Willow tenía claro que Scott no iba a prestarle demasiada atención, y mucho menos a darle su beneplácito a los planes que ella tenía sobre los maravillosos bizcochos de chocolate, a menos que le explicara con claridad a su marido por qué pensaba que en aquel momento era oportuno llevar a cabo un gesto de buena voluntad hacia la vecina. Así que decidió esperar a que los niños se fueran al colegio para explicárselo. Los acompañó hasta la parada del autobús, situada al final de la calle, y se quedó esperando con ellos, a pesar de las protestas de Jasmine, hasta que las puertas amarillas del vehículo se cerraron tras sus hijos. Después volvió a casa y encontró a su marido preparándose para las cinco horas de sueño que se concedía cada día antes de ponerse a trabajar en el asesoramiento de los seis clientes con los que hasta el momento trabajaba la empresa McKenna Computing Designs. Nueve clientes más y Scott podría marcharse de TriOptics, y entonces tal vez la vida se convirtiese en algo más normal. No más sexo programado entre el momento en que los niños se acostaban y la hora en que Scott se marchaba a trabajar. No más noches interminables allí sola escuchando crujir los tablones del suelo y tratando de convencerse a sí misma de que esos ruidos no eran más que los propios de la casa al asentarse.
Scott se encontraba en el dormitorio, desnudándose. Lo dejó todo tirado en el suelo, y se echó sobre el colchón; luego se volvió de lado y se subió las mantas por encima del hombro para taparse. Estaba justo a punto de dormirse cuando Willow le habló.
– He estado pensando, cariño.
No obtuvo respuesta.
– ¿Scott?
– ¿Hmm?
– He estado pensando en la señorita Telyegin.
O en la señora Telyegin, pensó Willow. Todavía no sabía si la vecina de al lado era casada, soltera, divorciada o viuda. A Willow le daba la impresión de que era soltera, aunque no sabía explicar por qué lo pensaba. Quizás tal suposición tuviera que ver con las costumbres de la mujer, que a medida que pasaban los días y las semanas resultaban más evidentes y extrañas. Lo que más llamaba la atención era que tenía un horario casi por completo nocturno. Pero además de eso había otras cosas raras, como que las persianas venecianas del 1420 estuvieran siempre cerradas para impedir que entrase luz en la casa; o que la señorita Telyegin llevase botas de goma, lloviera o hiciera sol, cada vez que salía de la casa; o que no sólo no recibiese visitas, sino que además nunca fuera a ningún lugar aparte de su trabajo, de donde volvía a su casa cada día exactamente a la misma hora.
– ¿Y dónde comprará la comida? -le había preguntado en una ocasión Ava Downey.
– Pues seguro que se la traen a casa Willow.
– Yo a veces he visto el camión -había confirmado Leslie Gilbert.
– ¿Así que nunca sale de día?
– Nunca lo hace antes del anochecer -les había asegurado Willow.
De modo que la palabra vampiro se añadió a la de bruja, pero sólo los niños se tomaron en serio aquel apelativo. No obstante, todos los demás vecinos empezaron a rehuir de una u otra manera a Anfisa Telyegin, lo cual tuvo la consecuencia de que Willow sintiese más compasión por ella, considerase que el esfuerzo realizado por Anfisa Telyegin el día de la comida de la enchilada era todavía más digno de admiración y le aumentasen los deseos de corresponder.
– Scott, ¿me estás escuchando? -le preguntó a su adormilado marido.
– ¿No podemos hablar más tarde, Will?
– Sólo será un minuto, ya verás. Es que he estado pensando en Anfisa.
Scott se puso boca arriba y colocó los brazos detrás de la cabeza, dejando a la vista lo que a Willow menos le gustaba ver cuando miraba a su esposo: unas axilas tan peludas como la barba de Abraham.
– Vale -dijo Scott sin mostrar en absoluto paciencia marital-. ¿Qué pasa con Anfisa?
