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Unas buenas vallas no siempre seran suficiente

Dos veces al año un vecindario de la atractiva y antigua ciudad de East Wingate rozaba la perfección. Y siempre que esto ocurría, o quizás como indicación de que había ocurrido, el Correo de Wingate celebraba el hecho con una columna bastante extensa, lo que ya de por sí era significativo, en el centro de sus páginas, con fotografías incluidas, en la que se alababa este hecho. Los ciudadanos de East Wingate que querían mejorar de posición social, de calidad de vida o formar parte de otro círculo de amigos solían acudir entonces ansiosos y en grupo con la esperanza de poder comprarse algún terreno o alguna casa allí, en aquel vecindario.

Napier Lañe era justo la clase de lugar que en cualquier momento y en las circunstancias apropiadas podría haberse llamado el Lugar Perfecto para Vivir. Poseía un gran potencial, aunque no lo hubiera alcanzado por completo en todos los aspectos. Tenía un ambiente muy peculiar que le proporcionaban las enormes parcelas, las casas de más de un siglo de antigüedad, los robles, arces y plataneros aún más antiguos, las aceras agrietadas por el paso del tiempo, esas vallas tan características de tablas acabadas en punta y los senderos de ladrillo que serpenteaban por los jardines delanteros hasta los porches, muy acogedores, donde los vecinos suelen reunirse en las noches estivales. Y aunque todavía no se hubiesen restaurado todas las casas, cosa que generalmente llevaban a cabo parejas jóvenes llenas de energía y dadas a la nostalgia, en las curvas y baches de Napier Lañe se notaba la promesa de que sólo era cuestión de tiempo que a todas les llegase el oportuno remozado.

Cuando, cosa que sucedía rara vez, se ponía a la venta una casa en Napier Lañe, todo el barrio se mostraba inquieto hasta saber quién era el comprador. Porque si se trataba de alguien con dinero, la casa pasaría a engrosar las filas de aquellas que, pintadas y relucientes, hacían subir la cotización de la zona. Y si era alguien con dinero y además tenía un carácter propenso al despilfarro, cabía la posibilidad de que las reformas de la propiedad en cuestión se llevasen a cabo rápidamente. Pero ya con anterioridad se había dado el caso de que alguna familia comprase una casa en Napier Lañe con la idea de reformarla y restaurarla, y después se diera cuenta de lo tedioso y costoso que resultaba hacerlo. Y en más de una ocasión alguien se había embarcado en el engorroso proyecto conocido como Restaurar una Propiedad Histórica y al cabo de seis meses confesaba que aquella tarea lo había derrotado. Y acto seguido ponía la casa a la venta sin haber llevado a cabo ni siquiera una mínima parte de las reformas. Y ésta era la situación del número 1420. Sus anteriores propietarios habían pintado el exterior y habían limpiado el jardín de malas hierbas y de esos escombros que tienden a acumularse en todas partes cuando los dueños no cuidan demasiado la propiedad, pero ahí había quedado todo. La vieja casa se hallaba como la señorita Havisham cincuenta años después de la boda que nunca llegó a celebrarse: vestida de punta en blanco por fuera, pero hecha una ruina por dentro y languideciendo en medio de un paisaje inhóspito lleno de sueños truncados. De modo que todos los que vivían cerca del 1420 deseaban que alguien comprara la casa y la arreglase debidamente.

Excepto Willow McKenna, claro está. Willow, que vivía justo al lado, lo único que ansiaba era tener buenos vecinos. Con treinta y cuatro años y embarazada del tercero de los que con el tiempo serían sus siete hijos, Willow simplemente confiaba en que fuese una familia que compartiera los mismos valores que ella. Éstos eran bastante simples: un hombre y una mujer comprometidos en un matrimonio, padres amantísimos de un surtido de niños moderadamente bien educados. La raza, el color, el credo, el país de origen, la afiliación política, el gusto en la decoración de interiores… nada de eso tenía la menor importancia.

Willow simplemente confiaba en que quienquiera que comprase el número 1420 fuera un añadido positivo a lo que ella consideraba una vida dichosa. Y en su opinión eso lo representaba una familia sólida, una familia en la que el padre saliera a trabajar en un empleo de oficina, aunque no fuera excesivamente importante, la madre se quedase en casa y se ocupara de las necesidades de sus hijos, y éstos fuesen imaginativos pero obedientes, mostrando siempre respeto a sus mayores, niños felices y sin enfermedades infecciosas. El número de hijos de esas familias no importaba. Aunque por lo que a Willow concernía, cuantos más mejor.

