Mientras recorría el sendero Willow se sentía mucho más nerviosa que en la primera visita. Estaba convencida de que todos los ruidos o roces que oía entre la hiedra los producía la rata al moverse; seguro que cada sonido lo hacía el roedor al acercarse a ella despacio por detrás dispuesto a saltarle a los tobillos.
Pero sus temores se desvanecieron enseguida. Cuando subió al porche vio que sus esfuerzos por atrapar al bicho habían tenido éxito. La trampa contenía el cuerpo destrozado de la rata. Willow se estremeció al verlo, y apenas se fijó en que el roedor parecía sorprendido de que algo le rompiese el cuello cuando se disponía a desayunar.
Necesitaba que Scott la ayudase. Pero como ya se había imaginado que necesitaría ayuda, Willow había ido preparada. Llevaba consigo una pala y una bolsa de basura con la esperanza de que sus primeros pinitos en el exterminio de alimañas hubieran tenido éxito.
Llamó a la puerta de Anfisa Telyegin para comunicarle lo que estaba haciendo, pero, igual que había sucedido la vez anterior, no obtuvo respuesta. Al darse la vuelta para enfrentarse a la tarea de recoger la rata advirtió que las persianas se movían ligeramente. Llamó de nuevo a la mujer en voz alta.
– ¿Señorita Telyegin? He puesto una trampa para la rata. Ya la he capturado. No tiene que preocuparse.
Y se sintió un poco menospreciada al ver que su vecina no abría la puerta para darle las gracias por la molestia que se había tomado.
Se preparó para afrontar el trabajo que le esperaba, pues nunca le habían gustado los animales muertos, y esta ocasión no era diferente a aquellas otras en que se encontraba pegado a los neumáticos de su coche un animal al que había atropellado en la carretera. Recogió la rata con la pala. Y estaba a punto de depositar el cuerpo rígido en la bolsa de basura cuando oyó un ligero ruido entre las hojas de hiedra que la distrajo; y a continuación oyó otro sonido, el de unos pasos menudos correteando, que reconoció al instante.
Se dio la vuelta. Había dos ratas al borde del porche, ratas con ojos relucientes que arrastraban la cola por el suelo de madera.
Willow McKenna soltó la pala, que cayó al suelo con estruendo. Se marchó precipitadamente hacia la calle.
– ¿Dos más? -Ava Downey parecía dudar de lo que oía. Hizo tintinear el hielo en el vaso, y su esposo Beau interpretó aquello como la señal que era y le sirvió un poco más de gin-tonic-. ¿Cariño, estás segura de que no son imaginaciones tuyas?
– Sé muy bien lo que vi -le aseguró Willow a su vecina-. Se lo he contado a Leslie y ahora te lo digo a ti. He matado a una, pero he visto dos más. Y te juro por Dios que esos bichos sabían lo que hacían.
– Ratas inteligentes, ¿eh? -Comentó Ava Downey-. Señor, qué situación más extraña.
Pronunció la palabra con aquel deje suyo propio del sur. Miss Carolina del Norte había accedido a venir a vivir entre los mortales.
– Es un problema de todo el vecindario -le aseguró Willow-. Las ratas son portadoras de enfermedades. Crían como… bueno, crían mucho…
– Como ratas -puntualizó Beau Downey.
Le entregó la copa a su mujer y se quedó con las señoras en el bien decorado cuarto de estar. Ava era decoradora de interiores por vocación, aunque no se dedicaba profesionalmente a ello, y todo cuanto tocaba se transformaba al instante en un ambiente apropiado para salir publicado en la revista Architectural Digest.
– Muy gracioso, cariño -le dijo Ava a su marido-. Qué cosas. Después de tantos años casados no me había fijado en que tuvieras un ingenio tan agudo.
– Van a infestar todo el barrio -insistió Willow-. He intentado hablar de ello con Anfisa, pero no responde al teléfono. O no se encuentra en casa. Pero hay luces encendidas, así que creo que sí está en casa… Mirad. Tenemos que hacer algo. Hay que pensar en los niños.