Willow se sentó al borde de la cama. Le puso una mano a Scott en el pecho para sentir su corazón. A pesar de la impaciencia que mostraba en aquel momento, su marido era un buen hombre. Tenía un corazón muy grande. Willow se lo había notado por primera vez en el baile del instituto, cuando él le pidió que fuera su pareja y la rescató de entre el grupo de chicas que siempre se quedaban solas. Ahora dependía de que ese corazón se abriera de par en par y aceptase la idea que ella había tenido.
– Ha sido duro tener a tus padres tan lejos, ¿no te parece? -le comentó Willow.
Scott entornó los ojos asaltado por el recelo propio de un hombre que desde la infancia había sufrido continuas comparaciones con su hermano mayor y que con gusto se había llevado a su esposa e hijos a otro estado con tal de poner fin a aquella situación.
– ¿Cómo que ha sido duro?
– Pues que ochocientos kilómetros es mucha distancia -le dijo Willow.
No la suficiente, pensó Scott, para apagar el eco de «tu hermano el cardiólogo» que lo seguía por todas partes.
– Ya sé que quieres estar lejos -continuó explicándole Willow-, pero los niños podrían beneficiarse de sus abuelos si estuviéramos más cerca.
– De estos abuelos no -le aseguró Scott.
Eso era lo que Willow esperaba que dijese su marido. De modo que no fue difícil saltar de allí a la idea que se le había metido en la cabeza. A ella le parecía, le explicó a Scott, que Anfisa Telyegin había tendido una mano amistosa al vecindario al asistir a la comida al aire libre, y por eso ella deseaba corresponder a aquel gesto. Porque en realidad… ¿no sería bonito llegar a conocer a aquella mujer, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad de que se convirtiera en abuela adoptiva de los niños? Ella, Willow, no tenía unos padres cuya sabiduría y experiencia de la vida pudiese ofrecer a Jasmine, a Max y al bebé que esperaba, Blythe o Cooper. Y como, por otra parte, la familia de Scott estaba tan lejos…
– La familia no son únicamente los parientes carnales -señaló Willow-. Leslie es como una tía para los niños. Anfisa podría ser como la abuela. Y, de todos modos, no me gusta nada verla tan sola como está. Como se acercan las vacaciones… No sé. Me parece muy triste.
A Scott le cambió la expresión; ahora mostró el alivio que sentía al ver que Willow no le sugería que se fuesen de nuevo a vivir cerca de sus aborrecibles padres. Su esposa lo apoyaba, aunque no lo comprendiera, en la resolución de no tener que sufrir más las comparaciones con su hermano, que había triunfado en la vida más que él. Y ese apoyo, que él siempre había considerado la mayor cualidad de su esposa, era algo que aceptaba, pero que no se limitaba solamente a él. Willow se preocupaba por la gente. Era uno de los motivos por los que la amaba.
– No creo que ella quiera relacionarse con nosotros, Will -le comentó.
– Pues bien vino a la comida al aire libre. Creo que quiere intentarlo.
Scott sonrió, levantó una mano y le acarició la mejilla a su mujer.
– Tú siempre recogiendo descarriados.
– Sólo si a ti te parece bien.
Scott bostezó.
– Vale. Pero no te hagas ilusiones. Me parece que esa mujer es un enigma.
– Lo que pasa es que necesita que se le ofrezca un poco de amistad, nada más.
Y Willow se puso a la labor aquel mismo día. Hizo una doble hornada de aquellos brownies suyos que estaban buenos a rabiar y luego colocó artísticamente una docena en una fuente de vidrio. Los tapó con esmero con papel de regalo y lo sujetó todo con una vistosa cinta. Con el mismo cuidado que si hubiera tenido en las manos mirra, llevó el obsequio a la casa de al lado, el número 1420.
Era un día frío. No nevaba en aquella parte del país, y aunque los otoños eran por lo general largos y llenos de colorido, a veces también se presentaban helados y grises. Ése era el caso cuando Willow salió a la calle. Aún había escarcha en el bien cuidado césped delantero, sobre la valla impecable, sobre las hojas de color carmesí del ocozol que había al borde de la acera, y un banco de niebla bajaba por la calle con la misma decisión que los gordos buscan comida.