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Y aunque alguien hubiera visto subir el Mercedes por la ladera de la montaña, todo estaba oscuro, como es normal en el mes de enero, y el suyo era uno más entre todos aquellos coches de lujo en una comunidad llena de Rolls-Royce, de Bentley, de BMW, de Lexus, de Range Rover y de otros muchos Mercedes. Además Douglas ya había decidido que si veía a alguien o algo sospechoso, sencillamente daría media vuelta, volvería a su puesto en la línea de emergencia y esperaría a otro miércoles por la noche para llevar a cabo sus planes.

Pero no observó nada fuera de lo corriente. No vio a nadie. Quizás hubiese algunos coches más aparcados en la calle, pero estaban vacíos. La noche era propicia.

Al llegar al final de la entrada para coches de su casa apagó el motor y dejó que el automóvil siguiese rodando por inercia hasta la puerta. El interior de la casa se encontraba a oscuras, lo que le hizo pensar que Donna debía de hallarse en la parte de atrás, en el dormitorio.

Necesitaba que Donna saliera. La casa estaba equipada con un sistema de seguridad del que se sentiría orgulloso incluso un banco, de manera que necesitaba cometer el asesinato fuera, en una parte donde un mirón, un atracador o un asesino múltiple podría agazaparse para acechar a su esposa. Pensó en Ted Bundy y en cómo engañaba a sus víctimas apelando al instinto maternal para que ellas acudieran en su ayuda. Decidió seguir el ejemplo de Bundy. Donna estaba siempre dispuesta a serle útil.

Bajó del coche sin hacer ruido y se acercó a la puerta. Tocó el timbre con el dorso de la mano para no dejar huellas en el botón. En menos de diez segundos oyó la voz de Donna por el telefonillo del portero automático.

– ¿Sí?

– Hola, nena -la saludó Douglas-. Tengo las manos ocupadas. ¿Puedes venir a abrirme?

– Un segundo -le respondió ella.

Douglas sacó el cinturón de satén del bolsillo mientras esperaba. Se imaginó el trayecto que seguiría la mujer desde la parte de atrás de la casa. Se enroscó el cinturón alrededor de las manos y tiró con fuerza. Una vez que Donna abriera la puerta él tendría que moverse a la velocidad del rayo. Sólo dispondría de una oportunidad para echarle el cinturón alrededor del cuello. La ventaja que tenía era la sorpresa.

Oyó los pasos de su esposa sobre el pavimento del suelo. Apretó el cinturón y se preparó. Pensó en Michael. Pensó en Donna y en Michael juntos. Pensó en las figurillas asiáticas eróticas. Pensó en la infidelidad, en el fracaso y en la confianza. Aquella mujer se lo merecía. Los dos se lo merecían. Lo único que lamentaba era no poder matar también a Michael.

Cuando se abrió la puerta oyó decir a Donna:

– ¡Doug! Creí que habías dicho…

Pero Douglas se echó sobre ella de un salto. Le puso el cinturón alrededor del cuello, tiró y apretó. La arrastró rápidamente fuera de la casa. Seguía apretando con todas sus fuerzas, apretaba todo lo que podía. La mujer estaba demasiado sorprendida y sobresaltada como para ofrecer resistencia. En los cinco segundos que Donna tardó en llevarse las manos a la garganta para, en un acto reflejo, tratar de quitarse el cinturón, él ya lo tenía tan apretado que los dedos de su esposa no encontraron espacio para coger la tela.

Notó que Donna se quedaba flácida.

– Dios mío. Sí. Sí.

Y entonces ocurrió todo.

Se encendieron las luces de la casa. Un mariachi empezó a tocar. La gente se puso a gritar:

– ¡Sorpresa! ¡Sorpresa! ¡Sor…!