Willow no había pensado en los niños hasta aquella misma tarde, después de que Scott se levantase de sus cinco horas diarias de sueño. Ella se encontraba en el huerto que tenía en el jardín, en la parte de atrás de la casa, cogiendo las últimas calabazas de aquel otoño. Al ir a coger una había metido la mano en un montón de excrementos de animal. Retrocedió al sentir el contacto y tiró de la calabaza a toda prisa desenredándola de la planta. La hortaliza tenía marcas de dientes.
Los excrementos y las marcas de dientes le habían hecho darse cuenta de lo que ocurría. Las ratas andaban por allí. Todos los jardines eran vulnerables.
Y los niños jugaban en esos jardines. Las familias celebraban en el jardín las barbacoas de verano. Los adolescentes tomaban el sol allí y los hombres fumaban puros en las cálidas noches de primavera. Aquellos jardines no estaban pensados para compartirlos con los roedores. Las ratas representaban un peligro para la salud de todos.
– El problema no son las ratas -le indicó Beau Downey-. El problema es esa mujer, Willow. Seguro que piensa que tener ratas es normal. Coño, viene de Rusia. ¿Qué se puede esperar?
Lo que Willow esperaba era cierta tranquilidad. Quería tener la seguridad de que sus hijos se hallaban a salvo, de que podría dejar que Blythe o Cooper gateara por el césped sin tener que preocuparse de si había o no ratas por allí, o excrementos de rata.
– Pues avisa a un exterminador -le sugirió Scott.
– O quema una cruz en su jardín -le aconsejó Beau.
Willow llamó a Home Safety Exterminators y en breve se presentó un profesional. Verificó las pruebas en el huerto de Willow y luego hizo una visita a los Gilbert, que vivían al otro lado del número 1420, e hizo lo mismo allí. Esto, por lo menos, consiguió que Leslie se decidiera a levantarse del sofá. Arrastró una escalera de cocina hasta la valla y se asomó al jardín trasero del 1420.
Aparte del sendero que llevaba al gallinero, la hiedra crecía por todas partes, incluso trepaba por los troncos de los árboles, que igualmente crecían muy rápido.
– Esto es un verdadero problema, señora -dijo el hombre de Home Safety Exterminators-. Esa hiedra tiene que desaparecer. Pero primero hay que acabar con las ratas.
– Pues pongámonos a ello -le indicó Willow.
Pero resultó que había un problema. Home Safety Exterminators podía poner trampas a las ratas en la propiedad de losMcKenna. Y podían ponerlas también en el jardín de los Gilbert. Incluso podía ir calle abajo y ocuparse de los Downey, y también cruzar a la otra acera y encargarse de los Hart. Pero les resultaba del todo imposible entrar en un jardín sin permiso, sin haber firmado contrato y sin llegar a un acuerdo con el propietario. Y eso era algo que no ocurriría nunca a menos que alguien se pusiera en contacto con Anfisa Telyegin. Y hasta que llegase ese momento allí no se podía hacer nada.
La única manera de conseguir aquello era esperar a la mujer una noche cuando saliera de su casa para ir a dar clase a la universidad. Willow se nombró a sí misma representante de los vecinos y decidió montar guardia desde la ventana de la cocina, alimentando mientras tanto a su familia a base de comida china y pizzas prefabricadas. Lo estuvo haciendo durante varios días para que no se le pasase el momento en que la rusa se dirigiera a la parada del autobús situada al final de Napier Lañe. Y cuando por fin ocurrió, Willow cogió a toda prisa el abrigo y salió disparada tras la mujer.
La alcanzó delante de la casa de los Downey, que, como siempre, resplandecía de luces navideñas a pesar de que aún estaban en noviembre y ni siquiera había llegado el Día de Acción de Gracias. Bajo el resplandor de Santa Claus y de los renos que se veían en el tejado, Willow le explicó la situación.
Anfisa se encontraba de espaldas a la luz, de modo que Willow no consiguió ver cómo reaccionaba. En realidad no podía verle la cara, pues la mujer iba enfundada en una bufanda que le cubría la cabeza y además llevaba un sombrero de ala ancha. A Willow le parecía bastante razonable suponer que darle la información pertinente era lo único que requería aquella desagradable situación. Pero se llevó una sorpresa.