Willow, que había crecido sin parientes pero aferrada siempre a la fútil esperanza de que algún matrimonio quisiera adoptarla, hacía mucho tiempo que había convertido la familia en una prioridad. Al casarse con Scott McKenna, a quien conocía desde el segundo año de instituto, Willow se había propuesto crear lo que el destino y una madre que la había abandonado en una tienda de comestibles le habían negado durante tanto tiempo. Primero llegó Jasmine. Max la siguió dos años más tarde. Si todo seguía según sus planes, Cooper o Blythe llegaría a continuación. Y su propia vida, que últimamente se había hecho oscura, fría y aburrida al empezar Max a ir al jardín de infancia, se alegraría, se llenaría y se alborotaría, aliviándole la presión y la ansiedad que había venido sintiendo durante los tres últimos meses.

– Pues podrías ponerte a trabajar, Will -le había comentado Scott, su marido-. A media jornada, quiero decir. Si es que te apetece, claro está. No nos hace falta económicamente, y supongo que querrás estar aquí a la hora en que los niños vuelven del colegio.

Pero no era un empleo lo que Willow deseaba. Quería llenar el vacío como sólo otro bebé puede llenarlo.

Hacia eso era a lo que tendían sus inclinaciones: hacia la familia y los bebés, no hacia la categoría de los vecindarios, se considerasen o no Lugares Perfectos Para Vivir. Así que cuando apareció el letrero de una agencia inmobiliaria en el número 1420, un cartel que anunciaba que la casa se vendía, lo que Willow se preguntó no fue cuándo comenzarían los nuevos vecinos las mejoras necesarias en su entorno (los Gilbert, que vivían al otro lado del 1420, pensaban que, para empezar, era imprescindible una valla nueva para el jardín delantero), sino más bien hasta qué punto serían una familia numerosa y si la madre querría intercambiar recetas de cocina con ella.

Y resultó que todos se llevaron una decepción. Porque no sólo no tuvo lugar transformación alguna en el 1420 de Napier Lañe, sino que ninguna familia trasladó sus numerosas pertenencias a aquella vieja casa victoriana. No interpretemos mal las cosas. Sí que hubo mudanza y se transportaron muchos enseres a la casa. Pero en lo referente a la madre, al padre y al montón de niños gritones y contentos que deberían haber acompañado a esos objetos… no hicieron nunca acto de presencia. En su lugar llegó una mujer. Una mujer sola y además, todo hay que decirlo, más bien rara.

Se llamaba Anfisa Telyegin, y era de esas mujeres que hacen que al instante surjan rumores a su alrededor.

En primer lugar había que considerar su aspecto general, que en gran medida podía describirse con una única palabra: gris. Cabello gris, tez gris, dientes grises, ojos y labios grises, y una personalidad igualmente gris. Era muy parecida al humo de las chimeneas en el cielo: está presente, pero no llama la atención. Los jóvenes de Napier Lañe decían de aquella mujer que era lúgubre. Y de ahí no había mucha distancia hasta el menos agradable término de bruja.

Y su comportamiento no ayudaba mucho a mejorar las cosas. Correspondía a los saludos que le dirigían los vecinos con la mínima cortesía. Nunca abría la puerta cuando llamaban al timbre niñas que vendían galletitas, caramelos, revistas o papel de envolver a fin de recaudar fondos para las girl scouts. No mostraba el menor interés por tomar parte en las reuniones matinales que las madres del barrio organizaban los jueves para tomar un café, reuniones que se hacían de forma rotatoria en los domicilios de aquellas madres que no trabajaban fuera de casa. Y, lo que quizás fuese su mayor pecado, no mostraba inclinación alguna por participar ni en una sola de las actividades que los vecinos de Napier Lañe creían a pies juntillas que contribuirían a que el vecindario encabezase la breve lista de lugares que se consideraban modelos de perfección en East Wingate. De manera que aquella mujer rechazó las invitaciones a cenar. Hizo caso omiso de la barbacoa que se organizó para celebrar el Cuatro de Julio. No participó en el coro de villancicos en Navidad. Y en cuanto a utilizar parte de su jardín para la búsqueda del Huevo de Pascua… aquello era una idea impensable.