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– No hay ratas en el jardín -le aseguró Anfisa Telyegin con gran dignidad, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias-. Me temo que se equivoca usted, señora McKenna.

– Oh, no -la contradijo Willow-. No me equivoco, señorita Telyegin. Seguro que no. No sólo vi una cuando le llevé a usted los brownies… Por cierto, ¿los recogió usted? Son mi especialidad… Bueno, pues no sólo eso, sino que cuando después puse una trampa, la cacé. Y a continuación vi dos más. Y luego, cuando encontré los excrementos en mi jardín, llamé al exterminador, que anduvo mirando por allí…

– Pues ya lo ve -le dijo Anfisa-. El problema está en su jardín, no en el mío.

– Pero…

– Ahora tengo que irme.

Y Anfisa se marchó sin darle tiempo a Willow de arreglar nada.

Cuando Willow le contó lo sucedido a Scott, éste decidió que lo que se imponía era celebrar un consejo de guerra entre el vecindario, lo que era una manera de llamar a las noches de póquer en las que no se jugaba al póquer y a las que se invitaba a las mujeres. Willow estaba muy nerviosa por lo que pudiera ocurrir una vez que todo el vecindario se involucrase en el problema. A ella no le gustaban los líos. Pero al mismo tiempo deseaba que sus hijos se encontrasen a salvo de plagas como aquélla. Se pasó la mayor parte de la reunión mordiéndose las uñas llena de ansiedad.

La postura que tomó cada cual ante la situación fue una muestra de las distintas caras del prisma que es la naturaleza humana, pues todos adoptaron una postura distinta. Scott quería seguir el camino legal, cosa acorde con su personalidad, que lo hacía comportarse siempre conforme a las normas. Quería empezar por avisar al departamento de sanidad, llamar a la policía si lo primero no daba resultado, y si no recurrir a un abogado. Pero a Owen Gilbert aquella idea no le hacía la más mínima gracia. Le caía mal Anfisa Telyegin por motivos que tenían más que ver con la negativa de ésta a que él le hiciera la declaración de la renta que con los roedores que le infestaban la propiedad, y lo que deseaba era llamar al FBI y a Hacienda y que ellos se las entendieran con la mujer. Seguro que andaba metida en algún asunto turbio. Todo era posible, desde la evasión de impuestos hasta el espionaje. La mención de Hacienda hizo que a Beau Downey le viniese a la cabeza el Servicio Internacional de Noticias, cosa que fue más que suficiente para enfurecerlo. Era de esa clase de personas que piensan que los inmigrantes son la ruina de América y que, ya que el sistema legal y el gobierno no pensaban hacer nada en absoluto por mantener cerradas las fronteras a las hordas invasoras, por lo menos ellos, los allí reunidos, deberían ocuparse de cerrarles el barrio.

– Que se entere esa mujer que aquí no es bien recibida -les dijo.

Ante lo cual Ava puso los ojos en blanco. Ella nunca había mantenido en secreto que consideraba a Beau apto para prepararle las copas y para satisfacer sus necesidades sexuales, pero para pocas cosas más.

– ¿Y cómo sugieres que hagamos eso, cariño? -le preguntó a su esposo-. ¿Pintando una cruz gamada en la puerta principal de la casa, a lo mejor?

– Coño, lo que hace falta es que en esa casa se instale una familia -opinó Billy Hart mientras se bebía de un trago la cerveza. Era la séptima que se tomaba, y su mujer las había estado contando, igual que Willow, quien se preguntaba por qué diablos Rose no le impedía a su marido que se pusiera en ridículo en público en vez de quedarse allí sentada con aquella expresión de sufrimiento en la cara-. Necesitamos que venga una pareja de nuestra edad, gente con niños, tal vez con una hija quinceañera… que tenga unas tetas decentes.

Sonrió y le dirigió una mirada a Willow que a ésta no le gustó. Ella normalmente tenía los pechos pequeños, del tamaño de tazas de té, pero ahora, debido al embarazo, le habían aumentado mucho. Billy Hart clavó en ellos la mirada y luego le guiñó un ojo a Willow.

