Barbie Townsend, que vivía justo enfrente de la antigua casa de Anfisa Telyegin, les ofreció té con limón, galletas con trozos de chocolate y una gran cantidad de información. Barbie incluso había hecho un álbum de recortes sobre el Asunto de la Señora de las Ratas, como había dado en llamarlo el periódico de Port Terryton.
En el viaje de vuelta a casa, Leslie y Willow apenas hablaron. Habían pensado comer en Port Terryton, pero ninguna de las dos tenía apetito después de hablar con Barbie Townsend. Ambas deseaban llegar cuanto antes a Napier Lañe para informar a sus esposos de lo que habían averiguado. Eran los maridos, al fin y al cabo, los que debían resolver una situación como aquélla. ¿Para qué estaban, si no? Se suponía que los protectores eran ellos. Las mujeres se ocupaban de la intendencia. Así era como funcionaban las cosas.
– Había ratas por todas partes -le comunicó Willow a su marido interrumpiéndole en mitad de una conversación telefónica con un posible cliente-. Scott, hasta publicaron fotografías en los periódicos.
– Ratas -le informó Leslie a Owen, su marido. Había ido directamente al despacho de éste y había entrado a la carga, arrastrando el chal de cachemir tras de sí como si se tratase de un manto protector del que no pudiera prescindir-. El jardín estaba completamente plagado. Había plantado hiedra. Exactamente igual que aquí. El departamento de sanidad, la policía, los tribunales… todos tuvieron que tomar cartas en el asunto… los vecinos la demandaron, Owen.
– Tardaron cinco años -le explicó Willow a Scott-. Cinco años, Dios mío. Dentro de cinco años Jasmine tendrá doce. Y Max diez. Y también tendremos a Blythe o a Cooper. Y probablemente otros dos niños más. A lo mejor tres. Y si para entonces no hemos resuelto este problema…
Se echó a llorar del miedo que le entraba al pensar en lo que pudiera sucederles a sus hijos.
– Les costó una fortuna en abogados -le dijo Leslie a Owen-. Porque cada vez que el juez le decía que hiciera algo, esa mujer les ponía un pleito a su vez o interponía un recurso. O apelaba. Nosotros no tenemos tanto dinero como la gente de Port Terryton. ¿Qué vamos a hacer?
– Yo creo que esa mujer está enferma -le sugirió Willow a Scott-. Estoy convencida de ello y no quiero hacerle daño. Pero aun así, hay que hacerle ver… Pero… ¿cómo vamos a hacérselo ver si, para empezar, Anfisa ni siquiera admite que exista el problema? ¿Cómo?
Willow pretendía ir por el camino de la salud mental. Mientras los hombres de Napier Lañe se reunían cada noche para forjar un plan de acción que se encargara de resolver el problema con rapidez, Willow hizo algunas investigaciones en Internet.
Lo que averiguó hizo que se compadeciera de la rusa, pues comprendió que no era la única responsable de la plaga de ratas que infestaba su propiedad.
– Lee esto -le pidió Willow a su marido-. Lo que tiene esa mujer es una enfermedad, Scott. Es un trastorno mental. Es como… ¿Sabes cuando la gente tiene demasiados gatos? Se les puede quitar todos los gatos, pero no se resuelve el problema mental, pues ellos van y consiguen más gatos.
– ¿Me estás diciendo que colecciona ratas? -Le preguntó Scott-. No me lo creo, Willow. Si quieres optar por el punto de vista psicológico, llamemos a esto por su nombre: se trata de rechazo. Esa mujer no admite que tiene ratas por las connotaciones que llevan consigo esos animales.
Los hombres se mostraron de acuerdo con Scott, sobre todo Beau Downey, quien señaló que, como extranjera (o estranjera, como él lo pronunciaba), lo más seguro era que Anfisa Telyegin no tuviese la menor idea de lo que es la higiene, ni personal ni de ningún otro tipo. Dios sabe cómo estaría su casa por dentro. ¿Algún vecino había tenido oportunidad de verla? ¿No? Bien, pues no tenía más que decir, sobraban los comentarios. Lo que había que hacer era provocar un pequeño accidente en el 1420. Un incendio, por ejemplo, causado por un cable en mal estado o por un escape de gas justo al lado de la casa.
