien?

No se encontraba bien. Nunca volvería a encontrarse bien. Pero por lo menos podría conservar el respeto hacia sí mismo dándole a aquella zorra su merecido.

Fue bastante fácil planearlo todo una vez que decidió que sería el miércoles siguiente.

Una visita a uno de los establecimientos de Radio Shack fue lo único que necesitó. Eligió el más concurrido que pudo encontrar, uno que se encontraba en el corazón del barrio hispano de Santa Ana, y deliberadamente se entretuvo mirando por allí hasta que el dependiente más joven, el que tenía más acné y menos cerebro de todos, se quedó desocupado y pudo atenderlo. Y entonces Douglas compró lo que quería, un desviador de llamadas que pagó en efectivo; el aparato era exactamente lo que necesitan aquellos que no quieren perderse ni una llamada cuando no se encuentran en casa. Una vez que Douglas hubiese programado el desvío de llamadas hacia el número deseado, tendría una coartada perfecta para la noche del asesinato de su esposa. Resultaría muy fácil.

Donna había sido una auténtica mentecata al intentar engañarle. Y más aún al llevar a cabo su engaño las noches de los miércoles, porque precisamente el hecho de hacerlo ese día por la noche fue lo que le dio la idea a Douglas de cómo liquidarla. Los voluntarios de la línea de emergencia trabajaban siempre en turnos. Por lo general había dos personas en el mismo turno, cada uno atendiendo una línea. Pero no era muy frecuente que la gente de Newport sintiera instintos suicidas, y si alguno tenía ganas de suicidarse lo más probable era que fuese a Neiman-Marcus y se comprara algo para salir definitivamente de la depresión. Los días entre semana, sobre todo el miércoles, eran los más bajos en lo referente a suicidios por ingestión de píldoras o por cortarse las venas de las muñecas, de modo que los miércoles la línea de emergencia la manejaba una sola persona, y hacían turnos para ello.