Douglas empleó los días anteriores al señalado para sincronizar el tiempo con precisión militar. Eligió las ocho y media como la hora de la muerte de Donna, lo cual le daría tiempo suficiente para salir a escondidas de la oficina donde se encontraba la centralita, ir a su casa en coche, acabar con Donna y volver a la oficina antes de que llegara la persona encargada del turno siguiente, que empezaba a las nueve. Hilaba muy fino y se dio un margen de error de sólo cinco minutos, pero tenía que hacerlo así para disponer de una coartada creíble una vez que encontrasen el cuerpo de su esposa.
Era obvio que no podía haber ruido ni sangre. Ruido porque despertaría a los vecinos. Y la sangre lo condenaría a él si una sola gota llegaba a salpicarle la ropa, siendo lo que eran en estos tiempos las pruebas de ADN. De manera que eligió cuidadosamente el arma, consciente de la ironía de aquella elección. Usaría el cinturón de satén de una de las batas de Victoria's Secret que se había comprado Donna. Tenía media docena, así que cogería una de ellas antes del asesinato, le quitaría el cinturón y la tiraría al contenedor de basura; ese detalle le gustaba, lo de deshacerse de la prueba antes del crimen. ¿A qué asesino se le pasaría por la cabeza una cosa semejante? Y después utilizaría el cinturón para estrangular a su infiel esposa el miércoles por la noche.
El desviador de llamadas serviría para establecer la coartada de Douglas. Tenía intención de llevárselo consigo a la línea de emergencia, conectarlo al teléfono y programar la desviación de llamadas a su móvil. Así, si alguien llamaba a la línea de emergencia, parecería que él no se había movido de allí mientras a su esposa la asesinaban en otro lugar. Para asegurarse de que Donna se encontrase en casa atareada con lo que siempre hacía los miércoles, la llamó desde el despacho antes de irse a cumplir el turno de la línea de emergencia.
– Estoy hecho una mierda -le confió a Donna a las seis menos veinte.
– ¡Oh, Doug, no! -repuso ella-. Lo que pasa es que estás un poco deprimido por…
– Me siento revuelto -la interrumpió Douglas. Lo último que quería oír eran las fingidas expresiones de afecto y comprensión de su esposa-. Debe de haber sido la comida.
– ¿Qué has comido?
Nada. Hacía dos días que no probaba bocado. Pero le dijo que había comido gambas porque hacía algunos años había sufrido una intoxicación a causa de unas gambas y pensó que Donna se acordaría de ello, si es que a aquellas alturas se acordaba de algo referente a él. Después continuó hablando:
– Trataré de volver a casa antes de acabar el turno. Pero si no encuentro a alguien que me sustituya, es posible que no pueda hacerlo. Ahora voy hacia allí. Si encuentro sustituto llegaré a casa temprano.
Douglas le notó en la voz a Donna que se sentía consternada cuando le contestó:
– Pero Doug… o sea… Bueno, ¿a qué hora crees que llegarás a casa?
– No lo sé. Pero a eso de las ocho, como muy tarde. ¿Qué más da eso?
– Oh, no. Nada, nada. Pero había pensado que a lo mejor te gustaría cenar…
Lo que pensaba ella ahora es que tendría que cancelar los revolcones con el hermano pequeño de Douglas. Éste sonrió al darse cuenta de lo fácilmente que acababa de estropearle el plan a su esposa.
– Demonios, no tengo hambre, Donna. Lo único que quiero es irme a la cama. ¿Vas a estar ahí para frotarme la espalda? ¿O piensas salir?
– No, claro que no. ¿Adonde quieres que vaya? Doug, estás raro. ¿Te sucede algo?
Le dijo que no le pasaba nada. Lo que ya no le contó era que todo iba, y seguiría yendo, perfecto. Tenía a Donna donde quería tenerla: en casa y sola. Quizás su esposa llamase a Michael para comunicarle que él, Douglas, iba a volver a casa temprano y que sería mejor cancelar la cita. Pero aunque lo hiciera así, la declaración que Michael pudiera hacer al respecto después de la muerte de Donna no serviría de nada, pues él, Douglas, podría asegurar que había permanecido toda la noche atendiendo la línea de emergencia para suicidas, y además estaría en condiciones de demostrarlo.
