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Willow recorrió pisando con cuidado el sendero de ladrillo que llevaba desde la puerta principal de su casa hasta la puerta de la valla; sujetaba contra el pecho los pastelillos como si el hecho de exponerlos al aire fuera a hacerles algún daño. Se estremeció de frío y se preguntó cómo sería el invierno si en un día de otoño hacía ya tanto frío.

Cuando llegó a la parte delantera de la casa de Anfisa tuvo que dejar un momento la fuente de brownies en la acera. A la vieja puerta de tablones de la valla se le había salido una de las bisagras, y en vez de empujarla había que levantarla, empujarla y volverla a bajar. Y no resultaba una maniobra fácil con toda aquella hiedra que rebosaba y se metía en el sendero del jardín delantero.

Al acercarse a la casa se fijó en una cosa que no había advertido antes. La hiedra que tanto prosperaba bajo los cuidados de Anfisa había empezado a enredarse. Subía por los escalones de la entrada y trepaba por el amplio porche de la fachada para acabar enroscándose en la barandilla. Si Anfisa no se decidía a podar pronto aquella planta, la casa acabaría por desaparecer bajo la hiedra.

En el porche, que Willow no había pisado desde que los últimos habitantes del 1420 decidieron abandonar el esfuerzo de restauración y se trasladaron a una urbanización recién construida y sin sabor alguno que quedaba justo a las afueras de la ciudad, vio que Anfisa había hecho otro cambio en la casa aparte de las plantas del jardín. Junto a la puerta principal había un gran cofre de metal en cuya tapa se leía «Reparto de comestibles» en claras letras de molde de color blanco.

Qué raro, pensó Willow. Una cosa era que le llevaran a casa la compra… Ya le gustaría a ella utilizar ese servicio si alguna vez llegaba a soportar la idea de que otra persona eligiese la comida para su familia. Pero otra cosa completamente diferente era que se la dejasen a la puerta, donde podía echarse a perder si no se tenía cuidado.

No obstante, Anfisa Telyegin había llegado a la madura edad de… los años que fueran. Ya era mayorcita para saber lo que hacía, pensó Willow.

Llamó al timbre de la entrada. No le cabía la menor duda de que Anfisa se encontraba en casa y que todavía estaría allí muchas horas. Al fin y al cabo era de día.

Pero nadie respondió. Aunque a Willow le daba la impresión de que había alguien por allí cerca, alguien que escuchaba justo detrás de la puerta. Así que se decidió a llamar a la mujer en voz alta.

– ¿Señorita Telyegin? Soy Willow McKenna. Fue muy agradable verla la otra noche en la comida de enchiladas al aire libre. Le traigo unos brownies. Son mi especialidad. ¿Señorita Telyegin? Soy Willow McKenna. La vecina de al lado. Vivo en Napier Lañe 1410. A su izquierda.

Nada. Willow miró hacia las ventanas y vio que, como siempre, se encontraban cubiertas por las persianas venecianas. Decidió que quizás el timbre no funcionase y golpeó con los nudillos en la puerta verde. Volvió a llamar a la anciana.

– ¿Señorita Telyegin?

Y luego, de repente, empezó a sentirse como una tonta. Comprendió que estaba haciendo el ridículo delante de todo el vecindario.

– Y allí estaba nuestra Willow aporreando la puerta principal de esa mujer -diría Ava Downey mientras se tomaba un gin-tonic aquella tarde.

Y su marido Beau, que siempre volvía a casa de la agencia de la propiedad inmobiliaria donde trabajaba a tiempo para prepararle el cóctel de Beefeater con vermut a su esposa tal como a ella le gustaba, pasaría la información a sus amigos en la partida semanal de póquer, desde donde esos hombres llevarían la noticia a sus esposas hasta que todo el mundo se enterase de lo necesitada que estaba Willow McKenna de establecer relaciones en su pequeño mundo.

Notó que la vergüenza la invadía cada vez más. Decidió dejar allí el obsequio y llamar por teléfono a Anfisa Telyegin para decírselo. Levantó la tapa del baúl de los comestibles y colocó dentro los bizcochos.

