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En realidad seis meses después de que adquiriera el 1420 de Napier Lañe lo único que se sabía de Anfisa Telyegin era lo que la gente había oído decir y lo que habían visto. Lo que se decía era que daba clases nocturnas de ruso y de literatura rusa en la universidad. Y lo que veían era a una mujer de manos artríticas, un caso grave y lamentable de joroba provocada por la edad, carente de interés por la moda, con cierta tendencia a hablar sola y una gran pasión por el jardín.

Por lo menos eso fue lo que pareció al principio, porque en cuanto Anfisa Telyegin quitó el cartel que anunciaba que la casa se vendía del polvoriento solar en que se había convertido el jardín delantero de la misma, comenzó a plantar hiedra inglesa sin dejar de murmurar en voz baja todo el tiempo; a continuación procedió a abonarla, a regarla y a cuidarla hasta que la vegetación creció con una rapidez que no tenía parangón en toda la historia de aquella calle.

La gente tenía la sensación de que la hiedra de Anfisa Telyegin crecía de la noche a la mañana, extendiéndose por la tierra apretada y lanzando zarcillos en todas direcciones. Al cabo de un mes las relucientes hojas de las plantas habían prosperado como perros callejeros salvados de la perrera. Y al cabo de otros cinco meses todo el jardín delantero era un verdadero lago de verdor.

Llegados a ese punto la gente pensó que la mujer emprendería la tarea de arreglar la valla, cuyos tablones estaban torcidos como las piernas de un octogenario. O que repararía las chimeneas, que eran seis y todas ellas se veían llenas de guano y plagadas de aves. O incluso las ventanas, cuyas destartaladas persianas venecianas cubrían los vidrios durante los últimos cincuenta años sin que nadie les hubiera quitado el polvo ni las hubiese arreglado. Pero en vez de cualquiera o todas de esas cosas, Anfisa se dedicó al jardín de la parte de atrás, donde plantó más hiedra. Después colocó sendos setos entre su propiedad y los jardines situados a ambos lados y construyó un gallinero bastante grande al que entraba y del que salía a intervalos regulares por la mañana y por la noche con una cesta colgada del brazo. Cuando entraba la llevaba llena de grano. Cuando salía la cesta se hallaba vacía, o eso les parecía a aquellos que la veían.

– ¿Y qué hará la vieja bruja con tantos huevos? -preguntó Billy Hart, que vivía en la acera de enfrente y solía beber demasiada cerveza.

– Pues yo no he visto ningún huevo -le respondió Leslie Gilbert.

Pero aquello no tenía nada de extraño, claro está, porque Leslie nunca se acercaba a la ventana; rara vez se movía del sofá durante el día, pues los programas de entrevistas de la televisión acaparaban toda su atención. Y tampoco cabía esperar que viese a Anfisa Telyegin de noche. Era imposible hacerlo debido a la oscuridad reinante y a los árboles que la mujer había plantado en los límites de la propiedad, justo un poco más allá del seto, árboles que, al igual que la hiedra, parecían crecer a una velocidad inexplicable.

Pronto los niños de Napier Lañe reaccionaron a las extrañas costumbres de aquella mujer solitaria, y lo hicieron como suelen hacerlo los niños. Los más pequeños cruzaban de acera siempre que pasaban por delante del número 1420. Los mayores se desafiaban unos a otros a entrar en el jardín y a llamar con la mano a la combada puerta mosquitera que había perdido la tela metálica la última fiesta de Difuntos.

Llegados a este punto las cosas habrían podido irse de las manos de no haber cogido el toro por los cuernos la propia Anfisa Telyegin: acudió a la fiesta de la enchilada que se celebró al aire libre el Día de los Veteranos de Napier Lañe. Aunque bien es verdad que no llevó ningún plato a base de chiles, también es cierto que no se presentó con las manos vacías. Y no importaba que Jasmine McKenna encontrase un largo pelo gris enterrado en la ensalada de gelatina de lima con plátanos que fue la aportación que hizo Anfisa al acontecimiento. Era la intención lo que contaba (por lo menos para la madre de Jasmine, ya que no para el resto de los vecinos), y el hecho de que la mujer hubiese llevado gelatina animó a Willow a mirar con ojos compasivos a aquella extraña anciana a partir de entonces.

– Voy a llevarle una hornada de mis maravillosos brownies -le comunicó Willow a su marido una mañana, no mucho después de la fiesta de la enchilada al aire libre del Día de los Veteranos (cuyo concurso culinario, por cierto, había ganado Ava Downey por tercer año consecutivo, cosa que ya empezaba a resultar exasperante)-. Creo que lo que le sucede es, sencillamente, que no sabe cómo tratarnos. Al fin y al cabo es extranjera.

De eso se habían enterado los vecinos por boca de la propia Anfisa en la fiesta de la enchilada. Nacida en Rusia cuando ésta formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la anciana les contó que había pasado su infancia en Moscú y la edad adulta en algún lugar remoto del norte hasta que la Unión Soviética se desmoronó, momento en que había emigrado a América.

– Hmm -murmuró Scott McKenna. Pero en realidad no se había enterado de lo que le había dicho su esposa. Acababa de volver del turno de noche en Tri Optics Incorporated, donde, en calidad de técnico de apoyo para los complicados paquetes de software, se veía obligado a pasarse horas y horas al teléfono hablando con europeos, asiáticos y neozelandeses que llamaban a la línea de ayuda de noche (que para los susodichos era de día) pidiendo una solución inmediata para cualquier desaguisado que sin querer hubieran causado en su sistema operativo.

– Scott, ¿me escuchas? -Le preguntó Willow, sintiéndose como se sentía cada vez que la reacción de su marido carecía del grado apropiado de entrega a la conversación y se convertía en algo aislado que flotaba en el espacio-. Sabes que me pone mala que no me escuches.

Lo dijo en tono más cortante de lo que pretendía, tanto que su hija Jasmine, que en aquel momento removía los cereales para dejarlos bien empapados, como a ella le gustaban, le dijo:

– Oye, mamá. Tranqui.

– ¿Quién le ha enseñado eso? -preguntó Scott McKenna levantando la vista de las páginas financieras del periódico mientras su hijo Max, de cinco años, que siempre era el eco de su hermana, cuando no la sombra, insistía: -Eso, mamá. Tranqui.

Y metía los dedos en la yema del huevo frito que tenía delante.

– Pues seguro que lo ha aprendido de Sierra Gilbert -sugirió Willow.

– No -replicó Jasmine mientras hacía un gesto negativo con la cabeza-. A Sierra Gilbert se lo he enseñado yo.

– Me da igual quién se lo haya enseñado a quién -intervino Scott agitando significativamente el periódico-. No quiero oírte decirle eso a tu madre nunca más, ¿estamos?

– Sólo significa…

– Jasmine.

– Uhh.

La niña les sacó la lengua. Willow se fijó en que Jasmine había vuelto a cortarse el flequillo y dejó escapar un suspiro. Se sentía derrotada por su hija, que tenía un carácter realmente fuerte y se acercaba rápidamente a la adolescencia. Confió en que Blythe o Cooper, la criatura de la que dichosamente se hallaba embarazada, fuera más la clase de crío que a ella le gustaría traer al mundo.