Douglas levantó la vista, jadeante, del cuerpo de su esposa y se encontró con varios flashes y cámaras de vídeo. Los gritos de júbilo que procedían del interior de la casa fueron interrumpidos en seco por un chillido femenino. Dejó caer a Donna al suelo y se quedó mirando, sin comprender lo que pasaba, hacia la entrada de la casa y el cuarto situado más allá de la misma. Y vio que allí había por lo menos dos docenas de personas reunidas debajo de una pancarta que decía: ¡SORPRESA, DOUGIE! ¡FELICES CINCUENTA Y CINCO!

Vio las caras horrorizadas de sus hermanos, de las esposas y los hijos de éstos, de sus propios hijos, de sus propios padres. Vio a una de sus esposas anteriores. Y también a varios colegas y a su propia secretaria. Y al jefe de la policía. Y al alcalde.

«¿Qué es esto, Donna? -pensó-. ¿Se trata de alguna clase de broma?».

Y en aquel momento vio a Michael, que venía de la cocina, vio a Michael con una tarta de cumpleaños en las manos, vio a Michael que decía:

– ¿Le hemos dado una sorpresa, Donna? Pobre Doug. Espero que el corazón…

Y luego se calló en seco al ver a su hermano y a Donna en el suelo.

«Mierda -pensó Douglas-. ¿Qué he hecho?».

Y en realidad ésa era la pregunta que estaría haciéndose, y respondiéndose, el resto de su vida.

UNAS BUENAS VALLAS NO SIEMPRE SERAN SUFICIENTE

Introducción a “Unas buenas vallas no siempre serán suficiente”

Con mucha frecuencia se me pregunta de dónde saco las ideas para mis narraciones. Y siempre respondo lo mismo: que las ideas vienen de cualquier parte, de todas partes. A lo mejor veo un artículo en La Times y me doy cuenta de que contiene el meollo para una novela, como me pasó cuando escribí Well-Schooled in Murder [Experto en asesinato]. O leo una noticia sensacionalista en cualquier periódico británico y decido que puede servir de base para una novela, como ocurrió con Missing Joseph [Buscando a Joseph]. Y si quiero utilizar un escenario concreto para alguno de mis libros, ideo un argumento que encaje en ese escenario, como hice cuando escribí For the Sake of Elena [Por amor a Elena]. Otras veces me fijo en cualquier persona con la que me cruzo por la calle o en el metro, oigo una conversación entre dos individuos, escucho a alguien que cuenta alguna experiencia personal, observo una fotografía o decido que sería interesante escribir sobre un determinado tipo de personaje. Y en otras ocasiones lo que me proporciona la idea para el relato es una combinación de varias de estas cosas.

A menudo cuando acabo un proyecto no recuerdo qué fue lo que me impulsó a empezarlo. Pero no es ése el caso del siguiente relato corto.

En octubre de 2000 me fui a recorrer Vermont a pie después de terminar el segundo borrador de mi novela A Traitor to Memory [Memoria traidora]. Hacía tiempo que deseaba ver los colores otoñales de Nueva Inglaterra y aquella excursión iba a ser mi recompensa por los quince largos y agotadores meses que me había pasado sentada ante el ordenador escribiendo dos borradores de un libro bastante complicado. Mi intención era ver y fotografiar el paisaje.

Como viajaba sola, decidí añadirme a un grupo de personas que tenían los mismos intereses que yo: el ejercicio y el medio ambiente. Nos alojábamos en casas rurales para pasar la noche y durante el día hacíamos excursiones a pie por lugares bendecidos por el follaje más espectacular que había visto nunca. Teníamos dos guías, Brett y Nona. Lo que no sabía el uno sobre la flora, la fauna, la topografía y la geografía de la región, lo conocía el otro.

Fue en una de aquellas caminatas cuando Nona me contó la historia de una mujer excéntrica que durante un tiempo había vivido cerca de su casa. En cuanto oí la historia me di cuenta de que era el meollo de un relato corto, y que alguna vez yo tendría que escribir sobre ello.

Y cuando llegué a mi casa después de aquel viaje a pie por Vermont, eso fue lo que hice. Me pareció apropiado utilizar una variación de un verso de Roben Frost, el famoso literato de Nueva Inglaterra, como título de mi obra.