Cuando bajaba la pesada tapa notó un ligero roce en la hiedra, a su espalda. No le hizo mucho caso hasta que oyó un correteo, unas pisadas apresuradas en la gastada madera del porche. Entonces se dio la vuelta y lanzó un chillido que apagó tapándose la boca con la mano. Una rata grande de ojos brillantes y cola escamosa la observaba. El roedor se hallaba a menos de un metro del lugar donde ella se encontraba, al borde del porche y a punto de lanzarse a la hiedra para protegerse.

– ¡Oh, Dios mío!

Willow se subió de un salto a la caja de metal sin acordarse de Ava Downey, ni de Beau, ni de la partida de póquer, ni de que podía verla el vecindario. Las ratas la aterraban, no sabría decir por qué. Miró a su alrededor buscando algo con que espantar al animal.

Pero éste se metió entre la hiedra sin que ella hiciese nada. Y mientras aquel cuerpo gris desaparecía, Willow McKenna no dudó un instante en hacer lo mismo. Saltó al suelo desde la caja y se marchó a su casa sin dejar de correr durante todo el camino.

– Te digo que era una rata -insistió Willow.

Leslie Gilbert apartó la mirada del televisor. Había quitado el sonido al llegar Willow, pero no había desviado del todo la atención de la discusión que tenía lugar en la pantalla. «Mi padre ha tenido relaciones sexuales con mi novio», eran las palabras que aparecían impresas en la parte inferior de la pantalla anunciando el tema de aquel día entre los contertulios.

– Sé reconocer perfectamente a una rata cuando la veo -le aseguró Willow.

Leslie cogió un ganchito y se puso a masticarlo con aire pensativo.

– ¿Se lo has dicho a esa mujer?

– La llamé por teléfono inmediatamente. Pero no contestó, y no tiene contestador automático.

– Pues podrías dejarle una nota.

Willow se estremeció.

– No quiero volver a entrar en ese jardín.

– Es toda esa hiedra -comentó Leslie-. Mala cosa, tener una hiedra así.

– A lo mejor no sabe que a las ratas les gusta la hiedra. Quiero decir que en Rusia debe de hacer demasiado frío para que haya ratas, ¿no?

Leslie cogió otro ganchito.

– Las ratas son como las cucarachas, Will -le aseguró-. Para ellas nada es demasiado. -Clavó los ojos en la pantalla del televisor-. Por lo menos ahora sabemos por qué tiene esa caja para los comestibles. Las ratas son capaces de morderlo todo y de entrar en cualquier sitio. Pero no pueden atravesar el acero con los dientes.

Parecía que no quedaba más remedio que escribirle una nota a Anfisa Telyegin. Willow lo hizo con presteza, pero en su opinión no era correcto darle semejante noticia a aquella mujer recluida sin ofrecerle también una solución al problema. De manera que añadió estas palabras: «He hecho algo para ayudarla». Y acto seguido compró una trampa, la untó de manteca de cacahuete a modo de cebo y la puso en el 1420.

A la mañana siguiente a la hora del desayuno le explicó a su marido lo que había hecho, y éste asintió con aire ausente mientras leía el periódico. Willow le dijo:

– Le he puesto nuestro número de teléfono en la nota. Supuse que me llamaría, pero se ve que no se ha decidido. Espero que no piense que la culpo de que haya una rata en su propiedad, que no crea que lo que quiero decir es que eso es un reflejo de su propia persona. Es evidente que no he tenido intención de insultarla.

– Hmm -murmuró Scott mientras sacudía el periódico para colocarlo adecuadamente.

Jasmine intervino:

– ¿Ratas? ¿Ratas? Qué asquerosidad, mami.

Y Max dijo:

– Asquerosidad asquerosa.

Ya que había empezado algo al dejar la trampa en el porche delantero de Anfisa Telyegin, Willow consideraba que era su deber acabarlo. De modo que regresó al 1420 mientras Scott dormía y los niños estaban en el colegio.