Douglas tenía que asegurarse de volver a la centralita a tiempo para desconectar el desviador de llamadas. Se desharía del aparato de camino a casa; no había nada más fácil que tirarlo a la basura detrás del enorme complejo de salas de cine que se hallaba en el trayecto de la oficina de la línea de emergencia a Harbour Heights, donde vivía. Y a continuación llegaría a casa a la hora de costumbre, las nueve y veinte, y «descubriría» el asesinato de su amada.
Era muy fácil. Y mucho más limpio que divorciarse de la muy puta.
Sentía una paz extraordinaria, dadas las circunstancias. Había vuelto a hacerle una visita a Thistle, quien había cogido en la mano el Rolex, el anillo de boda y los gemelos de Douglas para tratar de leer el futuro. Lo había saludado diciéndole que su aura era fuerte y que percibía claramente la energía que emanaba. Y cuando cerró los ojos, mientras sostenía sus pertenencias en la mano, le había dicho:
– Siento que se avecina un cambio importante en su vida, no David. Un cambio de lugar, quizás, un cambio de clima. ¿Va a hacer un viaje?
Douglas le contestó que tal vez. Hacía meses que no viajaba. ¿Podía sugerirle ella algún lugar adonde ir?
– Veo luces -respondió la médium, que iba a lo suyo-. Veo cámaras. Veo muchos rostros. Está usted rodeado de muchas personas que ama.
Aquello sería en el funeral de Donna, desde luego. Y la prensa se ocuparía de la noticia. Al fin y al cabo, él era alguien importante. No pasarían por alto el asesinato de la esposa de Douglas Armstrong. Y en cuanto a Thistle, descubriría quién era él cuando leyese el periódico o mirase el telediario en la emisora local. Pero eso no tenía la menor importancia, pues él nunca le había hablado de Donna a la médium y además tenía una coartada para la hora de la muerte de su esposa.
Llegó a la oficina de la línea de emergencia a las cinco cincuenta y seis. Relevaba a una estudiante universitaria de psiquiatría llamada Debbie que tenía muchas ganas de marcharse y que le dijo:
– Hoy sólo ha habido dos llamadas, señor Armstrong. Si su turno es igual de tranquilo que el mío, mejor que se haya traído algo para leer.
Douglas le mostró la revista Money y ocupó el lugar de la muchacha ante el escritorio. Esperó diez minutos después de que la estudiante se marchase antes de volver al coche para coger el desviador de llamadas.
La línea de emergencia tenía su sede en la zona portuaria de Newport, un laberinto de calles de una sola dirección que recorría la parte superior de la península de Balboa. De día las tiendas de antigüedades, las de provisiones para barcos y las boutiques de ropa de segunda mano atraían tanto a los habitantes del lugar como a los turistas. De noche el lugar era una ciudad fantasma, deshabitada, con la única excepción de los beatniks de nueva ola que frecuentaban un café, a tres manzanas de distancia, donde muchachas anoréxicas vestidas de negro leían poesía y rasgueaban guitarras. Así que era difícil que alguien que pasara por la calle viese a Douglas coger el desviador de llamadas del Mercedes. Y tampoco había nadie en la calle que le viera abandonar a las ocho y cuarto el pequeño cubículo de la línea de emergencia para suicidas situado detrás de la oficina de la propiedad inmobiliaria. Y si casualmente algún individuo desesperado llamaba mientras él se dirigía a su casa en el coche, la llamada sería desviada a su teléfono móvil y podría atenderla. Por Dios, el plan era perfecto.
Mientras conducía por la carretera llena de curvas que llevaba hasta su casa, Douglas le dio las gracias a su buena estrella por haber elegido para vivir un entorno en el que la intimidad era lo más importante, en opinión de los propietarios de aquellas casas. Cada propiedad se alzaba, igual que la de Douglas, detrás de vallas y cancelas, al cobijo de los árboles. A lo mejor un día de cada diez se encontraba con otro residente de aquel vecindario. Pero lo normal era que, como sucedía aquella noche, no hubiese nadie por las cercanías.