Scott no quiso ni oír hablar de ello y Owen Gilbert empezó a hacer ruidos para distanciarse de toda aquella situación. Rose Hart, que vivía en la acera de enfrente y no le había prestado tanta atención a aquel problema como los demás, hizo notar que en realidad no sabían cuántas ratas había, así que a lo mejor se estaban alborotando demasiado por lo que tal vez no fuera más que una situación de lo más simple.
– Willow sólo ha visto tres, la que atrapó y otras dos. Puede que nos estemos irritando demasiado. Tal vez sea un problema más sencillo de lo que creemos.
– Pero no hay que olvidar lo de Port Terryton… Y aquello sí que fue una verdadera plaga -les recordó Willow retorciéndose las manos-. Y aunque tan sólo haya una pareja de ratas más, si no las eliminarnos cuanto antes pronto nos encontraremos con que se han convertido en veinte. No podemos cerrar los ojos ante eso. ¿No te parece, Scott? Díselo tú…
Varias mujeres intercambiaron miradas de complicidad. Willow McKenna nunca había sido capaz de hacerse valer por sí sola, como resultaba evidente.
Quién lo hubiera dicho, pero fue Ava Downey la que ofreció una posible solución.
– Si, como tú sugieres, esa mujer se niega a reconocer los hechos, querido Scott, ¿por qué sencillamente no nos decidimos a hacer algo para convertir en realidad ese mundo suyo de fantasía? -le preguntó Ava.
– ¿Como qué? -le preguntó Leslie Gilbert.
No le caía demasiado bien Ava, pues consideraba que andaba siempre detrás de los maridos de las demás, y en general evitaba hablar con ella. Pero las circunstancias actuales eran lo bastante calamitosas como para que se mostrara dispuesta a dejar a un lado la aversión que sentía por ella y escuchar cualquier cosa que tuviese visos de resolver el problema con rapidez. Al fin y al cabo, aquella misma mañana, cuando había intentado poner el coche en marcha, no había podido hacerlo porque aquellas alimañas habían roído los cables del motor.
– Pues librémosla nosotros de esos animales, si ella no quiere hacerlo -les indicó Ava-. Sean dos, tres o veinte. Deshagámonos de ellas.
Billy Hart se tragó de golpe la que era su novena cerveza de la noche y señaló que ningún exterminador aceptaría aquel trabajo, ni siquiera aunque los vecinos pagasen la cuenta, si Anfisa Telyegin no quería colaborar. Owen se mostró de acuerdo, y también lo hicieron Scott y Beau. ¿Acaso Ava no se acordaba de lo que el empleado de Home Safety Exterminators les había dicho a Leslie y a Willow?
– Claro que me acuerdo -reconoció Ava-. Pero lo que yo sugiero es que hagamos el trabajo nosotros mismos.
– Pero es que se trata de la propiedad de ella -le recordó Scott.
– Pero nena, esa mujer podría avisar a la policía y hacer que nos detuvieran si nos dedicamos a poner trampas en su jardín -añadió Beau Downey.
– Entonces tendremos que hacerlo cuando ella no se encuentre en casa.
– Pero verá las trampas -comentó Willow-. Verá las ratas muertas en las trampas. Sabrá…
– Veo que no me entiendes, cariño -la interrumpió Ava con una voz que era un ronroneo-. Yo nunca he dicho que pongamos trampas.
Todos los que vivían cerca del 1420 conocían las costumbres de los demás vecinos: a qué hora Billy Hart salía tambaleante a buscar el periódico, por ejemplo, o cuánto tiempo tenía en marcha Beau Downey el motor de su SUV antes de salir disparado hacia el trabajo cada día. Todo eso formaba parte de la relación social, de estar en términos amistosos los unos con los otros. Así que nadie se sintió obligado a hacer comentario alguno sobre el hecho de que Willow McKenna pudiese decir con exactitud, al minuto, a qué hora Anfisa Telyegin se iba a trabajar a la universidad cada tarde y a qué hora volvía a casa.
El plan era muy simple: después de que Owen Gilbert hubiera conseguido calzado apropiado para todos, pues ninguno de aquellos hombres querría pisar la hiedra con el calzado habitual, ya que podría estar plagada de ratas, entrarían en acción. Ocho Camineros, como se bautizaron a sí mismos, formarían una línea hombro con hombro e irían avanzando despacio por el jardín delantero, todo cubierto de hiedra, con las gruesas botas de caucho puestas. Y los Liquidadores harían su trabajo armados con bates, palas y cualquier otra cosa que sirviese para eliminar a aquellas desagradables alimañas.