Con tantas opiniones distintas, ¿a alguien puede extrañarle que no se llegase a ningún acuerdo? Lo único que ocurrió fue que las pasiones se enardecieron. Y Willow se sintió responsable de haber provocado aquello.

Pensó que quizás hubiera otro modo de resolver la situación. Pero aunque se devanó los sesos intentándolo en los días que siguieron, no fue capaz de dar con ningún enfoque nuevo para atajar el problema.

Cuando por error entregaron una carta en su casa a Willow se le ocurrió lo que le parecía un plan de acción factible. Porque metido entre una colección de catálogos y recibos había un sobre dirigido a Anfisa Telyegin desde una dirección de Port Terryton, un pueblo pequeño junto al río Weldy situado a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Napier Lañe. Quizás alguna persona del vecindario donde había vivido antes Anfisa pudiera ayudar a sus actuales vecinos enseñándoles cuál era la mejor manera de acercarse a ella.

Así que una fría mañana, cuando los niños ya se habían ido al colegio y Scott se había metido en la cama para disfrutar de sus bien ganadas cinco horas de sueño, Willow sacó el mapa de carreteras del estado y trazó una ruta por la que pudiese llegar a Port Terryton antes de mediodía. Leslie Gilbert también fue con ella, a pesar de tener que perderse su dosis diaria de aberraciones en la televisión.

Ambas habían oído hablar de Port Terryton. Era una aldea pintoresca de unos trescientos años de antigüedad situada en medio de un bosque de vegetación antigua, toda ella de hoja caduca, que se alzaba a orillas del río Weldy. Había mucho dinero en Port Terryton. Dinero antiguo, dinero nuevo, dinero del mercado de valores, dinero de dotes, dinero heredado. Mansiones construidas en los siglos XVIII y XIX servían para exhibir una riqueza desorbitada.

En el pueblo también había otras zonas de menos categoría, calles con casitas agradables donde vivían los que servían y los más humildes. Leslie y Willow encontraron la antigua residencia de Anfisa en una de esas zonas: un encantador edificio cuidadosamente pintado de blanco al que un arce con hojas de color cobre proporcionaba sombra. El césped de la parte delantera estaba bien cortado y había arriates de flores con un aluvión de pensamientos plantados.

– ¿Qué es lo que queremos averiguar exactamente? -le preguntó Leslie mientras Willow echaba el coche a un lado y se detenía junto al bordillo.

Había llevado consigo una caja de rosquillas cubiertas de azúcar escarchada, y durante buena parte del viaje se había ido dando un hartón. Mientras hacía la pregunta se chupaba los dedos y se inclinaba para mirar por la ventanilla del coche la antigua casa de Anfisa.

– No lo sé -respondió Willow-. Algo que pueda servirnos de ayuda.

– Creo que la idea de Owen era la mejor -comentó Leslie con lealtad hacia su marido-. Era mejor llamar a los federales y entregarles a esa mujer.

– Tiene que haber algo menos… bueno, menos brutal que eso. No queremos arruinarle la vida.

– Oye, que estamos hablando de un jardín lleno de ratas -le recordó Leslie-. De unas ratas que ella niega que existan.

– Ya lo sé, pero puede que haya un motivo por el cual esa mujer no se ha enterado de que están allí. Tenemos que ayudarla a afrontarlo.

Leslie resopló y dijo:

– Como tú digas, mona.

Habían ido a Port Terryton sin saber bien qué harían una vez llegasen allí. Pero como tenían un aspecto bastante inofensivo (una de ellas con un embarazo que empezaba a notarse y la otra con la cara lo bastante beatífica como para inspirar confianza), decidieron llamar a unas cuantas puertas. La tercera donde probaron suerte fue la que les proporcionó la explicación que andaban buscando. Sin embargo, Willow habría preferido no enterarse, pues no le gustó lo que oyó.